Fidel Villegas, que fue mi profesor de Literatura en 2°de B.U.P., y es editor de la revista Númenor y de la colección de poesía del mismo nombre, sabe cómo enganchar a un adolescente a la lectura. O, al menos, lo sabía a comienzos de los años noventa del siglo pasado. Ahora es difícil que levanten los ojos de la pantallita y atiendan a una frase completa (ay, qué mayor me hace escribir eso). Por suerte para él, Fidel está ya jubilado. Aquel año, cuando empezó el curso distribuyó fotocopias entre los alumnos con relatos cortos. Muchos eran de una sola página. Eran cuentos de Quiroga, de Cortázar, de cualquiera que pudiera ser efectista en pocas líneas, y enganchar con tramas angustiosas o impresionar con finales de giro inesperado (hoy diríamos «plot twist»). Pasados los días, nos animó a escribir nuestros propios cuentos. En dos semanas consiguió que los alumnos tuvieran ganas de que llegara la clase de Literatura. Semanas más tarde, cuando, obligado por los contenidos oficiales, empezó con la Égloga I de Garcilaso –que yo gocé como un cochino en un charco– los entusiasmos fueron decayendo. De un cuento en que un parásito oculto en una almohada chupaba secretamente la sangre de una muchacha, pasamos a «Divina Elisa, pues agora el Cielo / con inmortales pies pisas y cubres, / y su mudanza ves, estando queda». A mí aquellos versos me sonaban a música celestial, pero es que yo era bicho raro y poeta, valga la redundancia. De aquel fogueo primero con los relatos contemporáneos me quedó lo esencial: una edición de bolsillo, comprada en una playa, de unos cuentos de Cortázar. Y la convicción de que la Literatura es algo actual, «en marcha», no un fósil que se expone en un museo, u ocupa las largas horas de los filólogos bajo las luces de alguna soñolienta biblioteca universitaria. Con La isla al mediodía y otros cuentos le cogí el gusto a la emoción condensada, a una poética que radicaba en no pretender ser poético, a la belleza de una narración sencilla y sugerente. Me enseñó sobre la poesía más que muchos versos. Brindemos, por tanto, por Fidel Villegas.

 

Juegos de artificio

 

A ver cómo lo digo: ni Rayuela, ni Rayuelo. Ni el Ulises, ni el Ulisos. Para mí, esos experimentos forman parte de la Historia de la Literatura, no de la Literatura. Son más interesantes para el estudioso que para el lector, puesto que el lector es un comensal, no un experto o un analista. Pueden acercar al lector novel a la Literatura, al disfrute de lo poético, al jugueteo de la forma, a la diversión. Sucede, a menudo, que durante nuestros años mozos preferimos a Cortázar sobre Borges, y que luego sucede al revés, en la madurez. Es como en la célebre frase: «quien a los veinte años no es comunista, no tiene corazón. Quien lo es a los cuarenta, no tiene cabeza». Así, quien, pasada la mediana edad, sigue manifestando interés por el Ulises o por Rayuela, una de dos: o es filólogo (o sea, que no lee, sino que estudia), o es un snob que se siente superior por decir que su peli favorita es Amanecer de Murnau, en vez de Karate Kid o Atrapado en el tiempo. A partir de cierta edad, uno se deja de tonterías, aparta la cáscara y se come el fruto. Se va al meollo, a lo importante. Los fuegos –juegos– de artificio, que nos deslumbraron en la tierna juventud, ya no calientan las manos. Por eso, nos volvemos a La autopista del Sur, a Casa tomada, a La isla a mediodía. Abrimos, y leemos, y quedamos deslumbrados de nuevo.

 

Autopista hacia el Cielo (literario)

 

En los cuentos de Cortázar relampaguea una feliz inteligencia estética, una concepción lírica de la realidad, juguetona, sí, efectista, también, pero en que se remansa la belleza del lenguaje con una expresión concisa, eficaz. Los cuentos de Cortázar tienen, además, un algo de moraleja soterrada, de simbólica representación de un aspecto u otro del alma humana. En La autopista del Sur –de la que encuentro un eco en el arranque de El mismo amor, la misma lluvia, de Julio José Campanella*– está, no diré expresada, sino dramatizada, la condición humana de soledad y distanciamiento con nuestros semejantes. Es como una metáfora de la sociedad, y del aislamiento del individuo, del anhelo de conexión y vínculo real, de calor humano, en una fría realidad que se muestra indiferente y sobre todo anárquica, sin explicación. Hay una punzada, un pellizco de congoja en el momento en que (atención SPOILER) los coches arrancan y empiezan a avanzar más rápido, y se pierde de vista a aquellos con los que, por unas horas, se había estrechado el trato, sintiéndolos ya como necesarios y nuestros. Es un final propio de un poema. Porque los cuentos de Cortázar son como poemas en su estructura.

 

Esto ya lo toqué mañana

En el cuento El perseguidor, Cortázar retrata a Charlie Parker, el mítico saxofonista de jazz, dándole como nombre Johnny Carter. En un momento en que el músico está grabando en el estudio, leemos esto:

 

“Ni Marcel ni Art se han dado cuenta ayer de que Johnny no estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación. Johnny necesitaba en ese instante tocar el suelo con su piel, atarse a la tierra, de la que su música era una confirmación y no una fuga”

 

En esas palabras se manifiesta una comprensión del personaje que es de una lucidez sin igual. Es fácil, y común, describir a alguien como Charlie Parker en términos de adicción, autodestrucción, destino trágico. Pero en esa frase última («atarse a la tierra, de la que su música era una confirmación y no una fuga”) se recoge una idea superior: el artista grande no está huyendo de la realidad, no está escapándose a otros mundos. Está sumándose a una belleza preexistente, que celebra, y a la que añade su pequeña o gran aportación. Carter dice en una ocasión: «Esto ya lo toqué mañana». Esa frase se cita mucho, pero quizá no sea más que otro rasgo de afición por lo surreal, sin mayor profundidad, para intensificar el desvarío del protagonista. Pero esos pies atándose a la tierra… Ahí hay poesía de la buena.

Forma y fondo y viceversa

 

Cortázar es capaz de hacer literatura de la pura nada, sin que se comunique dato alguno ni suceda nada en la página, en términos de hechos, de acción, de datos nuevos. Con resultados tontorrones (Historias de cronopios y de famas) o portentosos (Casa tomada). Cortázar sufre de «facilidad verbal»: saca conejos de chisteras invisibles, puede hacer prosa de una mera frase hecha, de un neologismo, y ser encantador. Esa es la palabra, que Borges le atribuía a Stevenson: encanto. En ello hay un doble filo, como en casi todo lo bueno: parece que todo vale, y sabemos que no es así. Una gracieta, por mucho que la haga Cortázar, sigue siendo una gracieta, y no es por ello una genialidad. A la vez, esa soltura y facilidad le confiere un vuelo, unas alas ágiles para giros felices y momentos muy logrados. Cortázar es de esos escritores en los que hay que pararse a distinguir la ganga de la mena, que tiene mucho poderío verbal hasta en lo más mínimo –le ocurre a Neruda– pero que no siempre está tocando nervio, cavando hondo. Sus cuentos, por tanto –y por concretar– son superiores a las prosas breves plagadas de neologismos, o a ese experimento llamado Rayuela. Y como traductor hay que agradecerle los cuentos de Poe, que muchos conocimos vertidos por su mano.

 

Es un autor perfecto para el joven, el adolescente que se inicia en una lectura adulta, porque transmite un fervor por el juego del lenguaje, por la riqueza caracoleante del idioma, que ya de por sí estimula y crea conversos. Conversos a la lectura compulsiva, que es de lo que va esta sección. Cortázar siempre será uno de los nuestros porque, más allá de sus coqueteos con lo surreal u otros vanguardismos, más allá de lo político, su literatura está cuajada de poesía, de fervor por la belleza y su rostro de mil caras.

 

 

*Ya que hemos conectado con Campanella, en la misma película la protagonista (interpretada por Soledad Villamil), le dice al protagonista, que es escritor, (interpretado por el enorme Ricardo Darín):

 

«Tenés algo de Cortázar, vos».

 

Y éste le contesta:

 

«Sí. Un póster».