En dos mil dieciséis frecuentaba yo el área de quimioterapia del hospital más cercano a mi pueblo. Entre las batas blancas de los enfermeros, auténticos ángeles de la Seguridad Social, y amarrados al duro banco de las agujas, los pacientes nos enfrascábamos en sesudas conversaciones, en disquisiciones filosóficas y proyectos para un tiempo nuevo.

Proyectos que siempre incluían lo de «pasar más tiempo con la familia», «valorar cada instante de nuestra vida» o «amar más, esforzarnos por amar más», o lo que es lo mismo, esforzarnos por salirnos de nosotros mismos; porque el amor es precisamente eso, esforzarnos y preocuparnos por otro; única manera de quitar a la muerte, sin anularla ni vencerla, buen parte de su ineludible realidad y consistencia.

A pesar de nuestros buenos propósitos, alguna vez moría alguno. El amor y la muerte frecuentaban aquellas salas y un silencio espeso, brumoso, nos envolvía a todos. Había días en que todo era niebla, miedo y desesperación que, en mi caso, trataba de paliar encerrándome en la luz de mis poetas queridos, en los libros sanadores donde habitan la luz que apacigua, el ritmo que sosiega, la palabra que alivia y eleva. Fue por entonces, en una de aquellas sesiones, cuando leí La más que viva, de Chistian Bobin.

La más que viva apareció en aquel dos mil dieciséis, y lo hizo, por primera vez en lengua española, en la modestísima —convienen aquí algunos superlativos de modestia para hablar del autor de El bajísimo—, en la modestísima, decía, editorial Canto y cuento, que dirige el poeta José Mateos. No lo conocía —nunca había tenido noticias de este autor francés—, pero desde el primer momento tuve claro que aquel pequeño libro estaba preñado de vida, como puede estarlo una música o como lo está el ataúd donde se han llevado a alguien que amamos. Precisamente el libro habla de un ataúd querido, el que un día de verano de un fin de siglo se llevó a Ghislaine, amiga/amor cortés de Bobin, muerta a los cuarenta y cuatro años.

Devoré con los ojos aquellas páginas, una y otra vez; transité una prosa a veces poéticamente ruda, incluso tortuosa —el mismo Bobin habla de este libro como una extensión de tierra, e invita a los hijos de la muerta, y nos invita a nosotros a recorrerla—, hasta que pude llegar a alguna fuente de agua buena y entender con el corazón, o sea, no entender, sino experimentar, vivir, que «el corazón de quienes amamos es nuestra auténtica morada». Nunca estamos más en nuestra casa, más dentro de la vida, de nuestra vida, que cuando ponemos nuestro corazón en otro corazón —un corazón solitario no es un corazón, que dejó dicho Antonio Machado— y nunca es más plena la realidad, más asombrosa y más minuciosamente matizada.

El amor no puede con la muerte. Es fuerte como ella y, como decía antes, sin vencerla, logra transformarla, convertirla en claridad honda. Ghislaine ha muerto, pero es la más que viva, que no habita ya un cuerpo, pero que está en todo lo bello, en la palmaria realidad; porque, antes, con cuatro gestos y una sonrisa, lo ha ido vistiendo todo de hermosura, como deja entrever Bobin, con clara resonancia sanjuanista, en el párrafo donde explica que las tiendas a las que le acompañó alguna vez se le antojan de fábula tras su muerte, y lo hacen soñar aún más que los países más lejanos.

La más que viva es la genealogía de una sonrisa, único botín que no puede llevarse la muerte. Sobre esa sonrisa, sobre la luz de la sonrisa de Ghislaine, construye Bobin el pequeño jardín que es este libro, del que brotan flores, florecillas franciscanas, que nos dejan el aroma —la poesía— y la conciencia de lo eterno: que los muertos nos piden que vivamos, que no nos hagamos daño y que nos riamos mucho; que los muertos no están en sus tumbas, sino en el cielo abierto; que la vida es bendita aunque muera lo que amamos, o que «la hermana pequeña del amor es la alegría».

Aquel año del que hablo, cuando llegó a mis manos este libro y me floreció en ellas, o quizás el año siguiente, murió una de mis compañeras de tratamiento. Debía tener más o menos la edad de Ghislaine, la madurez bella de los cuarenta y, como ella, era de sonrisa pronta. A su marido, a quien frecuenté en los meses posteriores tratando con mi amistad de atemperar su desolación, le regalé La más que viva, por si entre sus páginas podía recoger también el ramillete de flores que todo dolor nos entrega. «No lo entiendo muy bien, pero  algunas veces X y yo hablábamos de estas cosas», recuerdo que me dijo. No hablamos mucho más, pero sé que el libro le agradó, que entre el robledal de las palabras y los conceptos, entre la tierra fértil y la poesía de Bobin, entrevió alguna que otra vez la sonrisa siempre viva de su mujer.

Bobin ha muerto ahora. También él es ya «el más que vivo». También él es ya una sonrisa inapagable que nos alumbra, una voz hermana que alecciona. Lo que es para mí: Bobin vivirá siempre en el Réquiem de Fauré, tan preñado de vida según él mismo nos explica en este libro vivo, siempre vivo.