En torno a mis diecisiete años –a estas alturas ya sabrán que “Uno de los nuestros” quiere decir “Uno de los míos”–, la poesía era para mí cosa de intensidad, sentimiento, patetismo y desgarro: todo lo que conviene a un pregón de Semana Santa sevillana, octosilábico y mitinero, o a una escandalosa copla española. Es lo lícito, es lo justo: “María de la O” ha de cantarse al borde de la lágrima, con cara de apretar en el váter, y usando el vibrato como si las rizadas ondas transmitieran emoción directamente al cerebro, por puro esfuerzo de los músculos y la intención. Más o menos en el trance de blandi-tristeza en que actúan los cansautores. La poesía en aquellos tiempos, sobre todo, hablaba del amor perdido o lejano, de las vagas melancolías que en ciertos temperamentos conducen al nacionalismo y que, según Unamuno, se curan yendo al monte a hacer ejercicio. Nunca se siente uno más ombligo del mundo, más trágicamente desdichado que en esa edad en que apenas hace dos años que te afeitas la pelusilla del bigote. Recientemente, al preparar una antología de mis poemas, alteré el final de uno escrito hace veintitrés años, y que terminaba así: “(…) mi faro en esta noche desolada / de estar sin pueblo, sin ti, sin mí mismo, sin nada”. Lo he cambiado para esta edición porque el texto es un poema en verso blanco, es decir, sin rima, y este pareado no viene a cuento de ninguna de las maneras. Así me lo hizo saber por carta mi admirado maestro Miguel d’Ors, pero cometí el error (que denunciaba yo mismo la semana pasada), de anteponer mi propio capricho biográfico o sentimental, a la obra de arte en sí misma. El verso que ahora ha sustituido al último se resigna a ser literario, resultón, pero al menos no tan rimbombante, tan ¡tatachán! como el original. ¿Por qué les cuento esto? Primero, porque siempre les estoy contando mi vida, como Carrère; y segundo, porque en este pequeño detalle se condensa casi todo lo que puedo decir sobre Borges. Esos versos originales con el pareado estaban inspirados en nuestro argentino universal (¿se dice así en periodistés?), pero colocados en un mal lugar. Borges a lo mejor hubiera terminado así un soneto, en la forma en que mayoritariamente los escribía, con el molde inglés, tres cuartetos de rimas distintas, y final en pareado. Sin embargo, jamás hubiera concluido con un pareado machacón, al borde de la lágrima, un poema lírico en verso blanco que venía discurriendo con naturalidad y sin aspavientos hasta ese momento. Porque la contención es más expresiva y emocionante que el desgarro.

Guitarras asesinas

El mejor ejemplo de esta oposición entre contención y desgarro está en el propio Borges. De toda su obra, creo que el caso más paradigmático de cuál es el mejor Borges y cuál el menos bueno está en su díptico titulado 1964, un conjunto de dos sonetos inspirados en la misma experiencia, un desengaño amoroso. (Al parecer, sufrió muchos, debido a cierto impedimento sexual –si hemos de creer a Estela Canto en su Borges a contraluz–, pero este detalle forma parte del papel couché de la literatura, y no tiene relación con nuestro tema).

En estos dos sonetos, I y II, se podría fundamentar todo un “Taller de Poesía” (hoy todo es “taller”, no sólo para los coches), financiado por un distrito de un ayuntamiento. En los dos se discurre con símbolos, como Borges hacía siempre: luna, jardines, espejo, cristal, rosa, flecha, mar… Palabras que se colocan como piedras para construir un muro y esconderse del vergonzoso bofetón que le acaba de dar la vida. Y nadie mejor como él para combinarlas, pues tiene el don de tratar con sutileza las connotaciones de cada alusión, de cada significante. Sin embargo, el primero de los sonetos es coplero o pregonero: “Ya no es mágico el mundo. Te han dejado”, comienza. Se imagina uno la cara de desolación al recitarlo en público. Y, como me hizo notar el poeta José Mateos en cierta ocasión, el último verso, “Un símbolo, una rosa, te desgarra. / Y te puede matar una guitarra”, es una caída, y se rompe precisamente por el “desgarra”, por ese quebrado y lacrimógeno patetismo. La comprensión, la comunión que el abandonado y dolorido poeta busca con el lector, se desactiva debido a esa intensidad de cansautor gemebundo. Como admirador, me permito interpretarlo así: Borges no se equivoca, sino que se permite el desahogo, como porteño amigo del tango-canción, a sabiendas de que, como poema, yerra el tiro. “Soy desagradablemente sentimental”, le confesaría a Soler Serrano en la famosa entrevista en el programa de TVE titulado A fondo, cuando este lo elogiaba (también bastante pregonero) y hablaba de la mente de Borges en términos como “espíritu” y “matemáticas”.

Después de sonarse los mocos

Ahora bien, una vez llorado, una vez sonados los mocos, más sereno (lo imagino tomando café, en esa grisura blanquecina de su ceguera, sintiendo pasar la tarde en el lento patio ajedrezado), se dispone ahora a componer de memoria el soneto bien hecho. Y le sale el II. Este otro es un prodigio de equilibrios, apretado de imágenes y tópicos y, por una suerte de mágica contención expresiva, el más potente y eficaz de ambos, y de los mejores de entre sus muchos sonetos. Comienza con peligro, con frase peripatética: “Ya no seré feliz”. Te dices, como lector, que aquello es más de lo mismo del primer soneto, un muchacho llorón exagerando su rupturita. Sabemos por experiencia que nadie se muere por nadie, y que todo se pasa. Pero a continuación, y sin salir del verso, añade: “Tal vez no importa”. Aquí la cabeza nos da la vuelta por completo y nos quedamos aguantando la respiración, expectantes ¿Cómo no va a importar la consciencia de que nunca más se será feliz? Y sigue: “Hay muchas otras cosas en el mundo”. Qué original giro, inesperado, puesto que aquel que está en pleno trance del desgarro, con la carne viva del abandono reciente, no diría semejante cosa. Es este un abandono más calmado; ceniciento, sí, pero sin el “desgarra” que rima con “guitarra”. Ahora empieza a enumerar, con esa mezcla de símbolos e imágenes, lo que hay en el mundo aparte de la felicidad. Se vuelve hacia su Whitman, con la apreciación de lo pequeño: “Un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar”. Aún así, su enumeración tiene trampa, pues va encaminada a “la muerte, ese otro mar, esa otra flecha / que nos libra del sol y de la luna / y del amor”. Lo que parecía conformidad y sabiduría serena, acaba resolviendo en una mirada deseosa hacia el abismo: la muerte nos librará del amor (y sus dolores). Pero lo dice un modo tan literario, tan sereno, que no parece temible. Amenaza con recaer en el patetismo en lo que queda del tercer cuarteto: “la dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada. / Lo que era todo tiene que ser nada”. (¿Recuerdan mi verso juvenil: “sin ti, sin mí mismo, sin nada”?) Pero a continuación se repone de ese amago de caída y culmina con una imagen, un gesto apenas, un movimiento del cuerpo que es alma y viceversa, que consiste en la atracción hacia determinados lugares concretos. ¿Quién no ha pasado con el coche, o andando, engañándose a sí mismo, por donde podría encontrarse a esa persona, “casualmente”? ¿O, al menos, para volver a los sitios donde fue feliz con ella, y hocicar en la autocompasión? ¿Quién no ha deambulado con estéril melancolía pringosa, pensando en alguien? “Sólo me queda el goce de estar triste”, dice el pobre Jorge Luis, con finísima psicología en una antítesis sencilla. Hay un regusto agridulce, que todavía se busca como eco, en lamerse la postilla de la ausencia. Y, por último, define qué se refiere con “estar triste”: “esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”. El espíritu aletea en la sintaxis, el ritmo y la medida son el alma, y ese último verso trimembre, que parece que fueran pasos lentos que le acercan, nos acercan a una esquina concreta; ahí, en ese cinematográfico zoom, está toda la magia de su poesía. El Sur es un barrio de Buenos Aires, pero también puede ser el universal Sur de todos los sueños, el de los mares del Sur, el de España, Andalucía cernudiana o lorquiana, la imagen del sol y la felicidad, Zihuatanejo, Macondo, Samoa, donde estaría aguardándonos la paz, “donde yo ya no pueda / tener memoria”, que escribió el también borgiano Felipe Benítez Reyes.

 

Entre dos aguas

 

Toda la poesía de Borges oscila entre estos dos polos, en una proporción de veinte a ochenta a favor de la contención: desgarro o contención expresiva, tango-canción o metro clásico y disfraz literario, pero dentro siempre está el niño solitario que mira pasar el tiempo en un patio, que imagina a su bisabuelo en la pampa, que añora haber sido un valeroso soldado, que desgrana la soledad numerosa de la biblioteca paterna, y la convierte en un código de minotauros, espadas islandesas o vidas de otros escritores.

 

Pasar vergüenza

Recientemente le han dado el Premio Princesa de Asturias a Emmanuel Carrère, porque seguramente los miembros del jurado leyeron mi artículo publicado aquí justo el día antes. Carrere, en su libro El Reino, nos transcribe anotaciones de cuando se convirtió temporalmente al catolicismo. Reconoce la vergüenza que siente al hacerlo, pero lo considera necesario para su libro. Voy a seguir su ejemplo, y a hacer lo mismo. Les voy a transcribir el de Borges, y a continuación uno de mi primer libro, Tierra firme, que quería ser contestación, y que se quedó en ingenuo y esforzado ejercicio (aparte de homenajear en su título al primer libro de Miguel d’Ors: Del amor, del olvido). Como contribución a estos juegos de espejos literarios, y al amor a los maestros, me inmolaré y pasaré vergüenza. Ténganme en cuenta el sacrificio, en honor a uno de los nuestros, de los más nuestros.

«1964

(II)

 

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.

Hay tantas otras cosas en el mundo;

un instante cualquiera es más profundo

y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una

oscura maravilla nos acecha,

la muerte, ese otro mar, esa otra flecha

que nos libra del sol y de la luna

y del amor. La dicha que me diste

y me quitaste debe ser borrada;

lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo que me queda el goce de estar triste,

esa vana costumbre que me inclina

al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.»

 

Y, ahora, mi torpe homenaje:

 

«Del amor, de la guerra

 

Sé que seré feliz. Y a quién le importa

el miedo, los escollos de este mundo,

si un instante contigo es más profundo

que todos los océanos. Es corta

la duda y es muy largo el olvido

para cada derrota. Las batallas

son seguras, pues allá donde vayas

contigo chocarás. Dios ha querido

que en esta vida amemos con empeño,

con paciencia y tesón, pues es oscuro

el bosque que amenaza al amor puro.

Que el amor que es más libre tiene dueño,

un amor decidido, amor que canta,

que a fuerza de minucias se levanta.»

 

(Por cierto, Borges escribió también cuentos. Al lado de su poesía, no tienen mucha importancia, pero se leen con gusto).

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