El padre William Corby (1833-1897) recoge en Memorias de guerra de un capellán (El buey mudo, 2018) sus recuerdos de la Guerra de Secesión norteamericana (1861-1865). Participó como capellán de la Brigada Irlandesa, a la que sigue en sus victorias, derrotas, cansancios y alegrías.
David Cerdá, espléndido traductor del volumen y anotador perspicaz, nos da también una clave literaria. Las Memorias están escritas, según el «método Corby, una inteligente mezcolanza de lo esencial y lo anecdótico». Lo esencial es muy serio, la salud de las almas de los combatientes, y lo anecdótico resulta muy divertido, porque una guerra da para un sinfín de aventuras, sobre todo cuando se cuentan pasado el peligro o la inconveniencia. Hay páginas sobre el hambre, el frío, el calor o las chinches casi cervantinas. «Es fácil tomárselo a broma ahora», se advierte el sacerdote al recordarlo tan risueño. Entre medias, hay lugar para un vigoroso patriotismo, para sabrosos apuntes psicológicos y, sobre todo, para grandes emociones. ¿Un ejemplo? Cuando nos narra la absolución general que imparte al galope, en plena carga a paso ligero («es decir, a toda pastilla», precisa), con balas silbando alrededor y volviéndose a izquierda y derecha para impartir las bendiciones.
Apunto tres lecciones de fondo. 1) El culto a la liturgia cuidada. Ni en las peores condiciones, el padre Corby se desentiende del cuidado de las formas y los ritos. 2) El doble patriotismo, irlandés y norteamericano de los combatientes; y la alegría del padre Corby al ver que la guerra estaba sirviendo para acabar con los prejuicios y los tópicos contra los irlandeses, «una estirpe que no conoce el miedo». Y 3) el orgullo por que la doctrina que predicaba no producía cobardes ni permitía que se endureciesen los corazones. Con cuánto detenimiento cuenta las colectas para paliar la hambruna de Irlanda que hacían sus hombres: «Me admiró ver cómo soldados que cobraban una mísera paga mensual de 13 dólares, y eso a cambio de prolongadas caminatas, exposiciones a peligros y a la misma muerte, entrando y saliendo del combate, fueran tan generosos al enfrentarse a una verdadera necesidad caritativa».
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Escribe en un constante desorden —que resulta muy expresivo del ambiente de la guerra y que subraya la verosimilitud del relato— porque el padre Corby no viene a darse aires literarios. Él reconoce: «Lo único que he hecho es garabatear mis propias observaciones e impresiones». Sin embargo, el resultado es adictivo para el lector, amén de instructivo. [Y uso «amén» sin ironía ni gustándome en el arcaísmo, sino porque estamos ante un libro edificante también en lo religioso.]
Quizá el título más afín en espíritu a Corby sea Una familia de bandidos en 1793, Marie de Marie Sainte-Hèrmine; aunque a ratos adquiera también un aire aventurero a El conde de Chanteleine, Jules Verne. Sin descartar una lógica afinidad con esa joya de nuestra literatura memorialista que es el Diccionario para un macuto de García Serrano.
Aunque pasa de puntillas —con un coqueto partidismo— sobre las derrotas de su batallón, jamás idealiza la guerra. Recoge la respuesta del general Sherman a una dama que se quejaba de los daños que los soldados infligían a su propiedad: «¡Pues claro que la guerra entraña crueldad, señora!». Se estremece de dolor en el recuerdo, sobre todo, de los fusilados en su propio bando. Y concluye: «¡Oh, vosotros que pertenecéis a una generación más joven, pensad en cuánto les costó a vuestros antepasados conservar la gloriosa herencia de la unión y la libertad! Si dejáis que se os escurra entre las manos, mereceréis que se os tache de ingratos cobardes e irresponsables hijos. ¡Pero no!»
En su funeral no fueron sus compañeros de sacerdotes de la Santa Cruz los que portaron su féretro, como era costumbre, sino los veteranos de su brigada.
Como les ocurre a todos los viejos soldados, encuentro agradable el pasatiempo consistente en contar «historias de la guerra».
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[Alistarse] Fue casi contraer matrimonio; todos asumimos el compromiso «en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe».
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El lector entenderá que un soldado sufre mil veces más por la severa rutina diaria que por el hecho simple de incorporarse al campo de batalla, en la que quizá al final resulte herido —«lo cual está bien para noventa días»— o caiga para no volver a hablar.
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Un cuerpo de cuatro mil católicos en marcha, la mayoría de ellos hacia la muerte, pero también hacia la gloria de su iglesia y su país.
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Todas las mencionadas tareas, penalidades y ayunos fueron bien recompensados por la oportunidad que se me dio de salvar un alma.
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Ningún hombre puede ser un honesto y fiable patriota si traiciona a su Hacedor.
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Si hay algo, incluso ante la presencia de enormes peligros, que consigue que un hombre se ría, es ver a un cobarde asustado hasta el tuétano, uno cuya humanidad parece rezumar miedo por cada uno de los poros de su piel.
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[Un soldado confederado] «Los irlandeses luchan como diablos, pero son muy amables en el hospital».
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Transcurrida la labor diaria, se disfrutaba enormemente de las fogatas.
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«Holgazán» es el peor adjetivo que se puede aplicar a un soldado.
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Es un error pensar que los soldados, e incluso los oficiales de primera línea, saben adónde se dirige el ejército, o simplemente dónde se encuentra el enemigo. [Observación que coincide con las de Evelyn Waugh en su Espada de honor.]
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[Emocionante descripción de una «Misa Militar»] Ningún equipamiento militar es suficientemente distinguido, ningún honor militar es suficientemente grande, ninguna música demasiado dulce o sublime, ningún respeto demasiado profundo, como para honrar al gran Dios.
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Pope se jactaba de no saber retirarse. ¡Peor para él! Una buena retirada, cuando la necesidad lo requiere, resulta incomparablemente mejor que un avance insensato, y a veces requiere incluso de más destreza (eso dicen los militares).
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Tratábamos de ver el lado bueno de nuestras privaciones, y eso es a fin de cuentas lo mejor que puede hacerse.
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La bala lo atravesó sin afectar a ningún punto vital. Hay que ver qué errático curso siguen los proyectiles en algunos casos.
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El padre Oullet estuvo presente en la terrible carnicería de los Siete Días. Los soldados que lo presenciaron cuentan que, cuando las balas arreciaban, allí estaba él, sin prestar atención al peligro […] Portando su estola y un farol en la mano, estaba allí, en primerísima línea de fuego. A los heridos les preguntaba: «¿Eres católico?» y «¿Deseas la absolución?». Uno de los hombres a los que preguntó, gravemente herido, replicó: «No soy católico, pero me gustaría morir en la fe de cualquier hombre que tenga el coraje de venir a verme a un sitio como éste».
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Como he dicho, la misa comenzó muy temprano. Muy poco después, también comenzaba la batalla; pero yo continué hasta el final. [Véase el cuento de Léon Bloy sobre el particular]
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Es a estos a los que se llamaba «rezagados» [los que en las largas machas agotadoras se iban quedando descolgados]; y si, para cuando llegaban, la batalla había terminado, solían ser quienes, a la luz de las fogatas, tenían más que constar sobre aquélla, más incluso que quienes efectivamente habían participado.
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[Los confederados empiezan a disparar con la primera luz del alba.] Uno de nuestros oficiales protestó diciendo que era un insulto ser llamado a las armas tan de mañana, «antes incluso del desayuno». En verdad era de muy mala educación.
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Los soldados que van montados desarrollan un gran afecto por sus caballos.
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[La Brigada Irlandesa] Su hospitalidad no tenía más límite que su monedero, y a veces hasta festejó pidiendo prestado o a base de anticipos sobre las pagas que estaban por llegar.
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La cita: «La conciencia nos hace a todos cobardes» [Hamlet] resulta bastante forzada a este respecto. Los hombres desmoralizados y aquellos cuya conciencia está enrevesada se convierten en malos soldados. Los hombres morales —los que están libres de las más bajas y degradantes pasiones— se convierten en valientes, leales y confiables soldados. […] No hay soldado más valiente en este mundo, en el país que sea, bajo cualquier forma de gobierno, que el católico consecuente.