Cuando cumplí veinte años, mis tíos Tino y María José me regalaron una edición de Mondadori de Cien años de Soledad. El objeto ya me resultó simpático —como bien explica Jaime García-Máiquez, hay media lectura hecha con una buena cubierta—; tanto la ilustración de portada, como el color naranja de las tapas, la textura y color del papel, gramaje, tipografía, etc. La verdad es que todo estaba a favor para que lo disfrutase: el hecho de ser un regalo, que me cantaran “Tienes ya veinte años, cuerpo de ola…”, de Hilario Camacho, y que me entrase por los ojos la edición. Así que ahí me zambullí, en el oleaje de Aurelianos, Arcadios, Amarantas, Remedios, bananas, mosquiteras, siestas incestuosas y flores que llueven porque sí. No conocía yo el concepto “realismo mágico”, ni tenía ningúna idea preconcebida sobre el libro, salvo su enorme fama. Esta es la mejor manera de enfrentarse a la página escrita: sin ningún prejuicio.
No logro recordar si lo he releído alguna vez. Es de esos libros que te causan tanta impresión que tienes miedo de enturbiarlo con una relectura de mayor, más cínicos los ojos y menos sensible el corazón. Confieso que soy de los pedantes que, en reuniones sociales con vino y Trivial Pursuit, si sale el tema, recitan de memoria el arranque de la novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y, para más inri pedantesco, también el final: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. En realidad, amable lector, si usted quiere fardar de culto y de leído, con esto bastaría. Bueno, y con conocer la palabra Macondo, que Joaquín Sabina utiliza para la más hermosa mentira jamás cantada: “En Macondo comprendí / que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver”.
Está claro que García Márquez —antes muerto que llamarle “Gabo”, como los cursis— es, en el fondo, autor de un solo libro. Por supuesto que El coronel no tiene quien le escriba, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada, y los demás, son libros muy bien escritos, con virtudes literarias y encanto y macondismo del bueno. Pero no sería el gigante literario que es sin haber escrito Cien años de soledad. Hay obras tan grandes que hacen sombra sobre el propio autor, y el resto de sus obras.
Realismo mágico o magia realista
El boom sesentero de la literatura hispanoamericana —Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez…— dio espléndidos frutos literarios, de gran calidad y variedad. Suele destacarse el aspecto político, la crítica a los estamentos dirigentes, y también el llamado “realismo mágico”. Me parece que este concepto es a menudo mal entendido. Por ejemplo, me recomendaron La casa de los espíritus de Isabel Allende, diciéndome que era heredera de este realismo mágico. Y lo que me encontré fue una narración de corte realista, muy normalita, en medio de la cual, de repente, aparece un muerto aquí o allá en mitad de la cocina. Mire, no. Tomar una narración simple sobre una familia, y meterle de vez en cuando un hecho imposible o sobrenatural, no es realismo mágico. Hechos que también aparecen en Cien años de soledad, pero aquí suceden con total naturalidad, porque todo el texto está situado desde el principio en un plano como de extraña evanescencia, de poesía liviana, no exenta de ligero humor, de un aura que todo lo envuelve y lo lleva hacia delante, en la que lo natural y lo sobrenatural conviven sin sobresalto, con un tono tan sencillo que resulta sorprendente. La fundación mítica de la propia Macondo, con el concurso de un sueño revelador como si de la Biblia se tratara, es el arranque de una serie de elementos maravillosos que, sin embargo, están redactados como si no pudiera haber sido de otro modo, a la manera de los cuentos clásicos o las fábulas. La belleza supraterrenal de Remedios la Bella nos llega desde la página, hasta el punto de hacernos sentir elevación y ansiedad, sin que se explique, sino por obra y gracia de una prosa a la que no tengo más remedio que llamar poesía. Las idas y venidas de la muerte de Melquíades. Los pasionales incestos, que traen la desgracia. Todo es mágico. Es más, como dice el novelista y poeta Diego Vaya, en esta obra lo normal se toma como maravilloso y lo maravilloso se acepta como un hecho cotidiano. Por ejemplo, la fabricación de hielo frente a la alfombra voladora de Melquíades.
¿Literatura de la liberación?
Cierto es que hay política e historia en la novela. Porque también es un retrato de un rincón del mundo, de sus tiranos, de las empresas yanquis de bananas, de sus guerrillas caóticas y sanguinarias y sus revoluciones efímeras. Pero hay muchas otras obras que tratan la realidad social de Hispanoamérica, y no por eso comparten naturaleza con Cien años de soledad. Lo que hace especial a este libro no es lo que tiene en común con tantos otros, sino lo que lo diferencia, que es tan difícil de definir, pero que reconocemos al leerlo. El poeta José Julio Cabanillas me dio la clave un día: García Márquez en este libro se sitúa en el plano del mito. Su lenguaje no es el de lo simples humanos, que viven de suceso en suceso y de anécdota en anécdota, sino el de los dioses y los semidioses, cuyos hechos dan forma a un mundo. Y esto no lo hace la caracterización de los personajes o la descripción de los lugares ni la forma de hacer avanzar la historia. No, ese carácter mítico está en su lenguaje, como escrito en mitad del sol, en una luminosidad de poesía y conocimiento que otorga una mirada diferente a la realidad. La mirada de quien todo lo ve sobrenatural, especialmente los fenómenos naturales: amor, sexo, nacimiento, lluvia, cosechas, techo, hogar, muerte. La Literatura de Cien años de soledad, por mucho que se quiera, es ahistórica, que es lo peor que le podían decir a un marxista en su época (se lo dijeron a Neruda, y con razón). Pese a su aspecto revolucionario o de protesta, el libro se eleva a otra región más allá de los avatares del mundo y la política: el mundo áureo de la poesía, donde habitan Eros, Thor, Tumnus, Frodo.
El libro, además, es cerrado y circular en cada capítulo, y también como un todo, y tiene esa maravillosa cualidad de broche perfecto. La maldición que se cumple a través de los años, y que nos deja estupefactos y temblorosos en la última página. Este temblor es la cualidad que hace que García Márquez sea uno de los nuestros.