Conocí el caso de una señora cuyos hijos se habían aficionado a adoptar animales de granja que invariablemente acababan enseñoreándose de la casa y haciendo vida con la familia. Eso incluía a una cabra muy propensa a comerse la ropa del tendedero y que sabía fingir que no se había escapado, volviendo a cerrar el corral desde dentro. Por eso, ante la propuesta de adoptar dos pollitos más, de esos tan amarillos y tan monos pero que luego crecen, la madre decidió poner una condición: «Vale. Pero el nombre se lo pongo yo». Los hijos aceptaron, y los animalitos fueron bautizados como Ajillo y Kentucky, lo que ayudó bastante a que la familia aceptara el inexorable destino de aquellos pollos.
Los humanos tenemos mucha facilidad para disociar a un adorable pollito de sus alitas de adulto, sobre todo si las hemos pasado por la sartén. Tampoco pensamos que esas cosas que nos comemos con cachelos y pimentón hayan sido las patas de unos seres capaces incluso de vaticinar las victorias de España en los mundiales de fútbol. Para las personas que tienen más edad que yo —la mayoría—, estos moluscos, los pulpos, fuera de lo culinario tienen un tremendo poder de evocar fantasías e imágenes literarias: en los mapas antiguos, los mares aún por explorar se suponían habitados por pavorosos monstruos;… y entre ellos, los pulpos gigantes tenían un papel estelar. Una de estas bestias pasó a la leyenda con el nombre más aterrador de la historia de los animales fantásticos, en un caso ejemplar de relación entre marca y producto: era el temible kraken. Otros pulpos y calamares gigantes como él envolvían de cuando en cuando con sus tentáculos el submarino del capitán Nemo, el Nautilus —nombre de otro molusco cefalópodo, por cierto—, ocasionando estragos en la nave y entre la tripulación.
Nuestro conocimiento sobre el mar y sus criaturas ha progresado mucho desde entonces, aunque la imagen del mundo submarino que los documentales y las películas hacen llegar al público se adapta sin pudor a las modas e ideologías imperantes. Los delfines, por ejemplo —ay, Flipper— pasaron de ser inestimables amigos a ser desmitificados hasta el nivel de despiadados asesinos. Años después se convirtieron en genios de las matemáticas, pero últimamente aparecen biólogos que les niegan el menor rasgo de inteligencia, pobrecitos, reduciéndolos a estúpidos comedores de sardinas en manos de sus domadores. Por cierto, el bueno de la película es ahora el pacífico tiburón blanco, cuya honra, mancillada por el malvado Spielberg, están dispuestos a defender con su vida —literalmente— infinidad de documentalistas y biólogos marinos.
Ahora le toca al pulpo convertirse en el animal más inteligente, complejo y empático de la creación, al nivel por lo menos de perros y gatos. El pulpo es protagonista de documentales donde lo vemos abrir tarros y más tarros con tapón de rosca, y comportarse de un modo sorprendentemente humano, como en el reciente ganador de un óscar My Octopus Teacher (2020), conocido aquí —con ese derroche de gracia e ingenio del que a menudo hacen gala nuestros traductores de títulos— como Lo que el pulpo me enseñó.
Dentro de esta corriente, el libro Otras mentes. El pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia, del filósofo y submarinista Peter Godfrey-Smith, promete un acercamiento a la conciencia humana a partir una inteligencia tan alejada evolutivamente de la nuestra como la del pulpo. Grandes simios y delfines no dejan de ser mamíferos, o sea, medio parientes. Me fascina que podamos extraer enseñanzas de un molusco con el que nuestro antepasado común más cercano debe ser algo parecido a un gusarapo marino. ¿Es posible que descubramos en los pulpos algo profundo acerca de nuestra condición? Al fin y al cabo, los pulpos son criaturas cuya vida es absurdamente corta en comparación con el despliegue de recursos neurológicos e ingenio que la naturaleza ha puesto en ellos; en cambio, nosotros… En fin.
En Otras mentes se reúnen tres cosas que me gustan mucho: el buceo, las ideas curiosas y el pulpo. Quizá después de leerlo los vea como hermanos submarinos y me resulte imposible imaginarlos a feira, a la brasa o en salsa americana. Y sería una pena, pero me voy a arriesgar.