No me siento en nada estupefacto y mi pulso es firmísimo cuando termino Estupor y temblores de Amelie Nothomb. Aquellos lectores que –decíamos ayer– se regocijan con japonerías, que te explican con un tono místico la idea del kintsugi (mientras te enseñan un espantoso jarrón que su abuela compró en Andorra en el viaje de novios, y que han reparado con Superglue); esos que, cuando vais a uno de los mil restaurantes de sushi que se llaman Sakura, te hablan del arte del hanani, y ponen los ojos en blanco para que visualices la flor del cerezo; esos fans de Murakami, esos, sí que tendrán temblores, o al menos sentirán cierto estupor que les llevará a empujar este libro hacia el fondo de la estantería (y tal vez ¡ups! perderlo sin querer).

 

 

Amélie Nothomb, de un modo nada pudoroso, nos habla de un camino de iniciación personal, una especie de ascética de la desposesión, en que la humillación del yo da paso a un estado de ataraxia feliz, de catarsis final en que se renace más limpio y libre. Y, por el camino, sin querer o queriendo, pone a parir a la llamada “cultura japonesa”. El mismo hecho de mostrarla en su aspecto más cruel, o absurdo, ya es un proceso de humillación personal, siendo Nothomb de esas personas híbridas en su origen y formación, como en tierra de nadie. Nacida en Kobe, de padre embajador en China y Japón, y familia de Bruselas, se convierte en autora exitosa –y premiada– en lengua francesa. Por lo tanto, para los japoneses no es japonesa (ni mucho menos), ni para los occidentales es del todo occidental, al haber transcurrido su infancia y adolescencia en el lejano Oriente. La fascinación de Nothomb por la cultura nipona, con sus férreas categorías sobre el honor, sólo es equiparable a la repugnancia que siente al comprobar su aplicación práctica. Leyendo esta prosa he recordado a una mujer que me contó su viaje a la India, después de largos años deseándolo –deseo que se componía, como suele ocurrir, de cuatro brochazos: vacas, templos y curry–. Esta mujer tenía un hijo con alguna discapacidad visible. Visitando un templo en Mumbai, un hombre, un santón de una casta muy respetada de mendigos (como en Kim, de Kipling), le espetó “Pobrecitos, os ha tocado un niño inútil. Véndemelo a mí, que me vendrá bien para pedir, y para vosotros no es más que una carga”. De golpe y porrazo vio cómo esa exótica y pintoresca y colorida India, la del Cortinglés, salía de su póster de la agencia de viajes y le asestaba una bofetada en su suave piel occidental, hidratada con Nivea. El sistema de castas de la India es ancestral, interesante para el historiador, lleno de posibilidades para el novelista, pero es una asfixiante malla que impide la justicia y la caridad. Esto lo tenían claro los colonos ingleses que llevaron el Evangelio y los trenes, el idioma inglés y el telégrafo. Es decir, su sentido de superioridad estaba justificado, y la India, con todo, no es Afganistán gracias a esa presencia colonial. 

 

Si usted ha seguido leyendo, es que no abraza de manera acrítica el dogma del multi-culturalismo. Le felicito. A mi modesto entender, tampoco lo hace la autora que nos ocupa, pese a su híbrida formación y su cosmopolitismo vital. Lo interesante de verdad de su proceso narrado –pues casi no es ficción– es palpar la doble naturaleza de la experiencia: atracción y repulsa a un tiempo. Es una lectura recomendable, por otro lado, para aquellos que piensan que la sociedad occidental es machista. Miren lo que dice sobre “la mujer nipona”: “Tienes la obligación de ser hermosa. Si lo consigues, tu belleza no te proporcionará satisfacción alguna. Los únicos halagos que recibirás procederán de los occidentales, y todos sabemos hasta qué punto carecen de buen gusto. Si admiras tu propia belleza reflejada en el espejo, que sea por temor y no por placer: ya que tu belleza no te proporcionará más que el pánico a perderla. Si eres guapa, no serás gran cosa: si no eres guapa, serás menos que nada (…) No tienes ninguna posibilidad ni de ser feliz ni de hacer feliz a nadie”. 

 

Además de este hachazo a la bovina fascinación por lo oriental, Nothomb hace también un viaje interior. Las siguientes líneas son una expresión muy afilada de la depresión, del momento de tocar fondo previo a la iluminación final: “Los contables que pasaban diez horas diarias recopiando cifras me parecían víctimas sacrificadas en el altar de una divinidad carente de grandeza y misterio. Desde tiempos inmemoriales, los humildes han dedicado sus vidas a realidades que los superan: en otros tiempos podían por lo menos entrever alguna causa mística en semejante estropicio. Ahora, ya no podían ilusionarse. Entregaban su existencia a cambio de nada”. Esta falta de trascendencia, que hace más desesperada y sin horizonte la gris rutina, se salva aquí a partir de lo más sencillo: la dedicación a tareas simples, manuales y útiles. La protagonista se dedica a limpiar los cuartos de baño y descubre que su alma, como la de Fray Luis de León, se serena; y que no siente humillación ninguna, pese a haber aspirado a tener una ocupación contable o administrativa en la empresa. Por propia experiencia –fui limpiador de váteres– lo confirmo: las tareas manuales, concretas, cuyo resultado es visible y palpable en el momento, son las que más paz proporcionan al cuerpo y al alma. Este aspecto de la literatura testimonial de Nothomb recuerda a Joris-Karl Huysmans cuando, recién converso al catolicismo, describe la vida en una abadía y el más santo y feliz de los monjes es el hermano que cuida a los cerdos. Podríamos decir que la de Nothomb es una ascética sin Dios (“víctimas sacrificadas en el altar de una divinidad carente de grandeza y misterio”), que vislumbra las mismas verdades desde otro ángulo, tomando prestada la liturgia como metáfora: “Pasé el día en los retretes del piso cuarenta y cuatro en una atmósfera de religiosidad: llevaba a cabo el más mínimo gesto con la solemnidad de un sacerdote”. Se limpia los más abyecto del día a día humano (panem nostrum cotidianum) como se limpia una patena: para preparar un sacrificio redentor.

 

Con todo, lo más notable en términos de estilo es su tono. Es ligero sin llegar a chistoso, como de alguien que tiene siempre una pizca de irremediable frivolidad que no le impide tocar tierra profunda. Ese punto exacto de su ánimo como narradora, como divagadora, debe de ser lo que los críticos llaman su “humor”. Leves toques de ironía, rasgos de comedia del absurdo, pero sobre todo ese ver la realidad como desde fuera y desde dentro a la vez: algo que nos sucede, y a la vez algo que hacemos. Esta doble naturaleza de la vida –destino y libertad– es su mayor misterio, al que a veces asistimos con estupor y con temblores.

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