Antonio Moreno (Alicante, 1964) es un poeta murciano, con la luz de un Eloy Sánchez Rosillo, y un prosista alicantino, con la música de Azorín. Hoy vamos a hablar del prosista. Ha escrito Cuatro retratos incompletos, donde hace memoria de sus cuatro abuelos y sus respectivos ramos.
Moreno parte de un desapego a las genealogías, aunque aquí no hay tanta contradicción, porque la atracción fatal que le empuja a preguntarse por ellos sirve para comprender mejor la importancia de las raíces que se partiese de un vivísimo interés. Tiene que hacer un esfuerzo por remontarse, porque sus padres «para lo bueno y para lo malo, siempre se bastaron». Es curioso que en esa joya de Pavel Florensky que es A mis hijos (Fundación Altair, 2024) arranque de una misma nostalgia: unos padres que no hicieron nada por transmitir el relato familiar a sus hijos. Se descubre que hay una fuerza centrífuga y otra centrípeta o, mejor dicho, unas fuerzas ancestrífuga y ancestrípeta. En Cuatro retratos incompletos se alza una tensión perfecta entre ambas, suavizada por una cuidada literatura.
No falla el fraseo, la aliteración, la dosificación de la información. Esta prosa exacta mezcla giros coloquiales con tecnicismos y, de fondo, la poesía: su abuelo, para el entierro de un padre que no había sido ejemplar, «delegó su presencia en Rita la Cantaora». Tras un ictus y una operación, el escritor tiene que comprobar que su madre conserva bien la cabeza: «Me sentía feliz como nunca de oír por enésima vez las mismas evocaciones de tantas otras veces».
Lo que más sorprende y admira es la exposición de una verdad sin concesiones ni contradicciones. Dice de su abuela: «No era una joven bonita». Hay de todo. Y sólo en el apretado abanico de los cuatro abuelos. Con qué delicadeza y honestidad –ya mostradas en otros libros– nos cuenta que su hermana fue antes su hermano. Como muestra, el arranque del libro: las palabras del abuelo Ramón en su agonía: «Perdóname, Solita, pero nunca te he querido».
Hay escenas de una España que parecía muerta y es inmortal en sus trazos quevedescos o del Lazarillo. Como eso encerrarse en el piso de la ciudad para parecer que se estaba veraneando, apoyando la invención con sesiones de bronceado en la azotea. Hay un momento de La Celestina. El abuelo vitalista que lleva al timidísimo nieto a conocer a una chica muy mona que trabaja en un puesto en el mercado. Es un momento delicioso: «El viejo alcahuete hablaba por los dos. Nos hacía reír, soltaba chascarrillos, requebraba a la muchacha con soltura y gracia, sin resultar ni indiscreto ni ofensivo. […] En realidad, parecía celebrar que, por más que él fuese un octogenario, la hermosura existiese en la Tierra, y que nosotros dos, el anciano y el joven, estuviésemos ahí juntos para verla». El libro está lleno de estas pequeñas maravillas que celebran la vida y la verdad, la sangre y la memoria:
Como la del ciprés, la sombra de los ancestros es alargada.
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Esa felicidad excepcional que una madre anciana y un hijo ya mayor sienten cuando están juntos.
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Es muy español concederle una dogmática importancia a la fuerza de la sangre.
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Cada edad es una especie de reactivo fotográfico. [Los parecidos con unos o con otros ancestros van cambiando con el tiempo.]
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Ambos son las personas a las que con más a gusto he escuchado relatar episodios vividos. No me importaba que mi abuelo —como ahora su hija— repitiera capítulos de su propia historia. La amenidad estaba asegurada, lo mismo que la aparición de un nuevo detalle o alguna evocación inédita.
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Yo era como un buda de diecinueve años: hasta entonces mi vida había transcurrido preservada a la muerte.
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Hay días en que tiendo a verme como una extravagante combinación de aquellos dos caracteres, tan contrarios. [El adusto abuelo paterno, el jovial abuelo materno.]
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Esto es lo que más le cuesta a un hijo, a una hija: dejar atrás el papel de víctima.
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El único bien que nunca perdió fue su amor a la vida, idéntico al que siente mi madre a sus ochenta y cinco años.
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Lo más extraño de todo, no obstante, era que ellos, mi padre, mi madre, también fueran… hijos.
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Cuando a mis diecisiete años estudié por primera vez la dialéctica hegeliana, yo no pensaba en realidades etéreas como los procesos históricos o el progreso evolutivo del espíritu humano, ni en cavilaciones referidas al pensamiento; yo solamente veía a mis padres como una síntesis que a su vez generaba en nosotros, sus hijos, nuevas tesis y antítesis.