A veces tengo la tentación de mentir aquí un poquito, y señalar como próxima lectura algún libro que ya he leído, pero del que me apetece hablar. “Mi familia y otros animales”, o “Bichos y demás parientes”, o “El jardín de los dioses”, de Gerald Durrell, por ejemplo.

 

Con el éxito de la serie “Los Durrell” seguro que mucha gente ha descubierto los libros, y yo podría haber fingido que ese era mi caso, lo cual además me hubiera hecho parecer más joven. Podría haberme puesto a escribir sobre Gerry y sobre Larry, y decir que me costaba relacionar ese hermano mayor tan cómicamente borde con el estupendo escritor de El Cuarteto de Alejandría. Podría haber contado de mis dos semanas, este agosto, en una isla griega que no era Corfú, pero que también tenía cabras y otros bichos, y calas increíbles de cantos rodados que hacían un ruido hipnótico cuando los mecía la marea, y hombres que se llamaban Spiros, como el taxista.

 

Pero no voy a mentir porque ya he podido hablar de esos libros de Durrell, y porque además me han regalado por mi santo, el 26 de julio, “El antropólogo inocente”, del también británico Nigel Barley. Siempre me hace ilusión que los amigos me regalen libros: me halaga que me perciban -equivocadamente o no- como el tipo de persona que disfruta leyendo. Que me los presten sin pedirlos me gusta menos: indica una percepción aún más halagadora ya que confían en que lo vaya a devolver, pero tiendo a perder las cosas y es demasiada responsabilidad. 

 

A lo que iba: Tres libros, tres, me han regalado este año por mi santo. Y, al ojearlos, descubrí que la contraportada del de Barley empieza diciendo: “El antropólogo inocente es un texto ciertamente insólito del que se dijo: Probablemente el libro más divertido que se ha publicado este año. Nigel Barley hace con la antropología lo que Gerald Durrell hizo con la zoología”. Pues ya está, no hay más que hablar: el antropólogo inocente va a ser mi próxima lectura. 

 

 

De hecho, y como lo tengo aquí delante mientras tecleo, puedo añadir que el subtítulo -que no sale en la cubierta- es “Notas desde una choza de barro”; y leo en el prólogo que “Pocas veces se habrán visto reunidos, en un libro de antropología, un cúmulo tal de situaciones divertidas, referidas con inimitable humor y gracia, y una competencia etnográfica tan afinada…” Y ya, si empiezo con el primer capítulo, resulta que la idea de hacer trabajo de campo -en este caso, irse a Camerún con la tribu de los dowayos- le pareció a Nigel Barley una forma excelente de facilitar sus clases: “Cuando me viera obligado a hablar de un tema en el que fuera totalmente ignorante, podría echar mano de mis anécdotas etnográficas (…) y extraer un prolijo relato que tendría callados a mis alumnos durante diez minutos”. Me está cayendo divinamente Nigel Barley, y pongo punto final a estas líneas porque voy a seguir leyendo de la misma.