A Borges, cuando le preguntaban su opinión sobre Antonio Machado, le gustaba mucho hacer la gracieta esa de «no sabía que Manuel tuviera un hermano». Esto lo terminó moderando con el tiempo, y más tarde dijo que Antonio Machado era un gran poeta, y añadía: «Manuel también». La tontunada de Borges tiene su aquel precisamente porque va contracorriente: a saber, de la oficialidad que ha canonizado a Antonio Machado como un santo laico (idealizadores de la 2ª República española, progrerío iletrado en general), dejando a Manuel en una avergonzada esquina, etiquetado como autor del verso «la sonrisa de Franco resplandece». Hay en este maniqueísmo una gran injusticia (poética). Si desterrásemos a Machado (Manuel) por el sonetito a Franco, ¿qué haríamos con el Neruda que cantó, en una larga «oda elemental», al padrecito Stalin? Aquí no hemos venido a hablar de esas pamplinas, sino a leer con devoción. Y la pregunta de hoy es: al margen de los prejuicios ideológicos, ¿qué Machado somos?

Retratos y antirretratos

Nos gusta mucho establecer dicotomías, si no falsas, sí forzadas. Porque, cuando nos hacen elegir entre esto o aquello, entre una corbata y otra, entre vino y cerveza, entre rubia o morena (la cerveza, digo), entre Marvel o DC, entre Cristiano Ronaldo y Messi, entre Tintín y Astérix (ya hablaremos de eso otro día), entre minimalismo u horror vacui… en esas disyuntivas nos vemos instados a hacer un ejercicio de introspección, si nos lo tenemos que pensar; o nos retratamos de golpe, si contestamos rápido. Lo cierto es que esta alternativa, Manuel o Antonio, solo es posible planteársela si se ha leído bien a ambos, y sucede que muchos estudiantes desconocen al autor de El mal poema, cuando al menos les suena eso de «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla». Cuántos miles de alumnos de C.O.U. (lo de antes de la Universidad) repetían en Selectividad como papagayos, ante el poema del olmo seco, «aquí el poeta lo que expresa es que estaba triste por la muerte de su mujer». Antonio es mainstream, es oficial. Por lo tanto, inevitablemente, Manuel devendría en hipster. Alternativo. Para gente cool. De ahí la boutade de Borges.

Una vez establecido que conocemos la obra de ambos, ¿cuál nos retrata mejor? ¿Qué temperamento es más afín al nuestro? Desde lejos, son muy distintos. Demos entonces brochazos gordos: Manuel es juerguista, nocturno, bebedor, mujeriego. Antonio sosegado, soñador, solitario. Si fuéramos a la pincelada fina, biográfica, sabríamos que Antonio también era juerguista y bebedor, y que Manuel era bastante soñador y lírico. Los hermanos se parecían mucho, y ambos llevaban en la sangre el azahar y la dama de noche sevillana, así como una propensión etílica a trasnochar. Sin embargo, en sus versos, parecen alejarse por caminos distintos. En el famoso Retrato de Antonio, hay una pincelada fina, elegante –casi indolente– que hunde sus raíces en la melancolía y en la añorada infancia. En los de Manuel (escribió varios), hay un irónico –tirando a cínico–, ejercicio juguetón de denostación propia, tan moderno, tan actual que parece de Joaquín Sabina. Manuel es mucho más ágil que su hermano, en adjetivación, referencias culturales, rimas… A su lado, Antonio tiene una técnica que podría parecer torpona, simple, provinciana, y que a veces lo es. Antonio no quiere brillar, parece que solo deseara esconder su voz entre los álamos del río Duero. Manuel saca su artillería léxica –herencia modernista– y su vigor sintáctico, y despliega el poema con facilidad ante nuestros ojos y oídos. Arlequinadas de París, y media verónica en la Plaza de la Maestranza. Es el más posmoderno de los dos, precisamente por esa convivencia de estratos, populares y cultos, por esa miscelánea que forma como un caleidoscopio. Se autorretrata en esa variedad de formas e influencias. Antonio, mientras tanto, se aleja por un camino polvoriento, enlutado y meditabundo, mientras compone versos serenos y sin brillo. Pero, a la postre ¿Quién nos ha dado más? ¿Qué Machado somos?

Bicefalia lírica

La tentación evidente es responder que Antonio es superior. El poeta José Julio Cabanillas me dijo una vez que Manuel era mejor que su hermano «en el regate corto», pero que, a la larga, Antonio era mejor. Para los futboleros, esa imagen del regate es muy expresiva, supone una capacidad de caracoleo en el cuerpo a cuerpo, de finta y engaño, de ágil cambio de pie. Pero un jugador así no necesariamente gana un partido, o es el más eficaz a largo plazo. Sin embargo, creo que ambos Machado se complementan. Que, juntos, expresan de una manera más completa el alma humana. Nuestro afán de trascendencia, de silencio e intimidad en un paisaje, con la noche febril y el relámpago del ingenio. Todos somos algunas veces Antonio, alguna veces Manuel. Algunos días «Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera». Pero otras tardes «Un destello de sol y una risa oportuna / amo más que las languideces de la luna». A veces, nos levantamos y es la realidad –y nuestra alma– «obscuros encinares, ariscos pedregales, calvas sierras». Pero el día remonta y llega la «Maravillosa noche / estremecida / por el rumor del agua / y el fulgor de los astros / imán de la mirada / perdida en lo insondable».

No nos equivoquemos. Manuel es más extremo que su hermano siempre, en todas direcciones. Más amargo cuando amargo, más alegre cuando alegre, más frívolo cuando frívolo. Antonio es como un agua escondida, Manuel un torrente ruidoso. No por ello la tristeza poética de Antonio vale menos, pero tampoco más. Son dos temperamentos artísticos distintos, y ambos nos expresan, alimentan y confortan. Yo necesito a los dos, y pienso que la dicotomía es falsa y que tenemos que rechazarla al final. Mientras tanto, algo habremos aprendido de su poesía –y de nosotros mismos– intentando averiguar qué Machado somos. Yo diría que ambos hermanos, en lo esencial, son uno. De los nuestros, por supuesto.

Como adenda, recomiendo el disco de Joan Manuel Serrat Dedicado a Antonio Machado, poeta.  No lo hemos hecho al principio de este artículo porque entonces usted, con buen criterio, se habría puesto a escucharlo, y habría dejado de leer. Y uno tiene su corazoncito. El Machado que pinta Serrat –colorido, animoso, pujante– quizá no es fiel del todo al original, pero es una versión refrescante, muy de su época, con esos arreglos de cuerda y de metales, que Serrat grababa en Perpignan con el músico arreglista Ricard Miralles. «Golpe a golpe, verso a verso», que en Machado suena como duro y rechinante, Serrat lo convierte en un himno, tronante y decidido.