De Lewis podría estar hablando horas y horas. Si hubiera un podio en Uno de los nuestros, estaría en él, junto con Tolkien y Chesterton. No en vano una foto de cada uno los tres, compartiendo marco, preside mi hogar desde hace décadas. Podría empezar hablando del concepto “Joy”, ese gozo misterioso, ese deseo que otorga un poco de lo deseado, pero te deja temblando de anhelo, que describe Lewis en su autobiografía espiritual, Surprised by Joy. Es esta una experiencia, que muchos llamarían “gozo estético”, otros “paz interior”, otros “iluminación”, y que Lewis se conformó con llamarla “Joy” (gozo, alegría); una vivencia central para el pequeño Jack, –como se hacía llamar el joven Clive–, pequeña como el grano de mostaza, que luego crecería y echaría raíces y ramas, de las que pendería toda su vida, estudios, su búsqueda de belleza, la conversión al Cristianismo. Él narra un episodio en que juega con su hermano en el desván, y crean un pequeño mundo en una lata, con musgo y hierba y piedras, y le dan un nombre. Recuerda perfectamente esa experiencia de lo maravilloso, de un anhelo que este mundo no parece poder saciar, que tiene que ser de otro mundo. Los dos se miraron. Y comprendieron. Joy. Creo que lo entendí perfectamente cuando leí ese libro la primera vez, porque en mi cabeza algo así hubo mientras montaba un fuerte en casa, con sillas y sábanas, con un peluche de los Fraguel Rock, y muñecos de Masters del Universo.

 

Buenas explicaderas

 

A Lewis se puede llegar por su obra apologética, sus muchos ensayos o artículos sobre el Cristianismo. En su momento, me pareció un portento de penetración psicológica Las cartas del diablo a su sobrino, y me lo sigue pareciendo. Un tratado sobre la naturaleza humana, se crea o no en el diablo como agente espiritual activo, no exento de humor. Su ensayo Mero Cristianismo es un ejemplo de tratado teológico de gran profundidad y meridiana sencillez, que empieza por los cimientos más básicos, así como El problema del dolor. Joseph Ratzinger, ya Benedicto XVI, en su encíclica sobre La Caridad, se refiere a Lewis como “el gran teólogo seglar de nuestro tiempo”. La editorial Rialp ha ido publicando todos estos trabajos, con muy buenas traducciones en general; no deja de admirarme, por su ecumenismo, la gran difusión que una editorial católica ha hecho de un autor no católico, pues Lewis se convirtió al Cristianismo bajo la autoridad de la Iglesia de Inglaterra, aunque formal y teológicamente estuviera muy cercano al catolicismo. En todos estos ensayos se reconoce al pensador hecho a la controrversia, claro, nítido, pero también didáctico, acostumbrado a traducir conceptos de larga tradición al lenguaje moderno, con sencillísimas y eficaces comparaciones o metáforas. No en vano, dio charlas en la BBC (su voz de barítono parece que inspiró la de Barbol, el Ent, en la obra de Tolkien), y en directo para militares de la R.A.F., o todo tipo de públicos. Es el primer Lewis que yo conocí, y me ayudó mucho en cierto estancamiento intelectual en su momento. No hay ninguno de esos pequeños o largos ensayos que no contengan el músculo de una ágil inteligencia, al servicio del lector, de arrojar luz siempre y servir a las mentes del prójimo. Porque están escritos con la comprensión de quien ha sido ateo durante treinta años y, curiosamente, carecen de ese tono algo fanático de los recientes conversos. Es ameno porque es inteligente, y persuade porque no tiene ases en la manga, sino una fresca y nueva verdad, abrazada en la madurez intelectual. Su antecedente directo y mayor influencia, aparte de George McDonald, es el Chesterton de El hombre eterno, del que dice que “tenía más sentido común  que todos sus contemporáneos juntos”.

 

Platillos volantes y pintas de cerveza

 

Después hay un Lewis narrativo, ficcional, que lo mismo crea un mundo infantil con un león parlante, monos vestidos de caballeros y una bruja mala, como un platillo volante para visitar Marte o Venus. Lo que muchos lectores de este Lewis best-seller no conocen –llevado al cine en las distintas entregas de Las Crónicas de Narnia, además– es que también aquí está siendo apologético y proselitista: Aslan, el gran león parlante de Narnia es un trasunto de Cristo. Es sacrificado, y por su voluntario sacrificio salva Narnia. A su colega Tolkien este tipo de mecanismo alegórico no le gustaba mucho, como le hizo saber. El creador de la Tierra Media tenía otra idea sobre la creación artística (la “sub-creación”, como dijimos en su día), y cada uno hizo una carrera literaria muy diferente. Lewis fue un converso tardío, con treinta y un años (“el más reacio converso de toda Inglaterra”, según sus propias palabras), y Tolkien era un superviviente católico en un mundo anglicano anti-papista, Oxford, donde ambos eran compañeros. No obstante, fueron amigos toda la vida, y Lewis animó mucho a Tolkien en la larguísima escritura de El Señor de los Anillos, hasta que la marcha de aquel a Cambridge los separó físicamente. Su grupo de amigos, Los Inklings, que se reunían a beber cerveza, fumar en pipa, y leerse poemas y fragmentos de prosa, en una taberna llamada “The Eagle and Child” (a la que cariñosamente llamaban “The Bird and The Baby”), es quizá la más prolífica quedada semanal de colegas que se haya dado en la Historia de la Literatura. Lewis escribiría también un “ciclo interplanetario”, la “trilogía de Ransom”, con viajes a Venus, Marte y una batalla en la propia Tierra, que es toda una obra de teología-ficción: adanes y evas en otros planetas, seres racionales que no han pecado pero que son tentados, y el demonio queriendo hacerse con la tierra a través de pedagogos-científicos que hablan en politiqués. Pese a lo raro que suena todo esto, amigos, son unos libros apasionantes: Lejos del planeta silencioso, Perelandra y Esa horrible fortaleza.

Joy

 

Pero hoy quería fijarme especialmente en un aspecto de su vida y obra. Su matrimonio con Joy Gresham, proceso narrado en la película Tierras de penumbra, de Richard Attenborough, con Anthony Hopkins haciendo de Lewis, y Debra Winger como Joy. No me digan que no es admirable, por parte de la Providencia Divina, que el arco de su vida empiece y termine con “Joy”. Esta mujer norteamericana, diecisiete años menor que él, que irrumpe en la vida del casi sexagenario solterón, más inglés que el Big Ben, profesor de Literatura Medieval y Renacentista, viviendo en un mundo tranquilo de verdes praderas, bicicletas, árboles, pináculos góticos, y alumnos que lo respetaban y no se atrevían a llevarle la contraria. Joy llegó a su vida como una explosión de alegría, sí, pero también como un desafío, como alguien que no lo admiraba de forma acrítica sino que le plantaba cara y le discutía, y a quien no impresionaba su capa profesoral y sus socráticas maneras de discutir. Joy lo desarmó por completo. Sucedía que ella era comunista, divorciada, y recientemente conversa al cristianismo. Su ex-marido, alcohólico, infiel irredento. Tenía dos hijos (en la película lo convierten en uno). Lewis se casa con ella por los papeles de inmigración, medio en secreto, como un mero trámite. Joy enferma de cáncer, y entonces anuncian sobriamente en el periódico que se habían casado. El revuelo y la extrañeza que causa esto en el mundo endogámico y lleno de cotilleos de aquel Oxford está muy bien retratado en la película. Lo que la película no cuenta es que Lewis acude al Arzobispo de Oxford, con el fin de casarse por la Iglesia con Joy, ya que su primer marido estuvo casado antes, y además ninguno era cristiano cuando se casaron. Pero el Arzobispo niega el permiso, temeroso, parece, de que esto abriera la mano para muchas peticiones análogas. En la película aparecen casándose in extremis en la cama del hospital, con Joy ya muy malita. Y es que un antiguo estudiante de Lewis, que era sacerdote, cuando fue a imponerle las manos y darle su bendición, en el último momento decidió casarlos, desobedeciendo al obispo. Lo que hoy salta a mi atención es el hecho de que esta historia de amor, hermosa y trágica, tal y como la conocemos, no hubiera sido posible sin el divorcio previo de Joy. Un buen divorcio, tenemos que concluir. Como buen matrimonio fue el suyo con Lewis. Los caminos del Señor son misteriosos.

 

El resto es dolor. Joy fallece. Lewis queda destrozado. Blasfema. Se desespera. Hay un librito, publicado bajo el título Una pena en observación, cuya publicación nunca he sabido hasta qué punto es legítima, como pasa con tantos epistolarios póstumos; son los apuntes íntimos de un hombre devastado, al que las habituales frases consoladoras no consolaban de ningún modo, porque era demasiado inteligente. Y que sentía como una burla que tantos argumentos cristianos que él había defendido en público se le hundían ahora y no le servían de nada en el momento de la agonía y la separación. La escena del hijo de Joy mirando en el armario del desván, ansiando en vano que se abra el fondo y le lleve a Narnia, y la conversación de tú a tú con su padrastro, los dos llorando a moco tendido, es de las más devastadoras que he visto en mi vida. Lloro ahora sólo de recordarla. Pero, como dice Gándalf despidiéndose en los Puertos Grises: “No diré: no lloréis. Pues no todas las lágrimas son amargas”. Al final, hay cierto alivio, cierto atisbo de sentido: “El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces”. La película termina con un plano general que se abre sobre un campo, en el que corre un perro, un niño, corre la vida junto a un río.