“El hogar es una paradoja, porque es más grande por dentro que por fuera”. Esta cita de Chesterton, de memoria –como todas en este artículo, o sea, a su estilo– podría parecer excesiva si la aplicamos al autor de El hombre que fue Jueves. Si Chesterton fue más grande por dentro que por fuera, es que fue muy grande, desde luego. Entiendo que el lector ha visto muchas fotos del expansivo Gilbert con su capa y sombrero negros, alto y orondo y majestuoso. Y si no, denle, denle a imágenes de Google. ¿Ya? Sigamos. Hoy día no nos podemos hacer a la idea de la popularidad (“inmensa” sería la palabra perfecta) que alcanzó en su día nuestro autor de columnas periodísticas. Sí, sabemos que fue mucho más que un autor de columnas: escribió novelas, ensayos, poemas, semblanzas biográficas (que no biografías); incluso alguna fallida obra de teatro, empujado a ello por su rival-amigo Bernard Shaw, que creía que el teatro era el género mayor y más necesario (no podía profetizar el auge del cine). Sin embargo, parte del propósito de este texto es sostener que la forma literaria esencial de Chesterton fue el artículo de prensa.

Leía el otro día en el Diario íntimo de González-Ruano que el género de la columna, tal y como el propio Ruano lo cultivaba, no era propiamente periodismo, sino “literatura que se escribe en los periódicos”. La periodista e influencer Marta G. Navarro me lo discutía: “eso también es periodismo”, sostenía ella con el característico e inmotivado orgullo de su profesión. Pero la afirmación de Ruano es muy acertada, y la entendí nada más leerla.

Quizá sea pertinente recordar aquí esa definición que hizo Chesterton del periodismo de su época: “consiste en decirle ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que desconoce que Lord Jones existía”. Me acordé de Umbral, cuando contó que la peor pregunta que le habían hecho nunca en una entrevista se la hizo Mercedes Milá, que le espetó “Paco ¿tú has dado alguna vez una noticia?”. Por aquel entonces, Umbral cobraba un millón de pesetas (6.000 euros, para la muchachada que nos lea, que serían como 18.000 hoy; en todo caso, una ganga), por su columna en la trasera de El Mundo, motivo por el cual muchos comprábamos el periódico de pedrojota. ¿Hacía Umbral periodismo? Yo diría que no, que practicaba un género literario que tiene una constricción de espacio muy concreta, y una cierta hilazón, aunque no siempre, con la actualidad noticiable. Es el género que cultivó masivamente Chesterton, y en el que su inteligencia se comprimió y sacó su jugo más nutritivo y vivificante, si me perdonan la metáfora (aún no he desayunado).

Hay quien opina que Chesterton es principalmente poeta. Yo mismo lo he sostenido durante años, y aún lo hago, y no es del todo contradictorio con el párrafo anterior. ¿Qué es, en los terrenos de la prosa, el género de la columna periodística, sino el formato (horrible palabra) más proclive a lo poético? Su brevedad, la necesidad de ceñirse de algún modo a algún dato real, su tendencia al final lapidario o iluminador o paradójico, el hecho de enfatizar un aspecto de la realidad, y sólo uno, arrojando la luz de la inteligencia sobre éste por un momento… Por el contrario, la llamada “prosa poética” tiene el peligro de la vaguedad, de un escucharse a sí misma decir cosas “bonitas” sin porqué, el algodoneo de un léxico cargado de glucosa y una bailonga sintaxis que se contonea, amanerada… y que no va a ninguna parte. Por ello, no me gusta Platero y yo (aunque sí bastante más Ocnos), y pienso que una columna de Fernández Flores, Ruano, Peyró o García-Máiquez está muy por encima en niveles de “poetinina” que la mayor parte de los textos denominados como “prosa poética”. Por no hablar de los floripondios que las amigas divorciadas te hacen leer en Facebook (o, lo que es peor, por e-mail; o, aún peor, ¡en persona!), como manifestación de sus espíritus, sin duda alguna, exquisitamente sensibles.

Los grandes escritores de voz inconfundible (valga la redundancia), esos que podríamos reconocer en una “cata ciega”, siempre escriben lo mismo. Te pueden cortar la tela en más o menos metros, pero el tejido no cambia. La imagen, por cierto, es del propio Umbral. Chesterton, cuando escribe sus novelas ¿de aventuras? (El hombre que fue Jueves, La esfera y la cruz, La taberna errante, El Napoleón de Notting Hill…) lo que hace es darse el gusto de divagar,  de cruzar parlamentos exaltados e imposibles entre sus personajes dickensianos o surreales; de extender, en suma, los meandros de su pensamiento, que funcionaba por imágenes. Es decir, de modo poético.

 

Porque lo que le interesa a Chesterton es una idea, o dos. Ya está. Representarla del modo más vigoroso, dramático, imaginativo posible. Y, siempre que se pueda, con muchas carcajadas por el camino, mofa, befa, escarnio y juerga de taberna. Llega al final de sus novelas como el aforista a la coronación de su frase pulida, sólo que tarda más y se entretiene (y divierte) por el camino. Sus novelas son columnas alargadas, en las que se le permite disfrutar más, y sus poemas son lo mismo pero en verso. No en vano, su extensa obra es un océano inagotable donde pescar aforismos. De hecho, ya han aparecido libros dedicados a esta trabajosa labor de pesca, como Un buen puñado de ideas (Ed. Renacimiento 2018). Es como comprarse un paquete de pipas peladas. 

Cuando a la esposa de Gilbert, Frances, le preguntaron por no sé qué honor literario reciente  de su marido, contestó: “¡Si él sólo quiere ser periodista e irse de juerga!”. Esos pubs en Fleet Street, densos de humo y brandy, donde escribe un artículo urgente porque el redactor jefe ya le ha amenazado dos veces, mientras anota en servilletas el argumento de su nueva novela, y se ríe solo, y se levanta y se mete en un taxi, y se le ha olvidado pagar, y piensa en lo que va a contestarle a alguien en el diario de mañana, y se ríe de nuevo… Ese es el latido natural, y la esencia última, de la obra de G.K.Ch. Ahí, en el contacto vibrante y alegre con el mundo, relampaguea su mente gigantesca, que nos ilumina un instante y nos deja ver alrededor en medio de la noche del siglo XX. Y también, por suerte, del XXI. Luego vuelven las tinieblas, pero tenemos sus libros.