Me he quejado a veces de que Christian Bobin, al que nunca dejaré de agradecerle su libro Autorretrato con radiador, haya caído en una complacencia con su estilo que raya en la facilidad. No extraña, por otra parte, porque es un estilo para estar complacido. Autorretrato con radiador abría un sendero muy provechoso al diarismo actual, yendo por dentro, emocionándose con lo pequeño, haciendo del susurro y de la mirada las columnas suficientes del edificio de una vida. Jesús Montiel ha sido quien mejor ha aprendido la lección entre nosotros. Lo malo es que también Bobin es un excelente discípulo de sí mismo.
En Las ruinas del cielo se hace un quiebro, porque junto a su estricta observancia de la realidad, mira y piensa y siente la ruina de Port-Royal, con el mismo mimo minucioso de su prosa miniada. Nos trae a la memoria, de regalo, un recuerdo constante a nuestro don José Jiménez Lozano.
Así que he de reconocer que la complacencia ni me extraña ni tampoco me importa en el fondo, aunque proteste, porque para algo soy crítico. Lo cierto es que trato de leer todos sus libros, y mi impaciencia con Bobin rápidamente se queda atrás, en cuanto no le subrayo ni le celebro sus tics. Porque me ofrece muchos aciertos que memorizar y que sentir. Su talento, como el corcho de un pescador desde la escollera, flota encima de cada ola.
Y saca de las aguas cerradas unos peces relucientes. Para el barbero del rey de Suecia, Bobin es un comodín. Esta semana tan complicada he sacado del libro uno y dos artículos, y estos fragmentos de aquí, tan vivos y plateados. No se puede pedir más. Vean, más cielo que ruina:
Leer y escribir son dos puntos de resistencia al absolutismo del mundo.
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La muerte se ha llevado a mi padre pero se ha olvidado su sonrisa, igual que un ladrón sorprendido huye abandonando una parte de su botín.
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No hay infinito sin clausura.
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¿Por qué viajar? Salgo diez metros y ya estoy invadido de visiones […] La vida tiene una densidad explosiva.
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En 1609 aparece sin nombre de autor un pequeño libro inventariando las treinta y cuatro situaciones en las que se puede matar sin perder el alma. Está escrito por el abad Saint-Cyran para responder a una cuestión planteada por Enrique IV.
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Según Saint-Cyran nada será feliz en el cielo si no lo ha sido en la tierra.
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Todo lo que hacemos suspirando está manchado de nada.
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Cada día tiene su veneno y, para quien sabe ver, su antídoto.
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Esa extraña alegría sin la que nada verdadero puede hacerse.
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Escribir —obedecer a lo que vemos.
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Está la moda y está el cielo, y entre las dos, nada. Lo que hace la lectura de la vida difícil es que hay modas de todo, incluso del cielo.
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El pájaro carbonero sobre la barrera arroja las chispas de oro de su canto. Es su trabajo y es también el mío.
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Cada una de nuestras alegrías es una figura en una vidriera. Nuestra muerte es el plomo que sujeta el conjunto. [Véase el poema «El precio» de JJL]
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De no importa qué lugar se tiene una vista inexpugnable del paraíso.
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Las personas son obras maestras que cogen el tren.
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La moda es un verdugo que sus víctimas aclaman.
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En esta vida no hay nada más bello para la vista que la gente y la corona que llevan torcida sobre la cabeza, sin saberlo
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La honestidad y la paciencia son las raíces del cielo.
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Todos nosotros estamos atrapados en un cuento y el menor de nuestros gestos tiene consecuencias eternas. La sonrisa de un pastor engendra un santo —o un diablo.
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Del que parte sin decir adiós o sin pagar se dice en el siglo XVII que «hace un agujero en la noche». [Es tan bonito que se justifica, como regla mnemotécnica que usemos aquí lo de «despedirse a la francesa»]
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No hay alegría más grande que la de encontrar la palabra justa: es como venir al auxilio de un ángel que tartamudea.
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Intento pintar con palabras esa luz que acaba de entrar por la ventana y se ha plantado ante la piel rosada de la pera. No lo consigo y ese fracaso no está exento de alegría —como perder a un juego con un amigo.
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Jamás me acostumbraré a nada.
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En la noche, yo escuchaba en el cuarto de al lado la voz luminosa de mis padres hablando sobre la jornada ya acabada. Jamás he escuchado algo tan bello.
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El desfallecimiento es el único pecado mortal.