Se me había pasado —haciendo honor a su título— el libro Vuelavoz (Hiperión, 2017) de Álvaro Tato (Madrid, 1978). Es raro porque suelo estar muy pendiente a sus publicaciones y tengo todo lo suyo. Es un poeta auténtico que, por pura alegría, va un poco al margen de corrientes y movidas. Si yo fuese un epigramista, diría que ha leído demasiado a nuestros clásicos para conformarse con ser un joven poeta contemporáneo. En realidad, es que él se dedica al teatro (con mucho aprovechamiento) y escribe la poesía cuando está inspirado (se nota) por puro gusto (se siente).

He hablado mucho de alegría, quizá mezclando la que me entra al leerle. Pero él también escribe elegías a su modo. Habla de la fugacidad del tiempo, aunque, para hacerlo, recurre al verso breve. Por eso, se palpa la velocidad: la vuelavoz. Y entonces «lo triste si breve, casi ni es triste», podríamos decir parafraseando al famoso dictum de Gracián.

Para colmo, la poesía, para Tato, es un refugio. «La vida es dura/ y no hay consuelo./ Saca el pañuelo,/ Literatura», son cuatro versos de Vicente Gaos, pero si me dijesen que son de Tato, no me extrañaría nada.

Hay pañuelo pero también hay esencia. Hace bastante metapoética, porque sabe lo que se trae entre manos. Dos versos suyos retratan lo que es su poesía: «Pocas palabras/ de puro qué», aunque su silencio tampoco es manco: «¿Qué voz te dio caza?/ ¿Qué verso alcanzó/ lo que callas?» Me quedo con el puro qué para titular mi reseña, pero tampoco estaría mal llamarla «Pepitas de oro» o este verso suyo (tan suyo): «Mis conjuritos». Quizá la poeta más cercana a su modo de hacer, sea la magistral Isabel Escudero. Tiene la misma gracia alada y la misma guasa soterrada.

Álvaro Tato juega con todo, especialmente con los títulos. «Tac tic» se titula un poema sobre el tiempo, que va tan rápido que hasta se ha trastocado el orden de su paso onomatopéyico. Me gusta mucho éste: «Va(l)s» donde el hecho de ir o de venir es ya un baile elegantísimo. O «Nanita», un epitafio a una mascota muerta. El siglo de oro (por eso sus pepitas de ídem) brilla aquí y allá, reluce. Véase el poema «Albada» y cuánto se goza en sus glosas, también porque así se posa sobre la rosa de algunos versos de antaño: «Si dijeran, digan,/ madre mía»

Tanto juego no quita el fuego. Hay también mucha verdad en Tato. Precioso el poema de amor «Adolescencia»: «¿Recuerdas?/ Vamos de vuelta». También hay amor al lenguaje, a la alegría, a la naturaleza, y otros poemas en los que todo se funde. En el poema «Vera» le dice al río. «Si de tus aguas bebí/ ¿vas en mí?» … «Y si ríes, río, yo… / ¿por qué no?». De pronto, en un reflejo, se descubre en esta poesía al Alberti más joven y más puro.

Tan leve es todo que el barbero no tiene qué recortar, pero sí qué escoger: