Pocos poetas han merecido el destino más alto al que se pueda aspirar, a saber, que la gente común —la que te encuentras en el super o en la pelu— se sepa algunos versos suyos de memoria. Sucede con Bécquer: “¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul”, aunque normalmente se hace uno un lío y no se sabe ya de quién es la pupila (aparte de que las pupilas son todas negras). Sucede con algunos fragmentos del romancero: “¡Quién hubiese tal ventura / sobre las aguas del mar / como hubo el Conde Arnaldos / la mañana de San Juan!”. Sucede con lo más folclórico de Lorca: “que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela / pero tenía marío”. Jon Juaristi hizo su versión, que aún me eriza los pelos: “que yo me la llevé al río / un día de Aberri Eguna. / Pero tenía marío / y era de Herri Batasuna”. La poesía popular es como la copla, las canciones pop, o los chistes: se transmite por el oído, en tradición oral, como un villancico que atraviesa los años de diciembre en diciembre. Por eso, un poeta concreto, un autor culto cuyos versos llegan a ser parte del acerbo popular, podemos decir que ha triunfado como poeta. No hay más gloria que ese fundirse con la cultura de un pueblo de manera natural. Pablo Neruda es un ejemplo claro de esto.

Poemas adolescentes

Sin embargo, el poeta no elige de qué forma se va a grabar en las mentes. Neruda estaba más que harto de que siempre le pidieran recitar versos de su libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada; sobre todo el ”Poema 20” o la propia “Canción desesperada”. Fueron escritos en la tardía adolescencia, y son ejemplos de peripatetismo intenso que, lógicamente, nos toca de lleno en cierta época de la vida, cuando una novieta nos deja plantados. “De otro. Será de otro. Como antes de mis besos”. “La besé tantas veces bajo el cielo infinito”, y todos esos lamentos lacrimógenos, que resultan ridículos al cínico y resabiado adulto, pero que es un dolor en carne viva para el protagonista juvenil del desamor. Desde luego, el verso que se lleva la palma de la popularidad es el que abre el “Poema 20”: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, ¿quién no lo conoce? Recuerdo que a una chica que me dejó le hice pasar el trago de escucharme recitar esos versos, como despedida solemne. Dondequiera que estés: lo siento, Zelia, me pudo la emoción del momento.

Romper el molde

Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, a.k.a. Pablo Neruda, es un poeta inimitable. De los que rompen el molde. Así como Borges abre un camino, que otros pueden seguir —de clasicismo, culturalismo y contención—, si un joven poeta se pone a nerudear, se nota de inmediato, y no va a ninguna parte. Sucede lo mismo con Lorca. Abre mucho más camino Luis Cernuda a los poetas posteriores (generación de los 50, Gil de Biedma), que Federico con toda su pirotecnia verbal y su genialidad. Lorca y Neruda tienen en común el ser fenómenos de la naturaleza, que no parecen provenir de tradición alguna, sino que han nacido en medio de la nada, ya hechos y con su mundo propio y su manera de decir el universo. Salvando las distancias, claro. Lorca posee una cultura libresca mucho más amplia que Neruda, así como una  formación musical, que se hace presente en los distintos géneros que cultivó y en las variantes melodías de sus libros. Neruda, como reconoce en su embustera autobiografía Confieso que he vivido, tenía un oído enfrente del otro. Neruda aparece, en el mundo de los poetas, como ese niño brasileño que no ha ido a ninguna escuela deportiva, pobre como las ratas de las favelas y que, cuando se presenta ante los demás, los deja a todos boquiabiertos con la pelota. Ha aprendido a dar toques con una bola de trapo en un descampado y tiene un don natural, que lo hará millonario en una liga europea. Ese es Neruda en la poesía. Un tipo que sabe hacer —que le salen— combinaciones léxicas que nos asombran. Acerca las palabras unas a otras, en elecciones sorprendentes que nos iluminan, que nos abren mundos, en una suerte de magnetismo agraciado, no aprendido. O al menos, da siempre esa impresión prístina, de algo innato y sin esfuerzo, como la respiración. Y eso es un gran don en poesía, y en el Arte en general.

Extrañas nupcias

El nerudeo tiene mucho de nupcias extrañas en el verso, de insólitas amistades de palabras, entre unas concretas y otras abstractas, en inesperadas conjunciones. Un verso al azar que podría ser paradigmático: “conductor del azúcar y el castigo”. O estos otros: “Y aunque cierre los ojos y me cubra el corazón enteramente, / veo caer un agua sorda, / a goterones sordos. / Es como un huracán de gelatina, / como una catarata de espermas y medusas. / Veo correr un arco iris turbio. / Veo pasar sus aguas a través de los huesos.” (“Agua sexual”). Hay un momento en que pareciera que Neruda se da cuenta de su poder de nerudear. Todo lo que toca se convierte en Neruda. Tiene facilidad, y la ejerce, para unos libros y otros, a petición, en ocasiones políticas, en diversos amoríos y desamoríos… Como resultado, su obra es (por muy tópico que sea decirlo) irregular. Tiene muchos libros en que notamos que está tirando de su capacidad, de su singular e inimitable nerudeo, pero no está dando el do de pecho. Aún así, ya querríamos muchos escribir como el peor Neruda. A nuestro juicio, el cúlmen de su obra, lo más concentrado –como un zumo– está en Residencia en la tierra, pese a la pose vagamente surrealista, propio de las modas de la época. En los Cien sonetos de amor, escritos sin rima, todos a su amor ya de madurez, Matilde Urrutia. Y en las Odas elementales, donde juega al verso corto y ágil (deconstruyendo endecasílabos en partículas más breves, y combinando) y donde, al igual que en los sonetos, esplende en una luminosidad de madurez feliz, sin referentes políticos ni desviaciones de lo esencial (a excepción de la oda a Stalin).

El Whitman en español

Neruda es el Walt Whitman en español, por su poderío verbal, de exuberantes resultados. En lo biográfico no pueden ser más distintos: un oscuro periodista neoyorquino, que se autoedita sus versos, al lado del Cónsul General de Chile, que recorrió el mundo entero gracias a su militancia comunista, que recibió el Nobel (recientemente han aparecido los documentos que prueban el arreglo que se hizo por parte del bloque soviético para que se lo concedieran), y muchos más premios, que vivió a cuerpo de rey, y que acabó sus días tristemente tras el golpe de estado de Pinochet. Hemos pasado por alto —porque aquí hablamos de Literatura, no de prensa rosa— el oscuro asunto de su hija Malva Marina, hidrocefálica, abandonada junto a su madre, sus continuos amoríos, y en general esas calaveradas que él mismo cuenta (la mitad de la mitad de la mitad) en sus autobiografías. Nada de eso importa al lector de poesía. Neruda es el Whitman en español por el torrente expresivo, la naturalidad con la que presenta un mundo entero, habitable y multicolor, sin que parezca que esa fuente de creatividad pueda tener fin. Y porque ha cantado al continente americano, así como Whitman cantó a los E.E.U.U., con una bandera de optimismo y fraternidad universal. Recomiendo, a este respecto, el poema inaugural de las Odas elementales, titulado “El hombre invisible”, en que usa la ironía y la autocrítica sobre su poesía juvenil, y en general la poesía ensimismada y solipsista de cualquier autor, y abre los brazos a la realidad concreta. Es el pórtico a las Odas elementales, y también a la mejor poesía de Neruda. Que sigue llenándonos de luz y emoción, desde aquella Isla Negra suya, donde lo imaginamos entre mascarones de proa, pipas de fumar, y libros, mirando desde el acantilado: “Y cuando yo también vaya durmiéndome / en tu amor, desnudo, / deja mi mano entre tus pechos para que palpite / al mismo tiempo que tus pezones mojados en la lluvia”.

 

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