José María Carabante, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense, se ha especializado en tomar el pulso de las ideas en nuestro mundo contemporáneo. Ha escrito ensayos muy necesarios, como Mayo del 68 (Rialp, 2018) Este nuevo ensayo, La suerte de la cultura (La Huerta Grande, 2021), está en la misma línea: entender y enfrentar la sociedad contemporánea.

 

 

La cita inicial no nos dejará engañarnos: «¿Qué puedo hacer sino/ enumerar viejos temas?», de Últimas poesías, además, del ya clásico W. B. Yeats. El profesor Carabante no viene a hacer grandes acrobacias de originalidad ni a lanzar destellos de brillantez expresiva, sino a explicar con transparencia claves bien fundadas.

 

Su tesis es que existe «una reciprocidad ineludible entre cultura y naturaleza humana». Sigue una clara línea aristotélico tomista: «La fuerza del ser propio de cada cosa rige su desenvolvimiento». La vocación del hombre es a lo que está llamado a ser. Por eso, enlaza Carabante con la idea de Newman de que la enseñanza universitaria se condensa en la educación del gentleman. Podíamos concluir de este ensayo que el hombre es versátil, versado y versificado, si me perdonan mi modo más juguetón. Lo es, respectivamente, en cuanto que 1) su naturaleza es maleable, 2) depende de su conocimiento y su cultura y 3) su culminación consiste en una vida narrada o cantada, como sabían los clásicos.

 

Sin renunciar a su tono pausado y discreto, José María Carabante expone muy interesantes intuiciones, que no debemos pasar por alto. Por ejemplo, cómo, al desprenderse de las humanidades, la ciencia se ha hecho dependiente de la técnica, en una inversión muy característica de nuestro tiempo. U otro fenómeno curioso: «la coexistencia entre la exacerbación de lo cultural y su profunda crisis». Y esta imprescindible llamada de atención: la sociedad plural no es la que abdica de buscar la verdad, sino la que confía en encontrarla con la aportación de todos.

 

Entraña un peligro real para la propia humanidad la desaparición de la cultura y, valga la redundancia, de lo sagrado. Para vivir en el tiempo necesitamos la apelación a lo eterno. Lo resumió epigramáticamente el poeta Javier Almuzara en un lema inolvidable: «Todo lo que no sea ganar la eternidad es perder el tiempo». La cultura como divertimento, advierte Carabante, «se transforma en lo contrario de lo que está llamada a ser: un lenitivo contraproducente que causa el colapso del espíritu e incluso puede insensibilizarnos ante el sufrimiento ajeno»

 

Nuestra vocación es «ser huéspedes de lo real y huéspedes de nuestra propia naturaleza». Algo a lo que sólo podemos acceder a través de la cultura. Su suerte será la nuestra, mala o buena. Por eso, restaurarla a su sentido propio es la tarea más urgente que tenemos entre manos. El relativismo resulta una amenaza terrible, porque existe cultura en cuanto se reconoce que existen bienes en sí, y no sólo medios.

 

Los fragmentos que ofrece el barbero no son nada relativistas, como se verá:

 

Los gatos ronronean y se entretienen con ovillos de lana nosotros contamos historias al calor del fuego. Está en nuestro ADN.

 

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Sin embargo, que Diógenes eligiese un tonel en lugar de una madriguera es un claro síntoma de la ubicuidad de la cultura.

 

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No hay nada tan sofisticado, tan falso y artificial como el mito del buen salvaje.

 

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La supervivencia del hombre depende de su creatividad y ésta de la vitalidad de su espíritu.

 

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Considerar la cultura como una simple distracción es un síntoma, tal vez menos claro, de corrupción de lo humano.

 

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La frivolidad como barbarie.

 

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La fiebre por el ego ha dado lugar a estilos de vida bochornosamente homogeneizadores.

 

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La compasión es el síntoma más expresivo de la auténtica cultura.

 

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El hombre es el único animal que contempla.

 

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A través de ella [de la verdad] el mundo sale al encuentro de la persona.

 

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Según Rilke, solamente al poeta se le revela la belleza de todo. Todos, desde este punto de vista, estamos llamados a ser poetas.