“No faltan milagros, falta asombro” es algo que creo que dice Chesterton. Y si no es él, pues no importa, como si lo dice el porquero de Agamenón. Estoy de acuerdo. Hay que asombrarse.

A veces miro la luna en la fase que sea y se me escapa un “Ahí va”, sobre todo a esa hora en que aún hay luz en el cielo pero ya han encendido las farolas de los parques. “Buá”, puedo decir también cuando saboreo algo que Manuel se ha pasado varias horas cocinando y que luego ha emplatado con mimo sobre una tabla de madera, regado de pétalos raros y frutos secos. “Jo” también lo digo mucho: por ejemplo cuando José me da la mano para ayudarme a remontar una cuesta pronunciada, o cuando Gonzalo y Brianda se intercambian alianzas tan jóvenes, tan sonrientes y tan monos, o cuando mi perro apoya su cabeza en mi regazo y ronca cada vez más fuerte al irse quedando dormido. Ahí va, buá y jo son algunas de mis expresiones habituales ante la maravilla del mundo, así expreso mi esperanza, mi asombro y mi inmenso agradecimiento.

Mucho más articulado ante el milagro resulta Jesús Montiel, que nació en Granada en 1984 y que ahí vive. Sé que tiene muchos hijos y varios libros que aún no he leído – mi admirado Enrique García Maiquez reseña uno de ellos aquí:

Yo de momento voy a seguir con la lectura de “Lo que no se ve”, de Pre Textos. Me lo regalaron, y lo subí a un avión para ese rato corto en el despegue y aterrizaje en que te piden que mantengas apagados tus dispositivos electrónicos. Me desparramé sobre mi asiento de ventanilla odiando a la humanidad. Odio la estabulación humana en los aeropuertos, que te confisquen las pinzas de depilar en el control de seguridad, me indigna el precio de un botellín de agua. Para colmo, me tocó una madre joven amamantando a un bebé de pocos meses justo en el asiento de al lado. Procuré abstraerme, y empecé a leer tratando de ignorar -sin éxito- los ruiditos del lactante.

No voy a destripar nada, porque hay poco que destripar: no es apenas una historia, no hay giros en la trama, es una especie de carta de amor a una abuela. Podría decir que subrayé “Una ventana encendida se parece mucho a la misericordia”, pero no sé si sacada de contexto la frase resulta tan bella como realmente es. Qué belleza de libro.

Dejé de leer después de unas pocas páginas, ya reconciliada con el mundo. El gesto amoroso de esa madre a mi lado, el prodigio de estar viendo las nubes desde arriba, la pareja de ancianos cogidos con fuerza de la mano porque a él, claramente, le aterraba volar.

En aquellos minutos, Jesús Montiel me había prestado sus ojos de niño asombrado y había cambiado todo. Voy a seguir leyendo, despacito, como sorbos a una cantimplora salvífica en una travesía muy larga.