Los mismos pedantes que mencionamos el otro día, hablando sobre Harry Potter, seguirán hoy con las naricillas arrugadas, porque vamos a hablar de la obra del Profesor Tolkien. Eso sí –y hay que estar entrenado para notarlo–, tal vez con un punto menos de olisqueo asqueado, un pliegue menos en su ceño reprobatorio. Puede que porque Tolkien era filólogo, y apabullan sus conocimientos lingüísticos; o porque era amigo de C.S.Lewis, a quien los pedantes perdonan Narnia por sus brillantes ensayos; o quizá por el tweed y la pipa y los campanarios de los colleges. (Iba a añadir “ oxonienses” para intentar acercar a los redichos, pero al enemigo ni agua, y mucho menos una pinta de cerveza). Hay un tipo de objeción que vemos también con el cine; “es que a mí la ciencia ficción ni fu ni fa” es la respuesta más tonta que he escuchado al preguntar por Blade Runner. Y hay quien no lee las Crónicas marcianas de Bradbury, ese libro poético de penetrante melancolía, porque no le gustan “las cosas de platillos volantes”. Ellos se lo pierden.

Con Tolkien sucede algo así: hay quien se leyó Las Crónicas de la Dragonlance de pequeño y asocia espadas, dragones, magos y enanos con el mismo batiburrillo multicolor de la feria medieval de su pueblo –diábolos, rastas y artesanía made in china–, y lo rechaza de plano. También sucede al revés, pues las citadas Crónicas solían ser un sucedáneo para hambrientos de más Tierra Media o algo que se le pareciera. Y no todo el monte es del Destino. El peligro con Tolkien es que los Ents no nos dejen ver el bosque, y pensemos que su obra se define por el ambiente más o menos medieval (como en Juego de Tronos, esa telenovela porno-gore). Y no, Tolkien es otra cosa. Este artículo –perdonen la inmodestia- se propone señalar esa otra cosa.

Monte del Destino y Monte Calvario

Como Tolkien vende como churros –su hijo Cristopher, que murió hace un año, dedicó su vida al análisis y edición de los muchísimos inéditos–, existen multitud de tesis, interpretaciones y “guías” de su obra. Incluso alguien hizo una lectura psicoanalítica, viendo un símbolo fálico en la espada de Frodo cuando penetra en la húmeda guarida de Ella-Laraña (pueden imaginar la correspondencia anatómica). Creo haber leído esto en J.R.R. Tolkien. Señor de la Tierra Media, libro en que Joseph Pearce recopiló varios estudios tolkienianos de diferentes autores. En este volumen, y en muchos otros, algunos apologetas cristianos fuerzan un tanto la mirada sobre algunos textos para ver en ellos alegorías del Evangelio. El propio Tolkien lo negó varias veces; de hecho, no le entusiasmaba la escritura de ficción alegórica que su amigo C.S.Lewis desarrolló en las Crónicas de Narnia, o la teología-ficción de Lejos del planeta silencioso y el resto de la “Trilogía de Ransom”. La visión de Tolkien –catoliquísima, es cierto, y a la vez extrañamente singular– sobre la relación entre el Creador, la Creación, y la “sub-creación”, merecería un artículo aparte. En España el que mejor ha estudiado esta materia es el profesor y traductor Eduardo Segura.

 

 

La bomba nuclear y Doctor Jekyll

Es habitual escuchar de El Señor de los Anillos que es una obra sobre el poder y cómo éste corrompe al que lo tiene y al que lo desea. Entre los años 50 y 60 fue común la opinión de que toda la trama era una alegoría sobre el peligro de “la Bomba”, por el miedo nuclear en la Guerra Fría. El Anillo ha de ser destruido, porque incluso las manos de los buenos se marchitarían al poner su mano en él, y obrarían el mal. También el cascarrabias profesor respondió negativamente a estas conjeturas. La dualidad Gollum-Smeagol, por otro lado, roza el mito universal como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Es la batalla por sobreponerse a las viejas servidumbres –el hombre viejo y el hombre nuevo de San Pablo–, y escuchar la voz prístina que sobrevive enterrada en nosotros, y que una bondad exterior puede hacer que aflore, como hace la piedad de Frodo con Gollum, alentado por Gandalf. El gran misterio, como en el caso de Judas, de que la consecución de un bien supremo haya necesitado el concurso de actos de maldad. Felix culpa, clama la Pascua de Resurrección ante esta paradoja. Lo ilustra, a su estilo, Álex de la Iglesia en la serie de HBO titulada 30 monedas. Pese a lo dicho, no se puede negar que las interpretaciones religiosas de ESDLA tienen mucho donde agarrarse.

 

 

Mirando hacia el Oeste

También encontramos en Tolkien una apreciación profunda de la amistad, de la lealtad hasta el extremo, del amor al terruño y las costumbres sencillas de los hobbits: comida, cerveza y pipa (leer ESDLA, como leer a Dickens, da siempre hambre); y una advertencia sobre la corrupción del poder; y un gran amor por los árboles y el huerto; y poesía y canciones a raudales (o a barriles)… En definitiva, que Tolkien era conservador. Todo esas cosas son verdad y, sin embargo, ninguna de ellas es el tema central.

El poeta José Julio Cabanillas me decía hace veinte años que en Tolkien había “tolerancia”, mucho antes de que se pusiera de moda la palabra, puesto que conviven, no sólo personas distintas, sino razas distintas de seres, tan diferentes. Así, la del enano Gimli y el elfo Legolas es una de las amistades más hermosas de la historia de la Literatura, siendo que sus respectivas razas se llevan a matar –literalmente–. Esta relación es uno de los aspectos en que la excelente película de Peter Jackson flaquea, al convertirla en gags de alivio cómico. (La película, por cierto, –pues es sólo una, de nueve horas de duración, como uno es el libro–, tiene algo incontestable y perfecto: la música de Howard Shore, que escucho mientras escribo estas palabras). Pues bien, entre estas razas, Tolkien pertenece a una, aunque siempre dijo que él era, salvo por tamaño, un hobbit en cuanto a costumbres y gustos. ¿Y cuál es la condición principal de la raza humana, más allá de la debilidad y corrupción, que se dibuja con rasgos delicados y continuos por debajo de toda la obra de Tolkien? Lo vemos en el poema con que se abre ESDLA (la negrita es nuestra):

 

Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo,

Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra,

Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir,

Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,

un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

 

En inglés suena aún más ominoso:

 

Nine for mortal men, doomed to die.

 

En un verso tan breve hay tres referencias a la muerte (cuatro, si contamos la palabra Men; “mortal men” sería pues un pleonasmo). La mortalidad, la condición perecedera del Hombre, ese es el tema que inspira ESDLA y en general la extensa mitología tolkieniana, impregnándolo todo: la creación del mundo, la forja de los Anillos de Poder, el alzamiento de Sauron como nuevo Señor Oscuro, la aparición de nuevo del Anillo Único, la salvación que viene de los pequeños y humildes, la nostalgia de Númenor y la marcha de los Elfos, inaccesibles desde la Tierra Media para los mortales. Aquí está la clave de por qué es tan penetrante, tan agridulce la despedida de la Comunidad del Anillo cuando se marchan de Lothlórien. O la historia de amor entre Aragorn y Arwen. Por qué ese amor que Sam siente por la Comarca tiene algo de elegía por un mundo que termina. Por qué lloramos al huir de Moria, desconsolados. Por qué se nos encoge el pecho en los Puertos Grises. Porque sabemos que nuestra vida entera es un ensayo para una despedida, que diría Francisco Brines, y amamos tan desesperadamente a los nuestros, y a la belleza que esplende, que no sabemos si maldecir o dar las gracias. Ahí toca Tolkien la médula, la veta profunda que une a tirios y troyanos, y para la cual no hay respuesta, aunque su Fe se la diera; aun así ¿se cura el dolor de ser hombre por ser creyente? En todo caso, se le ofrece un sentido, pero la llaga sigue abierta.

 

 

Este enfoque no es original nuestro, el propio autor lo plantea en alguna de sus Cartas. Este es el motivo por el que, para muchos de nosotros, leer El Señor de los Anillos fue una herida temprana, un dolor del que nunca nos recobramos, por culpa de esa dulzura de la belleza que expone a la vez nuestra contingencia, el anhelo por una plenitud inmarcesible, que habita en el Oeste de los mapas, más allá de donde estuvo Númenor, en las Tierras Imperecederas. Una vez me dijo alguien “desde que leí El Señor de los Anillos, sé que siempre estaré mirando al Oeste”. En la Tierra Media de nuestro corazón hay dolor y hay promesa a un tiempo. Como en el canto de los elfos de Lórien, al decirnos adiós.

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