Silencios clamorosos de la América profunda

 

Un cuento de Raymond Carver es como un cuadro de Hopper. No lo es por el uso minimalista de elementos, ya que los cuadros de Hopper están lleno de color y de la imponente presencia silenciosa de la luz, y contienen faros, casas, trenes, algunas personas. Se parecen en que nos presentan breves escenas –interiores o exteriores– con figuras, y en ellas se retrata la asfixiante, la última soledad de los hombres, con sencillez y sin patetismo. Borges lo dijo así, hablando de Bradbury en un prólogo a sus Crónicas Marcianas, dirigiéndose a los escépticos del género “espacial”: en estas crónicas, Bradbury vierte “sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad”. También podría decirse que un cuento de Carver es como uno de Bradbury pero que sus marcianos se llaman Joe, Pete o Mary Ann y viven en una granja de Kentucky, o en un piso con goteras de una ciudad pequeña del Medio Oeste. Los mudos personajes de Hopper, que miran pasar la tarde; los de Bradbury, que buscan algo que no saben qué es en las arenas azules de Marte; los de Carver, que viven sus vidas como si ya no hubiera ningún propósito.

 

Todos ellos parecen hacernos una pregunta, a nosotros sus futuros lectores y espectadores: “¿Qué? ¿Cuál es la respuesta a todo esto?” “¿Por qué no me siento en paz? ¿Qué me quiere decir toda esta soledad, este tiempo lentísimo?” Y nosotros, que no tenemos la respuesta tampoco, nos sentimos hermanados con esta humanidad precedente, ante la belleza de esas marinas, ante la extrañeza de esa última noche en la tierra, ante la soledad minuciosa de una pareja en una estrecha casa de alquiler. Hablan de nosotros. Somos nosotros.

 

Juguemos al Quién es quién con Wikipedia

 

“A través de imágenes urbanas o rurales, inmersas en el silencio, en un espacio real y metafísico a la vez, (…) consigue proyectar en el espectador un sentimiento de alejamiento del tema y del ambiente en el que está fuertemente inmerso, (…) por un sofisticado juego de luces, frías, cortantes e intencionadamente «artificiales», y por una extraordinaria síntesis de los detalles. La escena aparece casi siempre desierta; (…) casi nunca encontramos más de una figura humana, y cuando hay más de uno lo que destaca es la alienación de los temas y la imposibilidad de comunicación resultante, que agudiza la soledad”.

 

¿De quién se está hablando en este texto (excelente, por cierto) de la Wikipedia?¿De Raymond Carver? ¡No! De Hopper. Espero que no haya hecho usted trampa, amigo lector, adelantándose con el rabillo del ojo, y discúlpeme el wikipediazo, pero es llamativa esta aplicabilidad, este encaje perfecto de una comentario de un autor a otro. Sin embargo, en Carver hay palabras, y las palabras pueden transmitir la realidad de un modo diferente a la pincelada o el dibujo. ¿Qué es más característico en la obra de Raymond Carver , desde el punto de vista del lenguaje, además de lo que tiene en común con Hopper y Bradbury? Intentaré explicarlo con uno de sus cuentos más conocidos: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

 

 

El banquete de Platón con diez gin-tonics

 

Se suele decir que un autor es clásico cuando trasciende a su época, y sigue siendo actual años después, siglos incluso, y puede hablarle al corazón del hombre de cualquier momento histórico. También es cierto que estos clásicos son quienes mejor retratan su propia época, como profetas tocados por el dedo de la divinidad. Denuncian su época, expresan su tiempo, y a su vez son inmortales. En el relato que da nombre al volumen, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, un grupo de amigos están sentados a una mesa de cocina tomando gin-tonics y charlando. Sale el tema del amor y, copa tras copa, mientras la luz de la tarde avanza por los azulejos, hablan de sus vidas, dan opiniones sobre el asunto, tópicos, cuentan sus experiencias… Es El Banquete de un Platón post-moderno: no hay arquetipos, imágenes que establezcan teorías acerca del amor, tan sólo el desconcierto borroso de nuestro Occidente ahíto, perdido y sin esperanzas. Se puede sentir, casi oler, el sopor y la lengua de trapo y el discurso errático, y el arrastrar de ideas y la irritación de cuando se va cargado de copas. Se puede apreciar, sin embargo, el valor de sus vidas, mínimas, ridículas, pero dignas de amor y compasión.

 

Se produce una epifanía poética, en algún momento del relato. Hay otra luz en esa decaer de la luz en los azulejos, que es un don, un relámpago que aparece y luego volvemos a la oscuridad espesa que nos envuelve en este siglo. Decíamos ayer que Murakami (puedes leer aquí el artículo dedicado a Murakami) querría ser Paul Auster (y aquí el artículo dedicado a Paul Auster), sí, y también Raymond Carver, a quien rinde homenaje en un librito sobre el deporte de correr, titulado De qué hablo cuando hablo de correr. En él no hay gin-tonics ni amor, pero hizo que me comprara unas carísimas Nike, que usé durante dos interminables días.

 

 

Gracias, Gordon Lish

 

Cuál fue mi sorpresa cuando, años después de verme deslumbrado por la prosa de Carver, y de venerar “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?”, me entero de que no es un texto completamente suyo. Su editor, Gordon Lish, se ha sabido después que retocó los textos, hasta el punto de reescribir casi todos los finales de los cuentos, y de podar tanto el original que terminaba quedándose en la mitad de extensión. Este hecho abre un melón jugosísimo: ¿es lícita esta poda por una mano ajena? ¿No es lo mismo que si se escribiera a dos manos? Todo el que escribe sabe que suprimir es tan importante, si no más, que escribir. El poeta José Julio Cabanillas me dijo hace veintitantos años que “si arrancas la rama (un verso), y el árbol no sangra, la rama estaba muerta”. Gracias a él, muchos aprendimos a arrancar ramas sin piedad y echarlas al fuego. Incluso árboles (poemas) enteros. Muchos poetas mayorcitos se nota que no tienen ya nadie que les diga “Miguel, ese poema es una tontería” o “Eloy, quédate con la mitad, que está muy bien, y te repites menos”.

 

Gracias a Gordon Lish, la prosa de Carver tiene esa cualidad, lo “carveriano”, que todos identifican con concisión, minimalismo y potencia expresiva. Lo dice Tom O’Brien: “Utiliza el inglés como una cuchilla: talla piezas de prosa austeras y exentas de adornos, y para ello despoja a ésta de todo salvo del meollo mismo de la emoción humana”. Sucede que esta cita de O’Brien encabeza el texto de la contracubierta de un libro titulado Principiantes, que es la versión sin cortar de ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? O sea, el original tal y como Raymond Carver se lo presentó a Lish. Cuando me lancé a este tomo, con avidez de fan, mi entusiasmo se fue desinflando página a página: faltaba la tensión, la expresividad acerada y rápida, lo misterioso, lo abierto. Faltaba, en suma, la mano de Lish creando eso que ahora llamamos “carveriano”. Esto toca la médula de algo muy importante para nuestra época, que es el concepto de autor. Pero a nosotros ¿qué nos importa? El cuento que nos ha quedado es maravilloso, ¿qué más da quién sea el responsable? No nos lo preguntamos con las catedrales, ni con una nube; pero es que tampoco nos lo preguntamos con el cine. Hablamos del estilo inconfundible de tal o cual director, y sin embargo el cine es el arte en cuya elaboración intervienen más manos diferentes. De las cinco versiones que tengo de Blade Runner, reunidas en una hermosa caja de latón, la que más me gusta es la que se estrenó en primer lugar, la primera que vi en VHS, con el final abierto y luminoso impuesto por el estudio, y no el oscuro y asfixiante pensado por Ridley Scott. La belleza se abre camino. Honor y gloria a los peces gordos que se impusieron a Scott. Y honor y gloria al tándem Carver-Lish.