Quién no ha sucumbido nunca a la poderosa atracción de algún ser, vivo o inerte, de tal fuerza que sea imposible resistirse a su magnetismo. La cumbre de una montaña, aquella lejana isla, un cuerpo perfecto, la majestuosidad de un caballo, el mar, la seriedad fiera de un toro. Un rostro apolíneo, la Victoria de Samotracia, la portada bien escogida de un libro. Un vestidazo de Chanel. O de Dior.
Paul Gallico (uno de los autores favoritos de J.K. Rowling) debió padecer, en el buen sentido, una tentación así (o al menos, la observó admirablemente), porque supo plasmarla con maestría en su personaje más entrañable, la señora Harris. La buena de Ada, viuda, frisa la sesentena, es una mujer “menuda y delgada de mejillas sonrosadas, cabello canoso y ojos sagaces, casi traviesos”, y pertenece a la estirpe singular de las “galantes e indispensables señoras de la limpieza que, año tras año, ponen orden en las Islas Británicas”. Y queda cautivada sin remedio por una prenda del diseñador francés Christian Dior.
En la primera de las cuatro novelas de las que es protagonista, “Flores para la señora Harris” (1958), ella es víctima de una especie de hechizo en una de las casas en las que trabaja y resuelve hacer lo imposible hasta conseguir que en su armario luzca un vestido de la casa parisina. Algo, quizá, sólo quizá, un punto complicado para una mujer cuya profesión no se encuentra entre las mejor pagadas del Londres de la época. Pero este impedimento es una absoluta nimiedad para Ada Harris, “porque el miedo no forma parte del vocabulario de una señora de la limpieza inglesa”. Y comienza a trazar un plan para lograr su deseo.
Londres no es Nueva York ni Nueva York es Londres
Gallico (1897-1976), neoyorquino hijo de un italiano y una austriaca, fue crítico de cine y cronista de deportes antes que escritor. Tachado de “sabelotodo” por sus jefes cuando empezó a juntar letras, lo cierto es que tenía un don para captar las emociones y vivencias de terceros y trasladarlas luego al papel. También sabía narrar, talento que desarrolló no sin fatigas (quiso enfrentarse a un campeón local de boxeo en un combate que duró escasos segundos para experimentar qué se siente exactamente en el ring) de manera que sus historias fueron publicadas en Vanity Fair y en el Saturday Evening Post. En cuanto pudo, se mudó a Europa y vivió en Inglaterra, Liechtenstein y Mónaco desde principios de los 40 hasta su muerte.
En el Viejo Mundo, comprobó que no sólo existe la distancia geográfica entre ambas orillas del Atlántico, sino también todo un océano cultural. Gallico fue sagaz y editó sus libros de distinta manera en Nueva York que en Londres, contentando así a todos sus lectores y asegurando que su bolsillo estuviera siempre lleno, cosa que sucedió hasta el fin de sus días.
Determinada determinación
Pero el carácter de la señora Harris es el mismo, sea en Londres o en Nueva York. O en París o en Moscú, donde se desarrollan las novelas (en español sólo están editadas las dos primeras por la editorial Alba). Gallico la lleva de acá para allá revolucionando cada ciudad por la que pasa, porque así es Ada Harris: un huracán que, cuando tiene claro su objetivo, no vacila ante cualquier dificultad que se le ponga por delante para conseguirlo. No hay obstáculo insalvable para una empleada londinense del servicio doméstico decidida e inteligente, casi de teresiana determinada determinación.
Y es que en todas las aventuras que le hace vivir, Gallico lleva a la señora Harris al límite, a ese punto de inflexión en el que todo está perdido y parece que sólo queda una opción: hacer las maletas y volver a su casa, en el número 5 de Willis Gardens, junto a su antagonista y a la vez, inseparable amiga, la señora Butterfield: también viuda, pero rechoncha, encarnación del pesimismo, adicta al drama y vocera de malos augurios; la compañera que toda mujer en exceso animosa debe tener a su lado para alegrarle la existencia, a la pobre, y, de paso, pisar la tierra de vez en cuando. Pues bien, cuando Gallico, decíamos, está a punto de condenar a Harris a una existencia no sólo anodina, sino asustadiza y cenicienta como la de la señora Butterfield; cuando está a punto incluso de matarla, nuestra heroína se levanta. Y continúa y persevera en la consecución de su meta, ya sea hacerse con un vestido de Dior, dar un hogar a un huérfano o pelear una enmienda parlamentaria.
La belleza por la belleza
Se ha dicho que el éxito de las novelas de la señora Harris está en el tono satírico que utiliza Gallico para ridiculizar a la sociedad europea, empeñada en salvar unas costumbres y modos que él vería anacrónicos, unas convenciones y tradiciones cada vez menos reales y con menos sentido en un continente traumatizado por dos devastadoras guerras.
Sin embargo, si existe un motivo por el que nos cae bien la señora Harris es, antes que por su firmeza y su arrojo, por su innata querencia hacia todo lo bonito. Aunque su mundo “lo caracterizaban un desorden perpetuo, la porquería y el caos y todos los desperdicios que los cerdos humanos son capaces de dejar a su paso cuando salen de su casa por la mañana” y que ella limpia y ordena con primor, Ada tendía a rodearse de belleza. Y lo hacía no tanto como terapia de choque o a modo de desintoxicación, sino porque su propio carácter le conducía por allí con toda naturalidad, como un pez se mueve en el agua. Encontraba esa belleza habitualmente en las flores, en cuyo cuidado era toda una experta, hasta que se topó con la obra de Dior, que puso su vida patas arriba. Y como en el refugio de Tiffany’s comulgamos con el Aquinate, nos parece muy notable que sea lo bello el motor de acción de nuestro personaje.
Sobre todo, porque nos transmite a quienes leemos las idas y venidas por el mundo de la señora Harris y sus disparatadas peripecias una ilusión, un anhelo de vivencias distintas que rompan la grisácea rutina. Ada no es ni una loca ni una tonta, por eso, señala con mucha finura Gallico, jamás pensó en tener un vestido de Dior para lucirlo en alguna boda, ni para ponérselo una noche que fuera a tomarse una copita de jerez al pub de su calle con la señora Butterfield. Ni siquiera para desfilar ante un invisible público por el pasillo de su casa y pagar su vanidad. Ni mucho menos. El vestido de Dior, si acaso (¿lo consiguió finalmente?), quedaría en su armario, listo siempre para que su propietaria pudiera admirarlo, tocarlo, reverenciarlo casi, a placer y cuando gustase. Y nada más. Ésa es la razón de que nos llevemos tan bien con este personaje. Porque se dejar turbar por la belleza (también la moral), porque la aprecia porque sí, consciente de su inutilidad material, pero por la que merece la pena acometer, de vez en cuando, algunas locuras.