La breve novela de Lev Tolstoi Hadjí Murat encandiló a Harold Bloom. En El canon occidental afirma: «Representa lo sublime en la prosa de ficción y lo considero el mejor relato del mundo, o al menos el mejor que yo he leído». Bloom es explosivo siempre, pero su arbitrariedad no hay que desdeñarla. Es un recurso del crítico para despertar al lector. Aquí hace, por cierto, una maravilla de retórica paradójica. Observen ese «al menos», que es, en realidad, un aumentativo. Porque «el mejor relato del mundo» puede decirse frívolamente, pero, si se matiza que lo es entre lo que él ha leído (y Bloom ha leído lo suyo), la percepción cambia. Hadjí Murat también fascinó a Wittgenstein (y no extraña por su hábil manejo de los silencios) y a Isaak Babel. El argumento de autoridad está a favor.

La lectura, lejos de defraudar tantas expectativas, las cumple con creces. La maestría de Tolstoi pasma. Con apenas unas estampas de la guerra del Cáucaso, que es el Lejano Oeste de los rusos, levanta hombres de carne y hueso, que alientan. Que Guerra y paz apabulle entra dentro de lo natural, pero que un relato así de pequeño, con los bordes deshilachados, lo haga, se sale (¡se entiende a Bloom!) de lo comprensible. Tolstoi no se recrea en los hallazgos. Los pone sobre la mesa y ya.

 

La figura de Hadjí Murat ejerce el magnetismo que la narración le supone. Su personalidad se levanta del papel. Serviría para un estudio del honor en la línea de Karl Vossler (Algunos caracteres de la cultura española, Espasa-Calpe, 1941), donde se lo ve como «una instancia intermedia y pivotante entre la santidad y las normas del mundo […] El honor funciona a manera de plano transmutador, donde se encontraban unidos lo heroico y lo fantástico y vano con lo verdadero y eterno». Hadjí Murat trae a la memoria la figura histórica de Saladino, que tanto contribuyó, siendo musulmán, a la configuración del ideal de caballero cristiano.

 

El personaje de Tolstoi cumple su palabra, valora la hospitalidad, sabe hacer y recibir regalos, es religioso por encima de todo, incluso de su ansiedad. Ama las canciones y su familia. Se merece la lealtad de los que le siguen. Subyuga a las aristócratas y a las taberneras con las que apenas cruza dos palabras y una mirada. Sin dejar de ser un montañés impredecible y con un código de comportamiento intransferible, musulmán roqueño.

 

Esto nos lleva a pensar en esos tiempos en que el europeo era capaz de admirar al héroe exótico. Quizá porque teníamos más fe en nuestros propios valores, de modo que podíamos verlos sublimados en extraños y admirar una común naturaleza humana perfectible. Sin creer en la naturaleza humana, en la moral, en el esfuerzo y en la aspiración a lo trascendente se diluye la capacidad de admirar al enemigo.

 

No hablaré del final, tan sorpresivo, casi cinematográfico. Las aventuras son trepidantes, a la altura del fervoroso lector de Alejandro Dumas que fue Tolstoi, pero a la vez están narradas con un pudor exquisito que vela, pero no oculta, lo íntimo tremendo, como en la viuda de Petruja Avdéiv, como en el difuso triángulo amoroso de la dulce María Dimítrievna o en el fugaz apunte inesperado sobre la princesa María Vasílievna, célebre en San Peterburgo por su belleza.

 

Todo está tan bien trenzado que queda muy poco que recortar el barbero, como ante la melena cuidada y recogida de María Dimítrievna. Pero vamos:

 

Jabar iok, «nada nuevo» [que es una de las expresiones más felices que existen]

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Otro en mi lugar lo prometería, pero no lo haría.

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La cuerda es buena si es larga, pero la conversación debe ser corta.

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Las claras estrellas, que parecían deslizarse por las copas de los árboles mientras los soldados atravesaban el bosque.

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A veces hay un tiroteo espantoso y no pasa nada; en cambio hoy, que no ha habido ni cinco tiros… [Lamentando la muerte de un balazo perdido de Avdéiv, pero también podría aplicarse como un comentario metaliterario a la propia novela, tan simple y, sin embargo, tan honda]

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[Vorontsov] Era un hombre dulce y afable en su trato con los inferiores, pero frío y altivo con los superiores.

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El estúpido príncipe georgiano, que poseía el don de la lisonja.

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[Hadjí Murat] No solía interrumpir nunca a la persona que le hablaba, y hasta esperaba un poco antes de contestar por si su interlocutor iba a añadir algo.

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[Hadjí Murat recordando sus inicios]

—Tuve miedo y huí.
—¿Es posible?— exclamó Lorís-Mélikov—. Creí que no sabías lo que es el miedo.
—Después de aquello no lo he vuelto a tener nunca más. Me basta recordar esa vergüenza para no temer nada.

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[Defendiendo que en la vida no queda más remedio que actuar hasta las últimas consecuencias, dice proverbialmente Hadjí Murat] Cuando uno ha salvado un obstáculo con las patas delanteras, ha de salvarlo también con las traseras.

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[Implacable retrato de Nicolás I] Le hubiera sorprendido mucho que alguien censurara su conducta. Sin embargo, le había quedado un mal sabor de boca y, para ahogar esa sensación, procuró pensar en una cosa que siempre lo calmaba: su propia grandeza.

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[Proverbio checheno] «Un perro obsequió a un asno con carne, y éste ofreció paja al perro, con lo que ambos quedaron hambrientos»

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A pesar de la impaciencia por enterrarse de las noticas que le traía, [Hadjí Murat] entró en su dormitorio para recitar las oraciones del mediodía.