Sucedió en Córdoba a finales del XIX. Una gitana agarró la mano izquierda de un muchacho y la soltó con desagrado: no veía en la palma la línea de la fortuna, lo que constituía, sin duda, un mal presagio. El chico –Maltés, Corto Maltés– se fue directo a casa, cogió la cuchilla de afeitar de su padre y la hendió en la carne, trazando una raya a su gusto. No sabemos si el gesto le trajo mucha suerte, porque a lo largo de su vida el destino le fue enredando en lances problemáticos, siempre rodeado de perdedores. Pero es posible que sin esa línea todo hubiera sido peor. Quién sabe.

Sabemos mucho de Corto Maltés: pocos personajes de ficción tienen una biografía tan densa, completa y apasionante. Por ejemplo, que nació en Malta, claro, en julio de 1887, hijo de una sevillana muy flamenca -la Niña de Gibraltar- y de un marinero de Cornualles. Aprendió a leer en casa de un rabino y se empapó de las obras de Stevenson, Melville y compañía. Pronto pasó de las aventuras de papel a las reales: antes de los quince años ya había visitado Egipto y Manchuria, y poco después conoció a uno de los ídolos, Jack London, en la guerra ruso-japonesa. Sería el primero de los muchos personajes históricos con los que el marinero habría de tropezarse en su vida.

Maltés, tal como lo dibujó Hugo Pratt, mide un metro ochenta. Arete de pirata, casaca, patillas boscosas y barbilla con hoyuelo. La mirada, altiva y misteriosa. Fumador compulsivo, a ratos sombrío, “hombre del destino”, nómada de profesión, solitario. Enamoradizo, cínico y decidido. Aunque no es un bravucón, no le tiembla el pulso cuando toca pelear -se carga a más de sesenta personas a lo largo de sus aventuras-.

Una condesa en la estepa

Publicado en 1967, La balada del mar salado, el primer tebeo de Corto Maltés, tiene uno de los mejores títulos. No uno de los mejores títulos de la saga, ni siquiera del cómic, sino de la historia de los títulos en general, y estoy dispuesto a batirme en duelo con quien lo niegue. La trama arranca en medio del Pacífico, en el preludio de la Gran Guerra. Rasputín, un desertor ruso, rescata a un tipo misterioso que flota en una balsa atado a una cruz de madera. Los dos hombres, junto con una pequeña partida, se enrolan como corsarios del Imperio Alemán.

En la primera entrega aparece también el gran amor romántico de Corto: Pandora Groovesnore, hija de un gran armador australiano, bellísima, brava e inalcanzable. Aunque, de las mujeres de su vida, yo me quedo con la duquesa Marina Seminova, aristócrata rusa que recorre la estepa, en el álbum Corto Maltés en Siberia (1974), a bordo de un tren blindado lleno de tesoros, en los estertores de la Rusia blanca.

Muy lejos de allí, en la Patagonia, Corto conoce a dos carismáticos forajidos americanos: Butch Cassidy y Sundance Kid. Tango (1987), uno de los mejores cómics de la serie, cuenta su reencuentro, muchos años después, en Buenos Aires. Hablando de bandidos, pero de los malos: en Ancona, Italia, a orillas del Adriático, nuestro personaje conoce a un oscuro portero de hotel llamado  Djougatchvili, que años después será conocido como Stalin. Esa relación salvará a Corto en La casa dorada de Samarkanda (1980).

Un continente sumergido

Bajo el signo de capricornio (1970), otra de mis entregas preferidas, contiene seis historias –El secreto de Tristán Batán, Cita en Bahía, Samba con Tiro Fijo, Un águila en la selva, Aquella metralleta española y Por culpa de una gaviota– que transcurren en América del Sur. El volumen tiene todo lo necesario para pasárselo en grande: tesoros, brujos, guerrilleros, códigos secretos, naufragios…

En sus últimas apariciones, nuestro héroe se vuelve más reflexivo. A las referencias culturales que trufan todas las historietas de Pratt –de Tomás Moro a Verlaine– se añaden las divagaciones filosóficas, pero sin dar demasiado la brasa. Corto piensa, sueña, a veces incluso alucina. Bordea el misticismo. Mu, la última aventura del héroe, narra la búsqueda de un continente sumergido en el Atlántico, frente a la costa de Centroamérica. Es también el momento más onírico de la saga.

En todos sus viajes, Corto muestra una envidiable independencia de criterio. Simpatiza con las causas perdidas, no por pose, sino por convicción. Enemigo del globalismo y la uniformidad, corre al banderín de enganche de cualquier bando que defienda su terruño y sus costumbres. Escéptico, medio anarquista, sospecho que muestra, en el fondo, una cierta pulsión conservadora.

Hongk-Kong, Venecia, Harare, Tegucigalpa…

Me gustan los álbumes de Corto Maltés porque contienen una dosis purísima de aventura. Espacios abiertos, violencia a flor de piel, exotismo a raudales. Pratt decidió dibujar sus aventuras con trazos impacientes, nerviosos, realistas, llenos de textura y de sombras, muy alejados de la línea clara del cómic belga, y ese estilo dejó huella en el personaje, o a la inversa: en sus aventuras, la línea siempre es borrosa. Héroe de culo inquieto, si cogiéramos en un mapa y colocáramos una chincheta en todos los lugares por los que pasó – Hongk-Kong, Venecia, Harare, Tegucigalpa…- apenas veríamos unos milímetros de color tierra.

Las mejores planchas de Pratt están a la altura de los grandes novelistas de aventuras, o mejor de los grandes novelistas, a secas. Diseña un fresco lleno de ambigüedades morales, lealtades, traiciones, redenciones y caídas. “He conocido cobardes a los que el miedo ha hecho valientes”, dice el marinero en una viñeta. También me gusta Corto por frases como esa, y porque sabe decirlas -¡milagro!- sin sonar cursi.

«Corto Maltés se irá”, dijo su autor, “porque en un mundo en el que todo es electrónico, donde todo está calculado e industrializado, no hay lugar para un tipo como él”. Hay quien dice que Corto vive una vejez feliz con Pandora, aunque otros creen que desapareció en nuestra Guerra Civil –yo diría que era demasiado inteligente y demasiado libre como para alistarse en las Brigadas Internacionales-. 

Lo cierto es que su línea del destino no estaba trazada en la palma de su mano izquierda, sino sobre un mapa mundi. Y es una línea sinuosa y fascinante.

 

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