Me he pasado toda la vida retrasando la lectura de Sándor Márai, al que tantos amigos me ponderaban muchísimo. Qué importa. Para la dicha de la buena literatura, nunca es tarde o siempre lo es (que viene a ser lo mismo). Por otra parte, esa sensación de que los amigos me susurraban al oído lo mucho que me había equivocado era, precisamente, una música de fondo muy apropiada para leer El último encuentro.

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Que va de eso: de la amistad, de los remordimientos, de la memoria, de la edad, del amor, de la vida, del perdón, de la milicia y la música. No hay contraposición entre las armas y las letras, de hecho el general es un narrador majestuoso, que domina el arte de la elipsis, de la sugerencia y de la indirecta. La contraposición parece establecerse entre las armas y las notas musicales. Es curioso que sea una novela tan breve y que su prosa resulte tan ligera, teniendo en cuenta la cantidad de tonalidades y de asuntos que encara y la densidad de sentimientos que convoca.

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He leído después que a Sándor Márai todo el mundo le reconoce la transparencia prístina de su prosa. Yo también. Es capaz de mirar a la vez la hoja, el árbol y el bosque. Tiene una gran capacidad de observación de la realidad y sabe describirla. En esta novela pasma la descripción de unos ancianos en perfecta forma física. Los clava, como se dice que hace Miguel Ángel con la musculatura humana en sus esculturas: sus movimientos, su rigidez, su orgullo, su memoria, etc. El dominio literario es total. La amistad de los dos hombres nos evoca algo mágico, luego, algo ya mítico y, después, rememoramos los nombres de «Cástor y Pólux», y sólo entonces (¡en la página 131!), cuando creemos que le hemos cogido las vueltas a Márai, va él y establece la comparación que nos ha dejado descubrir unas páginas antes a nosotros.

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Si en algún momento, llevado por el ansia de que se desvelen los secretos (que dosifica con mano maestra) te parece que se está regodeando un poco demasiado en los detalles, él mismo te contesta: «¿Demasiados detalles? Sólo a través de los detalles podemos comprender lo esencial, en los libros y en la vida». Ese «en los libros» lo pone el sabio Sándor en boca de su personaje porque ha oído el leve suspiro de protesta en nuestra mente. Para que aprendamos.

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Me temo que puedo contar muy pocas cosas más si no quiero destripar la novela. Por otra parte, El último encuentro invita a tener un encuentro más, entre sus lectores, y discutir algunas de las posibles respuestas a las preguntas que se quedan en el aire, sin que los personajes las respondan directamente. Esta novela pide libro fórum, por supuesto, regado por un buen tinto, casi negro. Eso hace que sea una novela en cierto modo inagotable.

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El barbero, para empezar, ya ha descorchado una botella y se ha servido varias copas:

 

La primera palabra íntima que le dijo a aquella joven fue el nombre de su patria.

 

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—Yo seré poeta —dijo él un día, levantando la vista y ladeando la cabeza.

Contemplaba el mar, su cabello rubio ondeaba en el viendo cálido, tras las pestañas medio cerrados miraba la lejanía. La nodriza lo abrazó, atrayendo la cabeza hacia sus senos y le respondió:

—¡Qué va! ¡Tú seas soldado!

—¿Cómo mi padre? —preguntó el niño, meneando la cabeza—. Mi padre también es poeta, ¿no lo sabías? Siempre está pensando en otra cosa.

—Es verdad —observó la nodriza, suspirando.

 

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Las cosas así no se suelen recordar hasta que han pasado muchos años.

 

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Un día todos hemos de perder al ser amado. Quien no lo soporte, no merece conmiseración alguna, porque no es un hombre hecho y derecho.

 

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Pronunciar la palabra “Viena” ha sido siempre como hacer sonar el diapasón y observar después lo que mi interlocutor entendía por ella. Así examinaba yo a la gente. Los que no respondían bien, no significaban nada para mí. Porque Viena no era tan sólo una ciudad para mí, sino también un sonido: un sonido que resuena en el alma para siempre o que no resuena  nunca». [Algo parecido le pasaba a Nicolás Gómez Dávila con la Edad Media; y a mí con España]

 

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—Este vino —dice el general, levantando su copa de vino tinto, casi negro— lo conoces bien. Es del año ochenta y seis, el año de nuestra jura de bandera. Mi padre abarrotó una de las cuevas de la bodega con este vino para mantener vivo el recuerdo de aquel día. Ahora el vino ya es añejo.

 

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Para mí, aquel mundo sigue vivo, aunque en realidad haya dejado de existir. Sigue vivo por el juramento que hice. Eso es todo lo que puedo decir yo.

 

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Para mi padre la palabra «amistad» era un sinónimo de honor. […] Es un servicio.

 

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Una nobleza a la antigua usanza, parecida a esa nobleza ancestral, de cuando el hombre se dio cuenta de su rango en el caos de la creación.

 

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Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza, porque en este caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias.

 

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No estoy tratando de defenderme, porque quiero saber la verdad, y el que busca la verdad tiene que empezar buscando dentro de sí.

 

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No hay un proceso anímico más triste, más desesperado que cuando se enfría una amistad entre dos hombres. […] Nuestra amistad era como la amistad entre los hombres de las leyendas antiguas.

 

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Éramos amigos, no compañeros, compinches ni camaradas. Éramos amigos, y no hay nada en el mundo que pueda compensar una amistad. Ni siquiera una pasión devoradora puede brindar tanta satisfacción como una amistad silenciosa y discreta, para los que tienen la suerte de haber sido tocados por su fuerza.

 

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Tú y yo seguimos siendo amigos. […] porque la amistad no es un estado de ánimo ideal. La amistad es una ley humana muy severa. […] La amistad es una hazaña, en el sentido fatal y silencioso de la palabra, donde no resuenan ni sables ni espadas: una hazaña, como cualquier otra actitud desinteresada.

 

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En el peligro siempre hay algo de fascinación y de encantamiento.

 

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Quizá, si te hubiese mirado a la cara en aquel instante, me habría enterado de todo. Pero no me atrevía a mirarte a la cara. Existe una forma de vergüenza, la más penosa que un ser humano pueda experimentar: la vergüenza de la víctima al tener que mirar a la cara a su asesino.

 

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En su voz resuena la satisfacción propia de las personas mayores que han contado algo con exactitud.

 

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Comprendí de repente que el libro también era una señal. […] Las cosas empezaron a hablarme aquel día.

 

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Con aquellos ojos suyos, tan suyos.

 

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Sentíamos un poco de vergüenza ante tanta confianza mutua. [Entre marido y mujer]

 

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Era una persona soberana, totalmente independiente y emancipada en su fuero íntimo. Éstas son cualidades muy raras hoy en día, tanto en mujeres como en hombres. Parece que no se trata de una cuestión de origen o de situación. No se dejaba ofender, ni se dejaba atemorizar por ningún desafío.