Lisboa es ya para siempre Pessoa. ¿Qué sería Lisboa sin Pessoa? Fados, por supuesto, y lentos atardeceres de caramelo, sobre los recortables de cartón que son los tejados rojos desde el Castelo de San Jorge. Pero no sabríamos nombrarlo igual, y su belleza se nos haría empalagosa sin el recordatorio de hiel, como una disonante música de fondo, del desasosiego. Pessoa es el desasosiego, muy a su pesar. Vemos su figura, ya convertida en dibujo y estatuilla de souvenir, con el sombrero y el bigotito, en cada esquina de la Plaza del Comercio, huyendo raudo hacia las tascas de aguardiente y humo. Esquivo siempre, sin mirarnos a los ojos. Subiendo trabajosamente hacia la Alfama, cruzando la acera de la Catedral sin mirar el rosetón, donde gira el tranvía en su apretado traqueteo hacia el Castillo. Siempre con gabardina, siempre con prisa. ¿Qué buscamos todos cuando buscamos a Pessoa en Lisboa? Buscamos una respuesta, la calma para una inquietud: por qué Lisboa, más que ninguna otra ciudad, despierta una sed muy grande que, en parte, sacia, pero en gran parte no; por qué la decadencia, la suciedad asentada de azulejos verdes y morados, azules y rojos, nos produce una comezón agridulce que no sabemos si querer seguir sintiendo. Por qué nos sentimos expresados, reivindicados, en este idioma atlántico, ajeno y hermano, mejor que con las comunes palabras que nos rodean en el día a día, en la semana laboral, cuando no estamos de viaje en Lisboa. Ay, esa herida no sabemos si la queremos ver cerrada, si la lenta y dulce sangre que se nos escapa es demasiado gustosa, demasiado placentera, en un dejarse ir hacia el mar como si fuéramos el Tajo, que lleva siglos abrazando a los suicidas desde los puentes rojos. Ay, Pessoa, que debió de entenderlo, pero no acertó a descifrarlo ¿dónde está?

 

Puzzle de luz

Si todos somos espejos rotos, que reflejan la belleza dispersa, como un puzzle de luz. Si la posmodernidad que habitamos, resignados a tan horrible palabra, consiste en juntar de distintos modos –por entretener el tedio de vivir– los fragmentos de lo que fuimos. Si, por mucho que leamos y escribamos, la sensación de no estar nunca donde queremos nos pone un nudo en la garganta. Si somos un corazón que palpita partido, a ritmo de guitarra portuguesa, entonces miramos a Pessoa y vemos la plenitud de lo fragmentario, valga la contradicción. Es algo tan definitorio de cómo somos, de qué podemos ser, el hecho de que hayamos ensalzado el Libro del Desasosiego como el sumun de la literatura ibérica posmoderna. Como el Ulises portugués. Como Rayuela. Y, sin embargo, para Pessoa no era sino un cajón de sastre, un cubo de los deshechos donde arrojar lo que no se pretendía publicar, los recortes sobrantes de su obra. 

 

¿Por qué los heterónimos?

Sería muy fácil –durante décadas ha sido lo obligatorio– abordar su figura desde un punto de vista biográfico-psicológico. Entender que su prematura orfandad, la muerte de sus hermanos, las mudanzas, la estrechez y el nuevo matrimonio de su madre, la infancia sudafricana (todo lo wikipédico, en definitiva), dio lugar a una personalidad de autor escindido, a sus célebres heterónimos. El primero, en francés, y después muchos en inglés, por ser su segundo idioma desde la infancia, y haber traducido a los grandes poetas anglosajones; hasta llegar a los inmortalizados en su obra adulta. ¿Esta temprana querencia por el heterónimo es fruto de la timidez de un niño desgraciado? Sería una fácil interpretación psicologista. ¿De una concepción revolucionaria de la autoría, de la identidad? No hay modo de saberlo, por mucho que el propio autor divagase tantas veces acerca de ello. Lo que me importa en este fenómeno es la observación de cómo somos nosotros, los lectores, de cómo leemos la obra de Pessoa: vemos en los espejos rotos de su fragmentado yo un reflejo de quiénes somos en nuestro entresiglo –un siglo después del entresiglo de Pessoa–, de la perplejidad estéril en la que nos movemos, en la que suspiramos cuando leemos a Alberto Caeiro, Álvaro de Campos o Ricardo Reis. ¿Quién no ha soñado alguna vez con ser otro, con que las consecuencias de nuestras palabras y acciones las sufriera otro? Ser libre de un modo no atado a nuestro nombre y apellido, a nuestro yo con D.N.I. El carnaval ha sido para muchas culturas el momento anual de esa liberación, o experiencia de extrañamiento, pero no en el sentido solo de relajación de costumbres y permisividad de normas cívicas, sino en el de ser otros, de no cargar con el fardo pesado de la propia experiencia acumulada, de la identidad. Hoy en día, muchos remedan esa experiencia liberadora en las redes sociales, con una «cuenta B» en Twitter. O con varias. Ser lo que no nos atrevemos a ser con nuestro nombre. Pessoa lo hizo así, y seguimos sin saber por qué nos fascina, por qué buscamos a Pessoa, huidizo, en todas las esquinas de Lisboa, por ese camino que empieza en Chiado, donde lo bautizaron, y que recorre, no una vida, sino muchas a la vez. Acaso queremos preguntarle también ¿quiénes somos? O, mejor, ¿cuántos somos?

Réquiem

Aparte del poeta Pablo Moreno Prieto, y su afición al fado, a Carlos Cano y su «María la Portuguesa» (con la recuperación de Amalia Rodrigues), uno de mis encuentros más significativos con la unidad Lisboa-Pessoa fue Requiem. Esta novela corta de Antonio Tabucchi, autor eminentemente lusófilo, me llevó de la mano por la Lisboa tabernaria, pensionaria, y a dar varias vueltas de tuerca más a la cuestión heteronímica. «Heteronimia entendida no tanto como metafórico camerino de teatro en el cual el actor Pessoa se cobija para asumir sus disfraces literario-estilísticos, sino precisamente como línea mágica que al cruzar convertirá a Pessoa en «otro» sin dejar de ser él mismo», nos dice Tabucchi en un ensayo recogido en Un baúl lleno de gente. Este cruce de línea mágica sería un intento de salto futurista: «un futurismo totalmente interiorizado, psicologístico y paradójicamente introverso, que quizás busca al hombre futuro como fuga o liberación de un presente». Lo irónico, lo definitorio de cómo somos, es que en ese futuro estábamos esperándole nosotros. 

 

El futuro era esto: fascinados por un pasado, por los restos borrosos del pasado en los azulejos de Lisboa, vagamos atónitos y dispersos por callejas que suben y que luego bajan, por tabernas y plazas que al final van a dar a Belem. Porque todas las personas que fue Pessoa (que significa «persona» en portugués) murieron y fueron enterradas en el cementerio dos Prazeres; pero en 1985 sus restos fueron trasladados al Monasterio de Los Jerónimos, en Belem. Allí aguardan —Pessoa, Reis, Caeiro, de Campos, Soares— el día luminoso de la Resurrección de los puzzles y los espejos rotos.

 

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