La gran popularidad de las novelas de Jane Austen, y de las películas basadas en ellas, con célebres actores en lo mejor de sus carreras, ha hecho que su obra alcance a lectores que nunca se hubieron planteado siquiera abrir uno de sus libros. Se ha convertido en un lugar común, incluso, aquello que los reseñistas llaman ahora “obligatorio” o “necesario”. Leer a Jane Austen, sin embargo, es una actividad en la que una persona del Siglo XXI corre el peligro de caer en uno de dos errores opuestos o cruzados. Su potencia narrativa, con diálogos vivos e inteligentes, llenos de ironía y sobreentendidos, sus coloridos interiores, que ya no podemos evitar ver de forma cinematográfica, toda esa riqueza creativa podría caer en la profunda sima de la peor incomprensión: la de aquellos que creen “estar en el secreto”. Y hay dos tipos de avispados lectores de Austen, ambos erróneos, como explicaremos a continuación.

 

Pequeño gran mundo

 

Hay un tipo de lector que ve los árboles pero no el bosque. Los árboles: un juego de encajes y un servicio de té, una espineta tocada con delicadeza por la menor de unas hermanas casaderas, una conversación sobre partos, pedidas de mano y rentas anuales. A este lector le parece un pequeño mundo de juguete, un anticipo de la Casa de muñecas de Ibsen. Estos lectores sufren de un mal conocido como “Complejo de Superioridad Cronológico”, que consiste en pensar que uno, simplemente por haberle tocado vivir en la época en que vive, ya es superior a otro ser humano de una época anterior. Por mero paso del tiempo. La idea de progreso indefinido imparable les lleva a mirar con displicencia, o incluso horror, la expresión de los pensamientos, actitudes o sentimientos de personas de otra época. No entienden por qué la palabra dada era sagrada, por qué una persona podía renunciar a sus deseos personales por sentido del deber hacia sus padres. Por qué transitaban por todo un entramado de convenciones sociales para acceder al matrimonio. Pero entonces no es que no les guste Austen, sino los valores de una época. Y aquí topamos con un nervio interpretativo de la literatura narrativa. Austen es una minuciosa retratista de su época, no sólo en la viveza de sus descripciones –lámparas, vestidos, establos y campos–, sino en los intercambios verbales, en esos zigzagueos de la conversación social a la luz de unas velas, en que describe cada carácter, cada actitud, no en tercera persona, sino por el método rápido y eficaz de dejarlos hablar entre sí, entre baile y baile. Igual que Tolstoi, pero sin histeria. ¿Es machista el mundo en que viven y padecen las hermanas Bennet? Ciertamente. Todo el sistema de herencia masculino las dejaba en la calle si no se casaban. Por otro lado, lo jugoso, lo realmente interesante de ese mundo, discurre por raíles dispuestos por mujeres: la dote, el ajuar, el nacimiento, la crianza, la vida social, el trato con los vecinos, el orden y tono de una casa, la decoración, la alegría (o tristeza) de un hogar, la formación artística, los bailes, la cocina, las amistades… La vida privada, en definitiva, que, como siempre defendió Chesterton, es la más importante de todas. Todo aquello de lo que los varones estaban ausentes, o en lo que no pintaban mucho, mientras atendían sus tierras, fumaban sus cigarros puros, o iban de caza. Ese mundo asimétrico, desigual, es un mundo desaparecido, sí, pero no lo desdeñemos sin antes entenderlo. Hay mucho sentido y sensibilidad en él, y pecaríamos de orgullo y prejuicio si lo despreciáramos sin más. Austen lo describe con precisión, sin que por ello la voz narradora lo reivindique por entero. Porque en esa realista descripción hay gotas (a veces, mucho más que gotas) de refrescante ironía. En esa mirada hay leves sonrisas que aguan lo solemne, una comisura levemente levantada, o una ceja arqueada, en el matiz del tono de sus escenas y diálogos. Entonces… ¿Lo que hace Austen es una crítica a su sociedad, a sus leyes, a una época? Sí y no.

Sí y no

 

Hay otro tipo de lector de Austen (muy a menudo, lectora), que adora sus novelas, que se las sabe de memoria, y que considera que son una “reivindicación”, una “protesta”, un paso en el “avance social”. Palabras mágicas, como sabemos todos. Como si Austen se hubiera propuesto hacer, con maneras suaves y sutiles pero consciente, una ácida crítica a la sociedad de la que formaba parte. Una gota de verdad hay en ello, como decíamos antes. Pero tampoco es cierto del todo. En el modo en que dibuja a sus personajes, siendo implacable con algunos de sus defectos y actitudes, pareciera que esté ofreciendo una tesis, una voz interpretativa. Pero conforme se avanza en la lectura (sobre todo en las más enjundiosas y maduras de sus novelas, como Sentido y sensibilidad, u Orgullo y prejuicio; no tanto en Emma), vemos que hay muchos aspectos poliédricos, que no todo es lo que parece, que el duro de corazón tiene sus motivos y no lo era tanto, que la soñadora e idealista estaba siendo injusta… Y termina desactivando la tendencia que todos, en mayor o menor medida, tenemos al “maniqueísmo lector”: ir con un personaje o con otro, como cuando se ve un partido de fútbol en la tele. Un ejemplo notorio, por extremo, es la Sra. Bennet: gritona, ordinaria, insoportable. Cuando se lee Orgullo y prejuicio de joven, nos cae fatal. Y si la vemos en el cine, peor aún (máxime cuando el sufrido Sr. Bennet es el enorme Donald Sutherland). Pero veinte años después, uno llega a entender a la pobre señora: tiene que lidiar con cuatro crías, dos de ellas bastante tontitas, una pavisosa, y una echada a perder, con el objetivo perentorio de hacerlas casar para evitar su miseria, y un marido que parece no tener sangre en las venas. Ese tan celebrado ponerse en el lugar del otro nos suele fallar aquí, pero esa, y no otra, es la perspectiva de la Sra. Bennet. Me sucedió lo mismo con Carmen, la viuda en Cinco horas con Mario, de Delibes. En la primera lectura, juvenil, la viuda te produce irritación todo el tiempo, y sientes compasión por el pobre Mario. Veinte o treinta años después, empiezas a compadecer a la pobre Carmenchu, y a no verlo todo en blanco y negro. Parece que la joven Jane Austen hubiese creado el personaje de la Sra. Bennet sintiendo la misma irritación inicial que todos nosotros, pero que, a la vez, la hubiese dotado de esa capacidad madurativa en las lecturas posteriores. Y así con todos sus personajes.

El lector reivindicativo, que arrima el ascua de Austen a su doctrina, está tan equivocado como el que la rechaza con altanería. Porque hay en Austen una mirada de amor a sus coetáneos, a ese mundo al que a la vez, con delicadeza, impugna. Es una mirada de ponderación, apreciativa y crítica, que va de lo amoroso a lo irónico, y vuelta a empezar. Para muchos lectores, Jane Austen es como la Mona Lisa: no saben bien si está seria o a punto de reírse. Yo creo que las dos cosas a la vez, en un perfecto equilibrio que desconcierta a unos y a otros, pero que encanta a (casi) todos. Es, desde luego, una de los nuestros.