Hay series que se convierten en acontecimientos, precisamente por saber captar un aroma cultural, reflejando miedos colectivos y encarnando ansiedades del presente. Ficciones que se cuelan en la conversación: en tribunas de periódicos serios, en aulas universitarias, en ensayos oportunos. Black Mirror (que se puede ver en Netflix) es uno de esos productos que alcanzan el estatus de «hito», hasta erigirse en una de las teleficciones más definitorias de la pasada década. Aquella primera secuencia en la que el Primer Ministro británico se enfrentaba a un siniestro chantaje —mantener relaciones sexuales con un cerdo, en prime time, para salvar la vida de la heredera británica— era el pistoletazo de salida para un relato agobiado por la intersección entre tecnología, sociedad y vida. «The Twilight Zone en la era Facebook» era lo preciso de su reclamo promocional.

Así, durante sus cinco temporadas emitidas hasta la fecha, la antología creada por Charlie Brooker ha agitado temas como la tiranía del trending topic, la rebelión de las máquinas, la utopía que deviene distopía, los peligros de la telerrealidad, la obsesión por el like, los espejismos sintéticos del amor o el populismo político en una era de manipulación emocional y colapso informativo. Hay episodios brillantes y otros de ejecución rutinaria, pero en todos late esa ambición ensayística donde el ingenio de la premisa se abraza a la vocación de comentario social.

Aunque el referente más inmediato de Black Mirror sea la mítica serie de Rod Serling de finales de los cincuenta y principios de los sesenta (La dimensión desconocida, la titularon en España), es fácil rastrearle referentes e influencias, sobre todo en la literatura de ciencia-ficción. Entre los clásicos, Philip K. Dick sobresale por los giros inesperados de sus cuentos y sus historias donde los límites entre la realidad y la simulación siempre navegan borrosos y traicioneros. Sus colecciones de relatos son apasionantes y quien quiera saber por dónde respira solo tiene que imaginar Blade Runner, Desafío total o Minority Report, filmes que adaptaban su literatura a la gran pantalla.

Ese reconocimiento del engaño, esa actualización del déjà vu de Matrix, también atraviesa una novela —esta más reciente que las de Philip K. Dick— que aspira a parábola social: Nunca me abandones. Quienes solo conozcan al Nobel británico de origen japonés Kazuo Ishiguro por su señorial y célebre Los restos del día, se sorprenderán al descubrir en Nunca me abandones una historia que se disfraza de época para narrar una inquietante distopía con los avances genéticos y la clonación como paisaje narrativo y moral.

Es un viraje genérico similar al de otro escritor de la misma generación que Ishiguro (la denominada «generación Granta»): Ian McEwan con su reciente Máquinas como yo. En un Londres que ha seguido una historia alternativa, McEwan ubica una sociedad capaz de generar seres sintéticos. Dilemas morales y vida cotidiana para una historia que regresa a las últimas preguntas, que siempre son las primeras: ¿Qué nos hace humanos? Quienes hayan visto uno de los episodios más hermosos y demoledores de Black Mirror («Be Right Back», el primero de la segunda temporada) podrán entablar un diálogo textual sabroso entre la ficción televisiva y esta novela del autor de Expiación.

Son unos ecos entre la letra impresa y la secuencia televisiva que también resuenan en Estás sola, la novela de debut de Alexandra Oliva. «Doce concursantes, un juego de supervivencia y una realidad alterada. Bienvenidos a la selva». En una ficción que se inserta en la línea de Los juegos del hambre, Oliva añade una crítica a la telerrealidad, en línea con episodios de Black Mirror como «Fifteen Million Merits» o «White Bear».

Son solo cuatro propuestas para ampliar en papel el universo de Black Mirror, esa serie de televisión que nos recuerda lo pasado de moda que ha quedado el sintagma «la caja tonta».