Advertimos: reservamos el derecho de entrada a esta lista a quienes alberguen cierta pasión etílica. Absténganse abstemios. O, por lo menos, disimulen. Sírvanse gaseosa e intenten engañarnos, sin éxito ninguno, alabando las logradas burbujas de un Laurent Perrier. Prometemos hacernos los embriagados y darles una calurosa acogida. Aquí venimos a beber y a leer, y además, a la mera borgiana, buscando en el vino las fiestas del fervor compartido antes que un triste olvido. Como Chesterton, bebemos porque somos felices, porque no lo necesitamos. De modo que vayan eligiendo qué botella descorcharán a su salud y a la de todos los lectores que tengan a bien acompañarnos en estas letras que siguen. Les recomendamos, cómo no, un buen vino. Aunque a nosotros, que echamos de menos el mar, nos apetece hoy una sanluqueña manzanilla, acompañada además de unos langostinos frescos. Y, como está mandado, una vez abierta, terminaremos la botella, mientras avivamos el deseo de asistir a las carreras de caballos en la playa. Más adelante pasaremos al gin-tonic, o mejor, al negroni, para homenajear a la vez a David Gistau y a Audrey Hepburn. Vamos, sírvanse, sostengan las copas o los vasos con gracia. Todavía tienen tiempo para pensar el brindis. Porque, desde luego, brindaremos alegres, junto a varios libros apilados que esperarán, pacientes, una merecida y báquica lectura. Chin, chin.
Bebo, luego existo, de Roger Scruton
Al filósofo inglés, figura excelsa del conservadurismo de nuestros días, le costó nada menos que doce años de investigación este libro, en el que concluye que, pese a lo los graves peligros que entrañan las adicciones a sustancias tóxicas, entre ellas, el alcohol, la vida sería todavía peor si no existieran: “sin su ayuda nos veríamos unos a otros como somos, y ninguna sociedad humana se puede construir sobre una base tan frágil”. El maestro de Buslingthorpe nos explica, con un estilo sencillo que a la vez no renuncia a la profundidad del contenido, que el vino, elevado casi a la categoría de pilar de la civilización, hace llevadera la existencia, porque renueva la ilusión con la que acometimos por primera vez tantos proyectos emocionantes y nos mueve a continuar su marcha. Una copa de vino rejuvenece el espíritu, despega las lenguas del paladar, nos desinhibe un poco, muestra la vida siempre bella, amable, inocente, alegre. Espolea los ánimos y ensancha las sonrisas. Nos da esa Selbstbestimmung romántica, ese cierto aplomo que hasta al enclenque envalentona. Pero para alcanzar esa sublimidad, ha de ser domesticado. A nadie se le oculta el ingente número de vidas desgraciadas por culpa del alcoholismo. Por eso, qué importante, señala Scruton, enseñar a beber, casi, casi, desde la cuna. A incluir las botellas y cálices en memorables tertulias y llenar estas de estupendas conversaciones. A romper a cantar en el momento preciso, a vaciar la copa a buen ritmo, pero sin prisa ninguna. A disfrutar de las horas felices que nos regalan los caldos. Disfrutemos, gracias a este hondo y a la vez asequible ensayo filosófico de Scruton, despacio, de milenios de bebidas.
Beber de cine, de José Luis Garci
Admiramos sobremanera a quienes cultivan a una la caridad y la prudencia. Campeones ellos, quieren tanto y tan bien a sus amigos y poseen tal sentido común que son capaces de presentar de manera exquisita a personas que no se han visto en la vida y de provocar una simpatía mutua entre ellas. Si los extraños saben responder, es posible que así nazcan nuevas amistades y que el mundo sea desde entonces mejor (el truco puede que esté en que todos ellos tengan una copa en la mano). José Luis Garci hace lo propio en este libro, aunando su pasión y oficio, el cine, con el divino placer de la bebida. Y con el fútbol. Y la literatura. Y Nueva York, París, Londres, Los Ángeles, Madrid… Y tantos otros amores suyos. Y nos deja un volumen delicioso. Dice Javier Aznar que Garci escribe como habla, y es cierto: “una buena Caipirinha es una bebida alegre, como la samba (…), como la prosa ligera que Jorge Amado teclea en Bahía, Oooooooh, Bahía (…), pero, cuidado, igual de peligrosa que las faltas que sacaba Rivelinho (…). La Caipirinha es una catarata de fuego verde – como los ojos de Ava Gardner-, que hace renacer, cuando ya no lo esperas, ay, todas las selvas perdidas”. Con sabiduría (a Garci las cosas le saben a lo que son), una sensibilidad envidiable y un gusto muy, muy refinado, el mejor director de cine español hasta la fecha nos regala un libro vivaracho de prosa torrentosa que nos contagia las ganas de disfrutar de buenas películas y Dry Martinis con cebollita. Suerte que rescataron el título de las mazmorras del descatálogo, donde, inexplicablemente, había sido encerrado.
El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, Philippe Delerm
Un librito minúsculo pero entrañable nos enseña a disfrutar de cada nimio placer que nos acecha a diario para sorprendernos gratamente. Ver el Tour de Francia a la hora de la siesta, el olor del pan recién hecho, el ruido de la dinamo, la felicísima hora en que alguien, allá por mayo, sugiere: “casi podríamos comer fuera”; las sensaciones encontradas de los domingos por la noche, leer en la playa… Delerm desempolva en la memoria de nuestros cinco sentidos serenos recuerdos de la infancia, esos que evocamos en nuestra imaginación ante cada nueva cana o cuando un niño pequeño nos pregunta qué modelo de tablet utilizábamos en clase. Suya es la descripción perfecta de la escena que da título al libro, hasta el punto de que nos parece estar bebiendo en ese instante un trago de cerveza, cuando en realidad sólo (¡sólo!) lo estamos leyendo. Tampoco defrauda el capítulo que dedica a tomar un oporto: “mientras que los demás se entregan a la amargura triunfal y con cubitos del whisky, del martini seco, nosotros nos inclinamos por la tibieza de la vieja Francia, por lo afrutado del jardín del cura, por el dulzor caduco —lo justo para sonrosar las mejillas de una jovencita”. Escenas sencillas pero lúcidas de los pequeños gozos contribuyentes a la felicidad.
Comimos y bebimos, Ignacio Peyró
Escritor de apabullante erudición, Peyró (pincha aquí para leer la entrevista que concedió a Leer por leer) nos hizo un regalo con este libro, dándonos la falsilla de un posible manual de educación sentimental para jóvenes españoles. Nos replicarán, quizá, que muchos lugares de los que habla (y sus modos y costumbres aparejados) ya no existen, por desgracia. No importa. Su ausencia también enseñará a las nuevas generaciones: la nostalgia de lo no vivido es, muchas veces, un potentísimo motor. No es el caso del autor, que nos habla, con prosa fresca, culta, de buen ritmo, sin palabras de más ni de menos, de lo mucho que ha degustado, sentido, leído; del cúmulo de experiencias que atesora para siempre y son, sin duda, un legado magnífico: desde la espléndida cocina de su madre a las barras de los extintos Balmoral, Príncipe de Viana, El Hispano o El Padre; pasando por su ajuste de cuentas con la resaca, denostada, y, sin embargo, emisaria de un mensaje: “siempre será el momento de la imperfección. La misma imperfección que nos hace dignos de amor, aprendices de experiencia, capaces de mejora, conscientes de la debilidad, humanos”. O el tierno recuerdo del primer bar, adonde adolescentes con pelusilla en el labio acuden (¿acudían?) a probar qué es eso de ser mayor. A lo largo de Comimos y bebimos, asistimos, cada vez más sedientos, a un recorrido sensorial de todo el año no apto para inapetentes o apáticos, incapaces de disfrutar.
Beber o no beber: una odisea etílica, Lawrence Osbone
No sabemos si Osborne, el escritor nómada, es tan misántropo como parece, hasta el punto de abandonar Nueva York por (entre otros motivos) el hartazgo de sus garitos atestados de niños repelentes; pero, más allá de una cierta o imaginada pose, lo cierto es que escribe con una elegancia digna, para algunos, del mismísimo Graham Greene. Cómo acierta cuando atribuye a los bares una “soledad absoluta”, la más densa y penetrante de todas, que sólo puede describir con ese tino quien la ha gustado o padecido, según se mire. Siempre en el papel de observador lejano, frío y distante, como buen esnob, un intrépido Osborne viaja por todo el globo en calidad de reportero, por un lado, y, por otro, de explorador en busca del lugar más exótico donde no esté presente el alcohol. Y hasta en Islamabad, donde a los seguidores de Mahoma que se hacen discípulos de Dionisio se les castiga con la muerte, encuentra nuestro autor en un cuchitril la manera de aliviar su reseca garganta. En varias de sus crónicas estamos a punto de perderle, bien porque le explota una bomba cuando está sacando dinero en un cajero, bien porque su desafío a la ley seca islámica es demasiado evidente para las autoridades. Publicado en su Inglaterra natal en 2013, la editorial Gatopardo ha traducido en 2020 al español este delicioso libro, donde nos vamos de viaje con el retraído Osborne, terminamos lanzándonos a la piscina en un hotel de Abu Dhabi, un puntito perjudicados por el alcohol, y terminamos dividiendo el mundo según sendas líneas imaginarias, acabando con los paralelos y los meridianos: a partir de ahora, el planeta se divide entre los que deciden beber o no beber.