Don Draper: ¿Qué es la felicidad? Es un momento antes de que desees más felicidad. No quieres la mayor parte de ella… ¡la quieres toda! (5.12.)

Que Mad Men es la crónica de un desencanto lo sabemos desde los primeros títulos de crédito. Un tipo que se precipita al vacío en un bosque de neones y promesas de belleza perpetua. La gran mentira. No obstante, lo fascinante de Don Draper es que siempre consigue caer de pie, aunque sea de espaldas a la verdad y envuelto en el humo de la impostura. Son los años sesenta y Camelot aún mantiene la promesa de su embrujo: el gran sueño americano.

No obstante, si Mad Men ha sido una de las grandes series de esta era que se ha dado en llamar la tercera edad dorada de la televisión, ha sido no solo por su fondo, sino también por su forma. Con su elegancia y su carisma, la serie de Matthew Weiner ha remozado las claves visuales del melodrama clásico, ofreciendo una mezcla de Douglas Sirk y John Cheever.

Ese estatus de televisión de calidad se habilita con una puesta en escena donde en muchas ocasiones los silencios tienen más fuerza que el diálogo, donde una mirada puede esconder un mundo en llamas y donde la estética de la reacción se impone a la ética de la acción. Tanto detallismo animó a los espectadores a auscultar cada plano en busca de sentido. Y aquí es donde la cultura popular entra explícitamente en Mad Men, vitaminando los significados con un diálogo implícito con las obras que aparecen. Puede ser la psicodélica melodía del «Tomorrow Never Knows» de The Beatles, la proyección en cine de «El planeta de los simios» o un diálogo en torno al significado de un Rothko.

Pero también llaman la atención las fértiles alusiones a la literatura. La Librería Pública de Nueva York compiló las 25 obras que los personajes aparecen leyendo en algún momento de las siete temporadas de Mad Men. Hay todo tipo de géneros y autores, pero aquí aprovecharemos para destacar cómo un libro puede ensanchar el alcance dramático del personaje que lo lee.

Los libros qué más han influido a la serie

Casi todos los personajes lo hacen. En unas ocasiones, las páginas simplemente refuerzan la idea general de un personaje: el afable Bert Cooper, uno de los jefes de la exitosa empresa, se solaza con La rebelión de Atlas, esa novela filosófica de la muy liberal Ayn Rand. En otras, la densidad semántica requiere más trabajo de desbroce: la joven Sally Draper anda sumergida en La semilla del diablo, la mítica novela de Ira Levin que Polanski inmortalizó en el cine. Las posibilidades del paralelismo entre una madre que lleva en sus entrañas al hijo de Belcebú y la hija de un matrimonio destrozado por las mentiras de un padre mujeriego son tantas y tan retorcidas que no cabrían en esta página. Pero así se condensa la grandeza de Mad Men: en sus múltiples niveles de interpretación.

 

 

No obstante, quien más lee es Don Draper, obviamente. Por ejemplo, aparece al inicio de esa misma sexta temporada recitando pasajes del «Infierno» de La divina comedia en Hawai. Anticipaba así cómo, por enésima vez, tocaría fondo… para intentar agarrarse por penúltima vez a la redención. Es la tragedia del personaje, ese que en otro célebre momento lee El espía que surgió del frío, una novela de espías del recientemente fallecido John Le Carré. El paralelismo es nítido: Draper es, también, una máscara, un enigma, un antifaz para obtener beneficios. Pero, ¿qué queda, entonces, del hombre? Esa es la gran pregunta que se hace una y otra vez esta serie desde el Olimpo de los clásicos televisivos.