Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946) es uno de los más grandes e importantes poetas vivos de España, lo que equivale a decir del mundo hispánico. En el último cuarto del siglo XX, no hay muchos poetas de los que se pueda asegurar que hayan aportado más a la literatura, al lenguaje poético, y que hayan ejercido una influencia mayor.

 

Luis Alberto de Cuenca cuenta que cuando alguien le pide que le recomiende un poeta él les dice que lean a Luis Alberto de Cuenca. Y hace muy bien, por que atesora un puñado de poemas con humor, cercanía, simpatía lírica (emoción, a su modo) que llegan a todos. Por la misma razón yo aconsejo a d’Ors, por que tiene dentro como para satisfacer a los amantes de Cuenca, pero también a los jubilosos admiradores de Rosillo, al club de solitarios de Trapiello, a los sarcásticos lectores del áspero Juaristi, y hasta -incluso- a los devotos de Miguel d’Ors.

 

Cuando empezó a escribir, a comienzos de la década de los 70, los poetas que estaban de moda era los llamados Novísimos. Castellet publicó una antología de estupendo título –Nueve Novísimos– y de escaso interés hoy. Poco se podía esperar de un grupo estético que posaban de “culturalistas” y proponían el rupturismo con el pasado (qué paradoja, cuando la cultura es tener presente al pasado), la escritura automática, técnicas elípticas de sincopación y de collage (signifique lo que signifique esto), la introducción de elementos exóticos y artificiosos… En fin, una pandilla de estetas espolvoreándose los cabellos con purpurina literaria.

 

Poco a poco algunos poetas, con una sensibilidad más delicada que afectada, más profunda que estridente, fueron humanizando la concepción misma de la poesía, contribuyendo a cambios que no por menos llamativos fueron de menor calado. Lo poetas eran Juan Luis Panero, García Martín (su labor de crítico ha ocultado su interesante poesía), Clementson (otro buen poeta, del gusto de d’Ors), Salvado (muy “migueld’ors”, el pobre), Ortiz, Botas… o d’Ors.

 

Todos ellos, pero especialmente Miguel d’Ors en intensidad, calidad e implicación –podría decirse- moral, se adentraron en el misterio de lo cotidiano con un lenguaje claro, simple, con un sentido clásico de la poesía que, en la mayoría de los casos, escondía una perfección formal tan deslumbrante como invisible. Refiriéndose a esta tendencia general, Miguel García-Posada tituló un artículo elocuentemente «Del culturalismo a la vida». En la poesía española del momento este cambio vino a ser una resurrección, primero de los propios poetas y luego, poco a poco, de los lectores. En busca del público perdido tituló d’Ors justamente su aproximación a la poesía joven (1975-1993) que escribió dos décadas después.

 

En su caso, además, «católico perdido» citando su Para un poema inconformista, de derechas, intimista, sentimental, ermitaño… recogió aquello que tenía de valioso y actual (es decir, eterno) la llamada “Poesía arraigada”, que tanta mala fama tenía en esos años de final de franquismo. Por eso, y cito el prólogo de Enrique García-Máiquez a 2001 (Poesías escogidas), «durante muchos años fue considerado un epígono de la vieja poesía arraigada, intimista y religiosa (…) [y hoy] ha pasado sin solución de continuidad a ser maestro de la joven poesía arraigada, intimista, religiosa y epigonal. Digo esto sin sombra de ironía porque sobre esas ruedas avanza la literatura, y sus rodadas vienen de bien lejos (como que, por lo visto, Homero, padre de la literatura Occidental fue el epígono de unos anónimos creadores de epopeyas)». Para muchos Miguel d’Ors viene a ser la encarnación poética de la Ortodoxia de Chesterton, un tipo de ortod’Orsia particular, con algo del talento e ironía que desprende aquella memorable apologética del sentido común del escritor británico.

 

Habiendo puesto la obra de d’Ors en su contexto, solo cabe decir que su poesía utiliza lo biográfico de forma más recurrente que, por ejemplo, Jaime Gil de Biedma (aunque menos explicito, a Dios gracias), y como punto de partida y llegada al conocimiento de sí mismo (evidentemente), pero también de la poesía, del mundo, de Dios… El tono conversacional refuerza la cercanía de un lenguaje que nos resulta muy personal, y a veces por ello más emocionante. Este tono conversacional, tan creíble, hace muy verosímiles sus desahogos ocasionales, sus reproches a sí mismo, los poemas de amor, los poemas incluso de crítica social y de espíritu épico.

 

Su poesía, como no podía ser de otra manera conociendo sus principios, ha evolucionado hacia un prosaísmo poético, perdiendo en intensidad lo que ha ganado en coloquialismo, en simpleza (y entiéndase por “simpleza” algo parecido a la claridad, a la luz). Para esto, como para todo, hay gustos. A pesar de la importancia que tiene en su obra lo biográfico, la evolución técnica, el sentido del tiempo, al publicar sus Poesías Completas. 2019 decidió ordenar sus libros del último al primero, al revés, a contrarreloj, hecho un tanto insólito que él mismo explicó detenidamente en el prólogo de aquel libro.

 

¿Cómo “enmarcar” un nuevo poemario de Miguel d’Ors? ¿Qué portadas se merece uno de los grandes de nuestra poesía? Ha publicado sobre todo en Renacimiento, y en la majestuosa colección Calle del Aire en “cuarto menor” (24 x 17 cm). Es lo que se llama “jugar en primera”. Solo comparable con la colección Cruz del Sur de Pre-textos, o La Veleta acaso. Precisamente uno de los mejores libros de Miguel d’Ors lo publicó esta editorial en 1993, La imagen de su cara, con una portada elegante y divertida, inolvidable.

 

Pero hoy toca analizar Viaje de invierno. El título (en parte relacionado con otro de los suyos, Sol de noviembre) coincide (Winterreise) con el de una de las últimas piezas de Franz Schubert (1797-1828), del que el barítono, director de orquesta y musicólogo alemán Dietrich Fischer-Dieskau dice: «El viaje de invierno representa todas las obras del último año, en lo que se refiere a elevación, intuición y ampliación de la técnica de composición»; algo que con poca imaginación se podría opinar del mismo libro de d’Ors. El Winterreise de Schubert está inspirado a su vez en un poema titulado Viaje de invierno de Johann Ludwig Wilhelm Müller (1974-1827), que hace poco reeditó Acantilado. Más cercano en el tiempo es el parecido del título Viaje de invierno de d’Ors con Un viaje de invierno (1971) de Juan Benet (1927-1993), publicado exactamente hace medio siglo. A alguien como d’Ors que ha crecido en casa escuchando frases como «Lo que no es tradición es plagio», la originalidad no es un problema que le quite el sueño.

 

Para la portada se ha elegido una hermosa acuarela de José Antonio Sandoval, del que ya se han utilizado otros trabajos suyos para Renacimiento (recuerdo ahora su vista del Pueblo de Sierra Magina para Mientras dure la luz de Dionisia García). Tras conocer la obra original, Paisaje con niebla, yo habría escogido un detalle un poco más alto, con el objetivo de haber dejado el nombre del poeta sobre un fondo plano, aunque sea esta una nimiedad.

 

Más importante, más grave, me parece la diferencia entre la imagen digital en internet del libro y la visión directa. Ha sucedido algo. En la edición impresa la acuarela de Sandoval se ha oscurecido, y las letras del título de un elegante azul marino se han convertido en prácticamente negras. Las hemos puesto justan para que comprare el lector. ¿Un problema de imprenta? No sé… Pero que las letras del autor, del título, de la colección y de la editorial sean todas negras, sobre un fondo monocromo de marrones verdosos, lo hacen todo un poco aburrido y triste. Es una pena, por que me da la sensación que no era el objetivo de la Editorial, y por que además –y esto es más importante- no están en consonancia con la luminosidad de su contenido literario. Podría dar la sensación de un libro un poco deprimente, siendo lo contrario.

 

Yo habría elegido para Miguel d’Ors una pintura de mayor contenido simbólico. Y qué mejor que el borgiano y d’Orsiano James Whistler (1834-1903), ese pintor genial que en España no ha recibido la atención que merece. A Borges le encantaba recordar la frase que Whistler dijo en el juicio contra Ruskin, por difamación, acerca de su pintura Nocturno en negro y oro, 1877 (que hubiera sido un hermoso título también para este libro): «¿Y pide usted 200 guineas por el trabajo de dos días [pintando el Nocturno]…?; No [señor Juez, contestó Whistler], las pido por los conocimientos adquiridos durante toda una vida de trabajo».

 

Y qué me dicen de la frase de Whistler de que “Sólo el trabajo borra las huellas del trabajo», algo que Miguel d’Ors no deja de citar al hablar de su labor de poeta. Al igual que Renacimiento ha invertido horizontalmente la acuarela de Sandoval, yo he invertido el óleo de Whistler, para que la figura mire al interior del libro. Al igual que el personaje que está junto a la escultura de Ariadna, con capa española, de la Vista del jardín de la Villa Medici dicen que podría ser el propio Velázquez, aquí me gusta imaginar que el solitario personaje que contempla el mar -«el mar, el mar, y no pensar en nada»- podría ser Miguel d’Ors.