De los Panero, Juan Luis, el primogénito, es el segundo para mí, después del padre. De su poesía, a la vez seca y verbosa, hay mucho que decir. Tengo para mí que fue la influencia esencial del giro metafísico de la poesía de Carlos Marzal y Felipe Benítez Reyes, cuando ya más experimentados, dejaron la poesía de la experiencia. Juan Luis Panero es un poeta auténtico e inolvidable que no se lee impunemente.

 

También, como demuestra en Los mitos y las máscaras, es un prosista de muchos quilates. Aquí, con el antifaz de crítico literario o cultural, se marca unas memorias fragmentarias como la copa (ejem) de un pino. El «ejem» se debe a que, igual que en su poesía, el hilo conductor de muchos recuerdos son los latigazos de vodka y demás lingotazos que se mete entre libro y libro y pecho y espalda. Habla de literatura, pero también de cine, de toreo, de belleza, de fracasos. Habla de su vida.

 

Hace años mi hermano Jaime me comentó de este libro que transmite la viva sensación de estar hablando con un señor con una resaca de aúpa. Es verdad. A lo que yo añadiría que el efecto es extraordinario. Probablemente habría estado insoportable la noche antes, pero ahora, con el leve dolor de cabeza, ha adquirido una compostura, una levedad, una desengañada lucidez borrosa por los bordes, una distancia tras el excesivo roce que se agradecen. También es cierto que la noche anterior el lector de Los mitos y las máscaras no nos habría hecho ni caso.

 

En este libro, conserva los mitos. Los retrata con sus frases, como un barbero del rey de Suecia de las anécdotas. «La verdadera pasión del siglo XX es la servidumbre», escribió Albert Camus. Y Cyrill Connolly: «De todos los enemigos de la literatura, el éxito es el más insidioso»; a lo que añadió enseguida: «El fracaso es tan venenoso como el éxito». Así, sin parar.

 

Luego, los mitos se funden con su vida y todas se entrecruzan ofreciéndonos, prácticamente,  micronovelas: «A la bella Victoria [Ocampo] la vi por primera vez, hace muchos años, en la fotografía de una revista, en casa de mi padre. También, en aquella revista, comentaban algo de su vida y allí empezó mi interés por la mujer y el personaje. Luego me iría enterando de la larga y variada lista de sus enamorados: Tagore, el poeta de la India, el ensayista y aristócrata alemán Keyserling, Ortega y Gasset, los escritores franceses Pierre Drieu La Rochelle y Roger Callois, etcétera. Aunque para ella su gran amor fue el más desconocido Julián Martínez, un primo de su marido y lo único en limpio que sacó de su desastroso matrimonio. Siempre me había intrigado esta mujer: guapa, rica, elegante, culta y, además, de una singular inteligencia. […] También las deficiencias, la falta de garra literaria, de estilo personal que tenía la Ocampo frente al papel en blanco. No, simplemente como escritora no hubiera dejado una huella demasiado profunda. Pero no se le puede pedir tanto a un mito. […] Victoria Ocampo pertenecía a ese género en extinción, de personajes excepcionales sin los cuales el mundo sería —ya lo es— mucho más aburrido».

 

Si con los mitos, pues, cumple de sobra, no podemos decir lo mismo con las máscaras. En realidad, sólo hay una, la suya, y se la arranca, dejándonos ver su rostro, algo ajado, pero con una sonrisa imborrable de ironía e inteligencia:

 

A diferencia de mis poemas, todos estos textos fueron escritos por encargo o para ganar dinero —que viene a ser lo mismo—.

 

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Un escritor no tiene por qué vivir en una torre de marfil, pero tampoco en una pocilga. [Y si nos dan a elegir…]

 

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Tenía ocho o nueve años y estaba leyendo —en la casa de Astorga— un ejemplar encuadernado de la revista Mundo Gráfico, cuando vi por primera vez una fotografía de la gran duquesa Tatiana Románova. Me enamoré rápidamente de ella y recorté la foto —que todavía conservo. [No hace falta decir que el latigazo de poesía de esta cita está en que aún la conserve, ¿verdad?]

 

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Los fantasmas son tenaces y, a diferencia de los humanos, tienen la costumbre de perdurar.

 

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Saber afrontar con dignidad y entereza la derrota anunciada: la única imagen memorable que un ser humano puede dejar detrás.

 

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La resistencia de la poesía a desaparecer, pese a los continuos avisos de próxima muerte que se repiten desde hace dos mil años.

 

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A esa España intensa y dramática, pero también inteligente y contenida, he asociado y sigue asociando el toreo de Antonio Bienvenida. [la rima interna de esta frase, contra toda la preceptiva, le viene de lujo.]

 

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Rememoro una noche que fue una madrugada y que llegó al mediodía, entre humo de cigarrillos y repetidos latigazos de vodka…

 

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[Lowry, que en México era conocido como «el borracho inglés»] Que —pensando en la afición por los vapores del alcohol que tienen los habitantes del Reino Unido— un británico sea considerado por antonomasia «el borracho inglés» no deja de tener un mérito innegable.

 

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[Panero traduce el poema de Lowry con una admiración más que literaria, vital, y bastante mimética:]

DESPUéS DE LA PUBLICACIóN DE BAJO EL VOLCáN

Qué horrible es el éxito,
peor que ver tu casa en llamas
y las vigas cayendo, una tras otra,
mientras asistes, sin testigos, a tu condena.
La fama, como una borrachera, consume lo mejor de ti mismo
y, sórdida, te muestra que sólo trabajaste para ella.
Ojalá que nunca me hubiera besado esa puta,
y haber seguido siempre en las sombras de la destrucción y el fracaso.

 

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[Empieza a leer a Pessoa y ocurre algo que alguna vez nos ha pasado a todos los lectores con un libro u otro, éste mismo por ejemplo:] A las pocas páginas me di cuenta de que la cosa iba en serio.

 

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Curiosa gente, los franceses. A principios de los años sesenta, era casi imposible encontrar en París un libro de Drieu y un día que me atreví a preguntar al dependiente de una librería, me lanzó una mirada asesina. Entonces, Drieu no era más que un cerdo colaboracionista. Sin embargo, pocos años después, Mallé dirigió una película sobre su novela El fuego fatuo —con el guapo Maurice Ronet como protagonista— y rápidamente, Drieu se convirtió en un héroe romántico. El cerdo era un príncipe, un elegante seductor, equivocado políticamente, que pagó su error con el suicidio. Se volvieron a editar la mayoría de sus libros […] Ahora […] por razones que todos sabemos: el fantasma del racismo, la xenofobia, el temible Le Pen, etcétera, Drieu vuelve a ser piedra de escándalo y se decide, otra vez, que es un cerdo colaboracionista. Si el tema no fuera, en el fondo, bastante trágico, sería para reírse a carcajadas.

 

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Hace sesenta años Gottfried Benn definió implacablemente al hombre de nuestro tiempo:

 

Crisis de expresión y ataques de erotismo,
esto es el hombre de hoy.
El interior: un vacío,
la continuidad de la persona
es conservada por los trajes
que, si son de buen material, duran diez años.

 

El retrato sigue siendo tan certero como entonces Lo único que ha cambiado es que los trajes duran ahora mucho menos.

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[Suelta, como quien no quiere la cosa, esta definición de poesía] La precisión apasionada y pensativa.

 

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La inteligencia, lo mismo que el silencio, las mujeres elegantes y, por lo visto, el placer de fumar son cosas llamadas a desaparecer, me niego a creer que entre esos dos grandes grupos en los que Sir Steven Runciman dividía el género humano; los tontos y los estúpidos, no queden todavía unos cuantos interesados por evitar su pertenencia a tan populares agrupaciones.

 

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Curioso que, de la poca gente que de verdad he admirado y conocido: Borges, Vicente Aleixandre, Octavio Paz y algunos otros, siempre me ha quedado un recuerdo de humor y risas, lo que contrasta más con la estólida pedantería funeral de tantos tontos letrados que a uno le ha tocado soportar.

 

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En los últimos años sólo he tenido un trabajo agotador: envejecer.