Que los vampiros vienen de Venus lo sabemos desde que Bram Stoker puso a su conde transilvano a perseguir a la pobre Mina Harker. Fervor amoroso más allá de la muerte, ligues centenarios, mordisquitos lascivos. Aquel mito fundacional ha ido mutando por pantallas de cine desde entonces, hasta el punto de que uno se lo puede imaginar tanto con los rasgos húngaros del mítico Bela Lugosi como con la blancura adolescente del Robert Pattinson de Crepúsculo. La televisión, como es lógico, también ha sido pródiga en chupasangres, trabajando ese punto elegante y romanticón que ha caracterizado al noctívago desde que Anne Rice lo reinventará por enésima vez con su saga de Entrevista con el vampiro.

 

 

Partiendo de ese precedente literario y fílmico (aquella mediocre película con Brad Pitt, Tom Cruise y Antonio Banderas) se entiende mejor el éxito de The Vampire Diaries, una mezcla de terror y drama juvenil que nos acercaba a la mitología de ultratumba que asuela una ciudad de Virginia. Las pugnas amorosas y tribales de los hemanos Salvatore, guapetes hasta decir Profident, se extendieron durante ocho temporadas y generaron dos derivaciones diegéticas: The Originals, una precuela centrada en las andanzas de Klaus, un híbrido de vampiro y hombre lobo, y Legacies, centrada en una nueva hornada de criaturas tan terroríficas como confusas emocionalmente.

Esa mezcla de violencia y melodrama fue empujada al extremo por True Blood, una serie de la HBO basada en las novelas sobre Sookie Stackhouse escritas por Charlaine Harris. La vuelta de tuerca aquí radicaba en el fuerte aroma sureño de la trama, el énfasis en la metáfora sociopolítica y en subir el envite de lo explícito, con sexo y sangre a cascoporro.

 

 

Siguiendo la lógica de la innovación permanente que caracteriza al medio televisivo, lo raro es que haya tardado tanto tiempo en regresar la parodia. Pero aquí está. Una de las series más sutilmente divertidas de estas últimas temporadas es Lo que hacemos en las sombras, emitida por la FX (aquí se puede ver en HBO España). Adoptando el imposible formato de un falso documental, la serie es un despiporre que se estructura con un tropo habitual en la sitcom: el del pez fuera del agua. Tres vampiros centenarios —y un par de añadidos de lo más sabroso— se las tienen que ingeniar para adaptarse al trantrán contemporáneo en la isla neoyorquina de Staten Island. Un ejemplo del desguace de lo cotidiano: ¿qué hacer si se te ha atascado el ataúd y no puedes salir? Decenas de absurdas perlas humorísticas similares para centrifugar el mito vampírico.

Si Lo que hacemos en las sombras ofrece un ejemplo excelso de cómo renovar el género, también hay variaciones que salen rana. Hace un año la BBC (que suele ser sinónimo de calidad) perpetró una versión de Drácula que aburrió al público y enojó a la crítica. Tres episodios que feminizaban a Van Helsing y abundaban en una escenografía extraña y extrañada, con un ritmo soporífero. Un ejemplo estupendo para aplicar la célebre máxima de Stoker: “Aprendemos del fracaso, no del éxito”.