José Antonio Montano me interesa mucho y me hace gracia incluso cuando habla de política, estando yo en sus antípodas ideológicas, para nuestra mutua alegría. Es el último mohicano de la socialdemocracia, aunque a mí no me importaría nada que la izquierda española fuese una muchedumbre de montanos, incluso pagando el peaje de su ironía mordaz contra nosotros, los últimos ultramontanos. Véase si no este diagnóstico imprescindible: «El pseudoprogresismo campante (¡y permítanme ese pseudo, porque mi visión quiere ser progresista!) es hoy la religión realmente existente, la que opera de verdad».
Pero es que, además, en su libro Inspiración para leer (BJD, 2021) habla poquísimo de política y nada de las camisas de mangas largas arremangadas, contra las que demuestra una particular intolerancia en significativo contraste con mi absoluto respeto constitucional a sus manguitas cortas, si le gustan. En el libro se concentra en la gozosa celebración de la literatura, de la inteligencia y de la vida.
El volumen está compuesto por artículos ya publicados; y bastantes ya los habíamos leído. Montano, a la vez que se disculpa en el prólogo por no haber sido capaz de escribir un libro ad hoc, presume de lo mismo en la cita inicial, de Nietzsche, nada menos: «No quiero leer ya a ningún autor al que se le note que quería escribir un libro, sino solo a aquellos cuyos pensamientos se han convertido en libro de forma impremeditada». Terminado el libro, nos quedamos con la carta de presumir, porque no es para menos. En conjunto, los textos ganan y se enriquecen mutuamente. Dibujan la imagen de la cara de Montano y, todavía más, el tamaño (grande) de su categoría como escritor. Agradecemos en el alma a la editora que le empujase durante años, como se nos cuenta, a que se tirase a la piscina de la recopilación. Una piscina es la ilustración, precisamente, de la cubierta del libro.
El título, que desde fuera no parece gran cosa, es perfecto, desde dentro. «Siempre he necesitado inspiración para leer», afirma el autor. Y resulta que es verdad. El libro demuestra que sus lecturas conllevan una dosis indiscutible de inspiración. «Si no estoy inspirado, no hay manera», insiste. Parafraseando a Eliot, yo añadiría que luego viene la traspiración, que es el trabajo que hay en la escritura provocada por esas lecturas mano a mano con las musas. Si la inspiración se nota en la brillante perspicacia de las observaciones, la transpiración, en la luminosa transparencia de la prosa.
Así las cosas, me di cuenta de que iba totalmente enganchado cuando llegamos a los artículos dedicados al cine de Pedro Almodóvar. ¡No me los salté! Y, además, los disfruté. Y, en tercer lugar, me reconcilié con el cineasta, al menos con el Almodóvar de Montano.
Por suerte, Montano, que es un lector borgianamente obsesivo que vuelve a sus autores una y otra vez, tiene fervores que comparto más. Pienso en Pessoa, en Cioran, en Savater, en Trapiello, en Uriarte… A mí me cita una vez, aunque, naturalmente, para quitarme la razón.
Otra consecuencia natural: siendo un libro fundamentalmente de lecturas ajenas, José Antonio Montano se revela como un gran barbero del rey de Suecia, esto es, como un gran coleccionista de citas esenciales. Se podría hacer un segundo barbero de este libro al rebufo: recogiendo las citas de otros que agavilla. Bastará esta historia tan bonita. La cantante Maria Bethania, tras pasar una tarde ensayando con Joao Gilberto, concluyó: “Me fui presentada a mí misma”
Por supuesto, Montano nos presenta a muchos escritores, incluso a algunos que ya creíamos conocer bien, pero también a nosotros mismos, en pequeños detalles reveladores. Un caso deslumbrante, aunque sería mejor decir sonoro, esta constatación psicológica: «He estado años refunfuñando; pero lo cierto es que, cuando he logrado escribir con atención, los ruidos han desaparecido. Quizá haya que tomarlos como señales: igual que las “bandas sonoras” de las autopistas. Uno se mete en el carril de la concentración, y escribe o lee. Y si percibe el ruido es que se está saliendo». Me ha estado pasando lo mismo toda la vida, sin haberme dado cuenta.
No sólo de los demás y de nosotros, también sabe hablar de sí mismo. A menudo, con densidad de microcuento. Como cuando va al cine a ver la última de Woody Allen: «En cierto momento me di cuenta de que una desconocida se reía con los mismos [chistes culturetas] que yo. Era como de cuento de hadas, o de película de Woody Allen. No quise verla, así que salí antes de que encendieran las luces».
Las frases que recoge el barbero pueden entenderse como esas risas en la oscuridad, sueltas y sorprendentes, aunque la película vaya por dentro, y sea estupenda. Como ya lo había visto a la entrada, no me ha extrañado nada que las risas vengan de Montano, por más ultramontano (¡ahora el doble!) que sea uno.
He sido un no lector de Julio Verne en cuya vida Julio Verne ha tenido presencia.
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Aquel formato del «libro de artículos», que descubrí entonces, se veía afectado por la colisión entre la rapidez que latía en los textos y el reposo a qué invitaba el libro. Era un juego con el tiempo.
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El arte tiene que ver menos con la belleza (y con la bondad) que con la verdad.
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Soy un lector con muchos defectos, pero que sabe disfrutar con las lecturas de otros; soy un buen lector de buenos lectores.
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[La poesía de Eliot] La punzante conciencia del papelón histórico del ser humano en las postrimerías de la modernidad.
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Le da una especie de cuerpo a la sabiduría: el que otorga la literatura.
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Se me multiplican cancerígenamente los proyectos; antes de que lleguen, por supuesto, a su ejecución.
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Me repugna el buen salvaje cultural, y más si se mete a escribir libros; pero tampoco aguanto al tecnócrata del texto.
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Hay un cierto senabrismo ultracorrector que aspira a retirarle toda la sal al lenguaje. […] El asunto en arte es siempre el mismo: ¿resulta expresiva esa distorsión (aparente o real)?
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Pero este es el verdadero homenaje que España le rinde a su autor: seguir siendo la misma España, para que la lectura de Cervantes siga teniendo sentido.
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[Los diarios de Trapiello] En algún momento la cantidad empezó a sumar en vez de a restar, incluso para los que creíamos inicialmente lo contrario.
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Sólo hay que descansar un poco de Camba para querer volver a Camba.
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[Habla de la felicidad matrimonial de Chiquito y de cómo le devastó la viudez; también a Savater, y concluye:] Quizá la alegría que nos prodigaron ambos fue el excedente de su amor doméstico: por eso nos sentíamos en ella como en casa.
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La muerte le ha concedido lo que hoy suele faltar al arte: aura, sacralidad.
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Era dueño del don que más admiro, el más cortés: la ligereza.
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[Descubre el jardincito del palacio del príncipe de Anglona en invierno: era un jardín ceniciento y mustio. Volvió a entrar por casualidad en primavera y estaba resplandeciente.] Aquel trallazo de vida me conmocionó. Desde entonces he ido muchísimo a ese jardín, en todas las estaciones, para recordar que se puede renacer.