Ernst Jünger es un escritor que desborda los propósitos de un humilde perfil literario como éste. Es un pensador sutil, un sugestivo alegorista, un diarista minucioso, un militar que cree en las virtudes de la antigua caballería en un mundo que se torna titánico, cruel, implacable. Entomólogo exhaustivo, observador botánico, experimentador con las drogas, lector voraz en varios idiomas, Jünger es un fenómeno extraño en la Historia de la Literatura porque, pese a su prosa de carácter simbólico, que roza lo críptico y lo esotérico a menudo, se lee con un gusto y una fluidez inusitados. Su figura en el tiempo ya es de por sí fascinante, abrazando todo el siglo XX: fugado a África con la Legión Extranjera a los diecisiete años, alistado en el ejército prusiano con dieciocho, hasta las cejas de barro en las trincheras de la I Guerra Mundial, tras la que fue condecorado con la más alta distinción. En la ocupación de Francia durante la II Guerra, paseante por París, también conocedor del frente Oriental. Resistente a los cantos de sirena del partido Nazi, cuyo antisemitismo deploraba, rehúye los continuos intentos de captación de Goebbels, siempre al filo de la espada de Damocles que decapitó a tantos. Pierde un hijo en la guerra, enviuda, se casa en segundas nupcias, recorre mundo. Este señor se convierte al catolicismo con noventa y pocos años, y muere con casi ciento tres. Jünger es mucho Jünger.

 

Reloj de arena

En mi estantería, delante de la sección de Jünger, y en homenaje a él, hubo durante años un reloj de arena. En El libro del reloj de arena distingue el tiempo natural, fluido (arena, agua, aceite) con el mecánico, de ruedas dentadas. Alguno de mis encantadores hijos rompió el reloj, pero su imagen me recuerda

el «furor jüngeriano» que nos poseyó desde entonces al poeta Joaquín Moreno Pedrosa y a mí. Creo que fue él el primer converso, por recomendación del poeta Fernando Ortiz (el sevillano, no el cubano), quien, no obstante, nos advirtió de que Jünger le parecía a veces algo charlatán. Las ideas de Jünger –podríamos decir «las visiones»– se presentan siempre de un modo figurativo, concreto, y se desarrollan como alegorías. Así, en Heliópolis, novela de posguerra, dibuja una fantasía futurista, en la que lo llamativo –visto ahora– es la intervención de un aparato llamado «fonóforo», con el que los humanos podrían escuchar cosas lejanas, y además incorporaría información personal. Había profetizado el smartphone. La emboscadura habla del dolor, la guerra, la enfermedad. En Sobre los acantilados de mármol, Jünger roza el filo de la cuchilla, pues se entendió, y acaso era en parte, como una alegoría del ascenso de Hitler al poder. En esta obra expresa su visión amorosa de la Naturaleza, su idea de la aristocracia, y confronta al hombre productivo y contemplativo con el hombre de acción y barbarie. Lo que le salvó de los censores fue la admiración que Hitler sentía por Tempestades de acero. En eso coincido con Hitler.

En El Tirachinas, unos niños de un internado constituyen otra alegoría por contraposición: Clamor es abstraído, contemplativo; Teo, activo, listo, buscavidas. El trabajador es un ensayo denso, filosófico, el disfrute de cuyas virtudes me ha sido vedado. También escribió sus experiencias con el LSD –de cuyo pionero, Albert Hoffman, fue amigo y compañero de «viajes»– o, como él lo llamaba, experiencias de «psiconauta», en Visita a Godenholm.

La lista de novelas y ensayos sigue, pero he de serles honestos: si se perdieran todos estos libros de mi biblioteca, tampoco me importaría tanto. Me agradan, sí, y encuentro aquí y allá iluminaciones y aforismos felices (junto con pasajes crípticos u oscuros). Pero lo que realmente lamentaría perder, aparte de Tempestades de acero, son los tomos de sus diarios, titulados Radiaciones.

 

Paris mon amour

Al leer los diarios de Jünger de la II Guerra Mundial, especialmente los de la ocupación de París, constatamos cómo, de nuevo, nos han vendido un cliché con la celebrada «Resistencia francesa». Vemos cómo la más eficaz resistencia a la Gestapo fueron los propios altos mandos alemanes no afines al nazismo –caballeros militares de la vieja guardia, veteranos de la Gran Guerra– cuya sede estaba emplazada en el Hotel Jorge V. La silenciosa resistencia consistía en evitar que pequeños incidentes de rebeldes franceses (un atentado con bomba de fabricación casera, un tiroteo en un café) llegaran a conocimiento de Berlín y esto causara orden de escarmientos ejemplares de gran magnitud. En este alto mando, no obstante, había que andarse con cuidado  porque te podían mandar al frente oriental por un chiste sobre el Führer. Como en To be or not to be de Lubitsch. El propio Jünger marchó hacia las estepas inhóspitas donde se comía la carne de caballos muertos en los arcenes, y los pies se congelaban en las botas, por haber llegado a su conocimiento que estaba en el punto de mira del poder, debido a sus últimos libros. En concreto, a la mención al salmo 73 en uno de sus diarios: «los que se alejan de ti se pierden, tú destruyes a los que te son infieles».

Aparte de los avatares bélicos, y la relación tensa con el Tercer Reich, los diarios son una muestra de la caleidoscópica mente de Jünger, que lo mismo atiende a una edición de poemas de Verlaine encontrada en una librería de viejo en lo bajos del Sena, que al color de un mariposa, que a la hospitalidad de una dama francesa, que a la charla con un poeta o pintor célebre. Fue un descubrimiento para mí ver convertida en literatura, en obra reconocida, aquello que para un poeta joven –que aún vivía en la casa paterna– era habitual: la divagación perezosa, la conversación libresca, la vida errática entre libros, vinos y cafeterías. Y además, en una prosa sugerente (a veces, misteriosa) encontrar de nuevo confirmación para la única verdad de fe poética que me animaba entonces, y aún lo hace, gracias a Chesterton, a Whitman, a Dickens, a San Josemaría Escrivá y a mi propia experiencia: a saber, que en la vida cotidiana habitan maravillas ocultas, que lo común y ordinario puede ser un campo de batalla glorioso, el escenario de una epifanía, la tierra prometida de las revelaciones. El diarismo jüngeriano, mezcla de lecturas, observación de la Naturaleza, anécdotas de la guerra y conversaciones jugosas, transformó mi mirada. O, mejor dicho, la enfocó. Me hizo mirar mejor, y ordenar los acontecimientos del día como si tuvieran un sentido.

 

Pasados los setenta, y los ochenta, y los noventa…

Para la crisis de los cuarenta, no hay mejor antídoto que leer a un septuagenario Jünger viajando por el mundo y disfrutando de la observación de insectos, comentando sus lecturas, paseando con su segunda esposa por la isla de Lanzarote, por ejemplo. Pasados los setenta (título de otros tomos de sus diarios), aún vivió más de treinta años, así que deberíamos animarnos –nosotros, pobres runners sobrevenidos con dietas y ayunos y motos horteras– porque, con suerte, nos puede quedar más de la mitad de la vida. El antes citado Joaquín Moreno  me decía que encontraba consoladora una reflexión del Jünger mayor. Éste se consideraba afortunado: un buen segundo matrimonio, muchos libros publicados, amigos, viajes, reconocimiento… Y, sin embargo, todas las mañanas se despertaba afligido, pensando en su hijo y esposa fallecidos, y en las dos guerras que perdió. No son incompatibles la satisfacción vital con una tristeza crónica, de fondo, a determinadas horas. Dice Jünger también que nuestra época ha excluido en gran medida, mucho más que otras épocas, el dolor y la enfermedad, pero que el dolor es inevitable en la condición humana. Por tanto, se lleva a cabo un proceso de «financiación», por el cual lo que nos ahorramos por un lado lo pagamos por otro. En lugar de mortalidad infantil, lepra o peste, el hombre moderno padece el tedio de existir, la angustia cósmica, la depresión. En cierto sentido, sutil y subterráneo, estos argumentos confortan: porque la tristeza no es culpa nuestra del todo –digan lo que digan los vendehumos en las redes sociales–, es una condición humana con la que convivir, a la que extraer su significado más pleno, siempre que se pueda. Mientras tanto, podemos alegrarnos con amigos y música, con vino, con estupendos libros. Yo empezaría ahora mismo por Radiaciones, en la edición de Tusquets.