Si la obra ganadora del XI Premio Málaga de Ensayo, Agitación – Sobre el mal de la impaciencia, ha sido elegida por El Cultural y El Confidencial como uno de los mejores libros de 2020, a su autor, Jorge Freire (Madrid, 1985), habría que elegirlo como uno de los mejores tipos para todo. Esto es: leerle, aprender, conversar, pensar y salir de copas. Es lo que tiene que uno de los más aclamados filósofos de su generación sea a la vez un magnífico escritor, un gran orador y un chaval divertidísimo. Y además, detesta la película La gran belleza, poco más le podemos pedir.

 

 

Para los que le hemos descubierto con Agitación, la buena noticia de que tiene dos libros más publicados. A saber: una biografía, Edith Wharton, una mujer rebelde en la edad de la inocencia (Alrevés, 2015) y un ensayo sobre la guerra civil española, Arthur Koestler, nuestro hombre en España (Alrevés, 2017). En esta entrevista nos habla de sus próximos proyectos literarios pero mientras, si están aquejados del mal de la impaciencia, o, simplemente por puro placer intelectual, pueden seguirle la pista en Televisión Española en La hora de la 1 y en su columna en The Objective.

 

Mi agradecimiento al autor por su cercanía y disponibilidad. Resulta tan infrecuente como grato toparse con inteligencias privilegiadas cuyos dueños poseen a su vez  una extraordinaria calidad humana.

 

Expriman esta entrevista, lean Agitación, no le propongan deportes de aventuras, síganle la pista.

Culturilla general

Ensayo, novela y poesía. ¿Sí a todo? Recomiéndenos tres.

La tumba sin sosiego, David Copperfield, Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez

 

 

¿Qué tipo de lector es? ¿De pijama y mesita de noche? ¿De biblioteca y chimenea? ¿De metro o parque público?

Para mí leer es como respirar. Lo hago durante todo el día. Leo en la cocina, en el bus y en la sala de espera del dentista.

 

¿Tiene “manías” a la hora de leer (ediciones, doblar páginas, subrayar o hacer anotaciones)?

Acostumbro a doblar esquinas y mi mujer me reprende por ello. Pienso que, como decía Erasmo, quien no maltrata un libro no lee.

 

Si tiene, ¿cómo es su ex libris?

Quería hacerme uno con la figura de un cartujo. Freire viene de frater -amigo, aliado- y es apellido de monje. Eso me gusta, porque, como decía Deleuze, el misterio del filósofo consiste en apropiarse de virtudes monásticas y ponerlas al servicio de sus fines. Sea como fuere, nunca llegué a hacerme ese ex libris.

 

¿Cómo elige usted sus lecturas?

Soy curioso por naturaleza. De vez en cuando me llevo algún chasco, pero compensa. Suelo picotear aquí y allá. Me gustan los libros que te llevan a otros libros, de oca en oca, y los autores que citan a otros autores. Yo lo hago con profusión. 

 

Relato, artículo, entrada de blog… pieza no contenida en un libro que retenga en la memoria.

La reciente crónica de Rosa Palo de su viaje en caravana, el obituario de Alcántara a cargo de Bustos, la columna de Pousa sobre la lluvia en Madrid, aquella descacharrante reseña de Luna caliente que hizo Olmos en su blog, in illo tempore (aunque esta no cuenta, porque está incluido en la recopilación que publicó Melusina).

 

Pierre Bayard nos explicaba cómo hablar de los libros que no se han leído. ¿Con cuál lo ha hecho alguna vez?

Con El Capital. Me fascina la figura de Marx, pero ese mamotreto me abruma. Tampoco he conseguido pasar del primer tomo de En busca del tiempo perdido

 

 

¿Sigue alguna norma concreta a la hora de ordenar su biblioteca?

Por países. Eso, los que van llegando. Los antiguos están apilados sin orden ni concierto.

 

Maquiavelo se acercaba a los libros con ropas curiales, ¿qué obra/autor le merece tal reverencia?

Detesto el culto a los libros. Todavía peor es convertirlos en fetiche soteriológico. Ni nos salvan ni nos hacen mejores. Los libros están para leerlos. Y quien trata sus libros como reliquias no los lee.

 

¿Lee como escritor? ¿Disfruta o sufre el talento ajeno?

No soy envidioso, así que el talento ajeno me sirve de aldabonazo para hincar la pluma.Mi generación descuella en el ensayo literario: Peyró, Rebón, García Maldonado… En literatura, como en la vida, el deseo de emulación es importantísimo.

 

He venido a hablar de mi libro

 

Contaba Juan Manuel de Prada a Isabel Lozano en una entrevista para Leer por leer que “las pantallas han introducido un componente de nerviosismo en nuestra vida y claro, no te puedes poner a leer las Confesiones de S. Agustín y contestar a un Whatsapp”. Muy en la línea de Agitación. ¿Pero, la tecnología es sólo parte del problema?

Pero ¿quién lee las Confesiones de Agustín? Nuestra capacidad de atención se ha reducido a unos mínimos inauditos, merced a las interrupciones constantes que nos hemos avenido a tolerar. Pronto los episodios de las series de veinte minutos se nos harán largos y tendrán que hacerlas de cinco minutos. Por eso aprender a estarnos un rato quietecitos no es poca cosa. Disponemos de una complejísima urdimbre neuronal que trabaja cuando no hacemos nada. Cuando uno espera turno en la pescadería, en lugar de consultar el WhatsApp a cada minuto, también puede entretenerse mirando las caras a los besugos, que son bien simpáticas.

 

Cuando leía Agitación, me venía constantemente una imagen a la cabeza. La primera escena, la fiesta con que Sorrentino empieza La Gran Belleza. Creo que es la definición perfecta del hombre sin propósito y la explicación gráfica de la desazón.

Detesto profundamente La gran belleza, una película de pésimo gusto, y detesto a Sorrentino, que me parece un hortera de cojones, pero esa comparación es muy inteligente. La escena se asemeja a lo que he llamado “el carnaval perpetuo”. El aguafiestas representa un papel tan extemporáneo como el que, en tiempos idos, representaban el ateo del pueblo o la loca del desván. Lo peor de la carnavalada es que es obligatoria. No hay peor pecado que cortar el rollo.

 

Jamás leo más de un libro al tiempo y mira por dónde, Agitación ha coexistido en mi mesita de noche con Job de Joseph Roth (era relectura) y Serotonina de Houellebecq. Y lo cierto es que las ha enriquecido mucho. Por partes: el protagonista de Serotonina es un cuarentón instalado en el nihilismo. ¿El análisis es el mismo que para los males que aquejan a la generación Z, la del aquí y ahora?

Houellebecq es un botafuego que va prendiendo mecha en cada ojiva que se encuentra. Me gustan mucho sus novelas. Te permiten asomarte al antepecho de la catástrofe y disfrutar viendo cómo periclita el primer mundo. Ahora bien, yo no creo que occidente sea un kindergarten de pusilánimes ni que la democracia se bata en retirada. Yerran los que extraen de sus novelas, que son piezas de ficción, un diagnóstico para el presente. Por otro lado, quiero pensar que mis coetáneos no están tan jodidos como el pobre Labrouse, el protagonista de Serotonina. La Generación Z las va a pasar canutas para rehuír los cantos de sirena del hedonismo a corto plazo, por ejemplo, pero espero que no acabe arregostada en el resabio nihilista, que es la más infantil de las actitudes.

 

 

Usted dice que el contrapeso de la agitación es el entumecimiento, no el reposo. Su envés no es el sosiego, sino la abulia. ¿Pecamos los creyentes de cierto inmovilismo en favor del Providencialismo?

Caray, Esperanza, ¡esa pregunta es muy complicada! Intuyo que la agitación es una tentativa de soslayar nuestra contingencia. Corremos como pollos sin cabeza igual que las culturas arcaicas trataban de espantar la calamidad con movimientos apotropaicos. ¿Qué pasa con los creyentes? Pues no lo sé. 

 

El rifirrafe en redes sociales, ¿cumple el mismo papel de desfogue que el deporte o las experiencias de “aventura extrema”?

Es la paradoja de vivir experiencias. Experiri significa travesía arriesgada; vivir experiencias es todo lo contrario. Enrolarte en el vivire pericoloso, pero con seguro y cobertura médica, y vivir como un tuareg durante cinco minutos, pero sin apearte del jeep. No es ver los toros desde la barrera, que no tiene nada de malo: es resguardarte tras el burladero y ponerte a tirar unos capotazos. Sin irse tan lejos, el gusto por la experiencia también es hacerle fotos a la silla de enea de tu abuela, porque la España vacía es la mar de auténtica, pero salir pitando del pueblo porque no hay wifi ni panadería trendy. Este, que es uno de los rasgos de nuestros coetáneos, lo ha mostrado muy bien Gascón en su Hipster. Respecto al deporte… ¿No es curioso que lo importante sea participar, como nos dicen siempre que un atleta español se queda sin medalla, al tiempo que en la vida, convertida en competición, tenemos que ganar siempre? Sobra decir que el deporte nada tiene que ver con los valores olímpicos. Ya no se trata de un ideal de perfección, si es que lo fue alguna vez, sino de una competición reducible a números: vas al gimnasio a recorrer un número de kilómetros, quemar una cantidad de calorías y exudar una cantidad de litros de líquido cefalorraquídeo. Lo cualitativo importa poco. Lo importante es ir el lunes a la oficina y restregar al compañero que “os hemos metido cinco”. Dicho lo cual, la fiebre agonística no se limita al deporte. Nuestro problema, precisamente, es que tenemos que rendir siempre y no rendirnos nunca.

 

 

Su ensayo proporciona una ingente cantidad de referencias que pueden derivar al lector a otras lecturas. Sin embargo, a mí, que me entusiasman las palabras, me ha hecho leerlo con libreta y boli al lado para acabar recopilando un buen léxico. Imagino que lo suyo es fruto de la lectura, no hay más misterio.

Ese es el mayor elogio que puedes hacerme. Mi gran amigo Juancla de Ramón me llama “el ropavejero del idioma”, marbete que llevo a gala como un blasón. A mí también me entusiasman las palabras. Es la herramienta con que contamos los que nos dedicamos a escribir. El otro día leí en varios medios que “los incendios asolan Grecia”. ¿Asolan? Pero ¿cómo se puede ser periodista y no saber conjugar los verbos?

 

El filósofo francés Robert Redeker acuña el término de hombre “lunaparkizado” para hablar de los parques de atracciones como factorías de hombres sempiternamente adolescentes, incapaces de alcanzar la madurez. Ciertamente, es un modo de mantener la agitación que oculta el sentido de la vida.

Como generación, tenemos algún que otro motivo para sacar pecho, pero no los que suelen destacarse. No hay orgullo en tener el hígado como un abuelo y el bolsillo como un adolescente. Caemos en la precariedad, la temporalidad y el desclasamiento con la misma facilidad con que los gorriones caen en una añagaza urdida con miguitas de pan. No es solo que universitarios sobrecualificados y los chavales sin estudios formen el mismo batallón de reserva. Es que, no contentos con haber arruinado el futuro de esta generación, nos cuentan la reconfortante milonga de que somos “la generación más preparada de la historia”. Un sintagma muy bonito y una soberana gilipollez. Estar preparado es una función que requiere un parámetro como valor de entrada: estar preparado-para-algo. Si no se específica, la función no devuelve ningún valor. En román paladino: es imposible estar preparado en términos absolutos. Y, por supuesto, no estás preparado si no tienes oficio ni beneficio. Así que menos lobos.

 

Desde mi punto de vista el “tengo derecho a la felicidad” es una de las creencias que más daño ha hecho. C. S. Lewis tiene un pequeño texto al respecto. ¿Debemos buscar la alegría, más que la felicidad?

Cuanto más tiempo dedicas a la felicidad, menos hueco dejas para la alegría. Buscar la felicidad como quien va a buscar setas es un dislate, porque supone fiarlo todo a algo que viene de fuera. Lo dice Séneca en una de sus Cartas a Lucilio: el gozo que entra vuelve a salir. Otra cosa es lo que los latinos llamaron beatitudo y los griegos, makariotes. La alegría dichosa que se ubica en el tiempo pero también fuera de él. Los dioses, que son los makarioi por definición, habitan un presente dichoso que resulta inasequible para quien vive aferrado a la «rabiosa actualidad». Lo que yo propongo es arrumbar el nunc fluens, el ahora huidizo que todo lo añeja, y elegir el nunc stans que se afianza en el pasado y mira al futuro, sin verse atado por aquel ni proyectado por este. Y para eso hace falta dejar de perseguir quimeras. Como decía Persio en una de sus sátiras: no te busques fuera de ti.

 

¿Contribuye su colaboración en televisión a aumentar su particular cuota de agitación?

Salir en medios te hace vender más libros, lo que ayuda a que los editores sigan confiando en ti. No me gusta la televisión ni me gusta el periodismo, pero me divierte hablar en público y no se me da del todo mal. Si salir en la tele no me exige grandes esfuerzos e impulsa mi carrera como escritor, miel sobre hojuelas; cuando esto deje de ser así, adiós, muy buenas.

 

Creo que hay nuevo libro en camino, ¿un adelanto?

Hay dos. La próxima primavera publico un libro de mandamientos filósoficos con Planeta. Una especie de código de conducta, bastante literario y con algo de sorna. Y la primavera siguiente, la de 2023, un ensayo bastante ambicioso con Páginas de Espuma que lleva por título “La banalidad del bien”.

 

Quiz show

Libro que más veces ha leído.

Eumeswil, de Jünger. Lo acaba de rescatar Página Indómita en una edición preciosa.

 

 

Primera lectura que recuerda en la infancia.

Juan Chorlito y el indio invisible. Me lo regaló mi hermana.

 

Autor del que haya leído toda su obra.

Thomas Mann.

 

Recomendación que nunca falle.

McEwan o Ishiguro.

 

Libro/s que tiene ahora entre manos.

La marea del tiempo, el último poemario de María Jesús Mingot.

 

Libro que le hubiera gustado protagonizar.

Me hubiera encantado ser uno de los socios del Club Pickwick.

 

Película que haga justicia al libro en el que se basa.

Casi todas las de Kubrick basadas en novelas o cuentos (El resplandor,2001, Eyes wide shut, La naranja mecánica) mejoran el original. Salvo Lolita.

 

 

Libro que supuso un antes y un después.

The silent woman, de Janet Malcolm.

 

Libro que haya regalado para ligar.

A mi mujer le regalé Cántico, de Jorge Guillén, al poco de conocernos, y creo que acerté.

 

Necesita papel para hacer una barbacoa. Elija un libro de su biblioteca.

Ser americanos, de Gertrude Stein. Son dos gruesos ejemplares, así que bastan y sobran para la barbacoa. 

 

Adenda

 

¿Qué libro le gustaría encontrar en la mesilla de noche de la persona amada?

Compartimos muchas lecturas. Ella me pasó a Bernhard y yo le pasé a Lydia Davis.

 

Si se cumpliera la pesadilla de Gógol de ser enterrado vivo, ¿qué tres libros desearía que le introdujesen en el ataúd?

Un diccionario. Hay pocas cosas que me entretegan más. También releería El ruedo ibérico, de Valle Inclán, y alguna novela de Wodehouse

 

Primer libro que compró con su propio dinero.

El cuarto de la colección Pesadillas, de R. L. Stine, titulado La casa de la muerte. Llevaba un subtítulo que rezaba “Te matará”, lo que era un poco redundante.