“El comisario Maigret, de la 1.ª Brigada Móvil, levantó la cabeza y tuvo la impresión de que el zumbido de la estufa de hierro instalada en medio de su despacho y unida al techo mediante un grueso tubo negro se iba debilitando. Dejó a un lado el telegrama, se alzó pesadamente, reguló la llave y echó tres paletadas de carbón en el hogar”. Con esas líneas de Piotr el letón se iniciaba, en 1931, la larga serie de aventuras de Jules Maigret, repartidas en setenta y dos novelas y treinta y un relatos, escritos a lo largo de cuatro décadas.

 

En esa primera pincelada, poco más de sesenta palabras, se adelantaban en primicia las claves de un personaje complejo y fascinante, digno de codearse en el cielo de los detectives -aunque en ese cielo, si existiera, tendría que haber crímenes, todo un disparate teológico- con Dupin, Holmes, el padre Brown, Poirot y Miss Marple, Marlowe, Spade y compañía. En esas líneas está esbozado el entorno -un despacho frío y deprimente, con una zumbona estufa de carbón, y un telegrama recién llegado-, y el carácter del comisario -que se levanta pesadamente, casi suspirando, sin entusiasmo ni estoicismo, solo porque toca levantarse-.

Maigret es funcionario, una minúscula pieza en la maquinaria de la Administración francesa, y creo que no podría ser otra cosa: carece del espíritu emprendedor del detective privado. Vive en un universo hecho de lluvia y goteras, patios interiores, cruasanes calientes, mucho humo, cafetines en los que los parroquianos ojean con desgana los periódicos de la tarde, bistrós con mostrador de estaño y menú escrito con tiza, metros y tranvías, billares, descampados de las afueras en los que París se vuelve rural y caserones decadentes en los que se enrocan viejos aristócratas. 

Cuando sale de la capital, muy frecuentemente, casi nunca de vacaciones, suele acabar en entornos igual de sombríos. Incluso en la Costa Azul, por ejemplo, que visita en la magnífica novela Liberty Bar, acaba investigando un caso en un barucho sórdido, lejos de la playa, de los hoteles de lujo y del “sol deslumbrante” de Antibes que le recibe al bajarse del tren.

Siempre cuarenta y cinco años

Maigret tiene siempre cuarenta y cinco años, y no podría tener otra edad. Está asignado a la Policía Judicial. Alto, casado, sin hijos, muy fiel. Provinciano llegado a París. Bebe cerveza y calvados y le encanta el coq-au-vin alsaciano que prepara su mujer, endulzado con un chorrito de aguardiente de ciruelas. Fuma mucho en pipa, como su creador. Viste trajes gastados, gabardina y sombrero hongo. Más de Camus que de Sartre. Gruñón y pesimista, sentimental sin excesos, flemático, intuitivo no es en absoluto un cínico, pero sí elegantemente escéptico.

Su creador, el belga Georges Simenon (1903-1989), se ofendía cuando tildaban sus novelas de realistas. “Es rotundamente falso, porque si yo fuera realista escribiría exactamente las cosas como son. Y es preciso deformarlas para ofrecer una verdad mayor. Para ofrecer la verdad profunda, hay que deformar la realidad”.

Tardaba muy poco en deformarla: cada novela le llevaba unas dos semanas de media. Con cierta guasa, llegó a llamar a su método de trabajo, casi industrial, “la fábrica Simenon”. Cuenta una leyenda, sin duda apócrifa, que en una ocasión recibió una llamada de teléfono de Alfred Hitchcock. Su secretaria le respondió que no podía ponerse porque acababa de empezar una nueva novela. “Bueno, puedo esperar a que termine”, habría dicho el director británico.

Sin embargo, esa rapidez en la producción no era sinónimo de chapuza. Aunque sus novelas, que nunca revisaba una vez terminadas, tienen un encantador aire de naturalidad y descuido, en su prosa hay una envidiable riqueza de tonalidades, propia de quien domina el idioma y lo exprime sin esfuerzo. Nadie ha bordado como él las descripciones impresionistas. Sirva un ejemplo del comienzo de El perro canelo: “Concarneau está desierto. El reloj luminoso de la ciudad vieja, que se divisa por encima de las murallas, marca las once menos cinco. Hay pleamar y las barcas chocan unas con otras en el puerto debido a una tormenta del sudoeste. El viento se cuela por las calles, y a veces pasan trozos de papel volando a gran velocidad a ras de tierra. En el muelle de l’Aiguillon, no se ve ni una luz. Todo está cerrado. Todo el mundo duerme. Sólo las tres ventanas del Hôtel de l’Amiral, en la esquina de la plaza que da al muelle, están aún iluminadas”.

¿Novelas blandas y duras?

No es extraño que el comisario se haya ganado el aprecio de tantas grandes figuras de la literatura. Albert Camus habló del “encanto sorprendente” de sus novelas, Faulkner dijo que lo “adoraba” y Álvaro Mutis lo ha calificado como uno de los grandes escritores de su siglo. 

En nuestro país, Julián Marías definió las novelas de Maigret como “luminosas, alegres, llenas de aguda observación, complacencia en diversas formas de humanidad, comprensión, compasión”. Pedro Cuartango o Fernando Savater militan también en la primera línea de la infantería maigretista, y Federico Jiménez Losantos le dedicó una notable trilogía de artículos (Maigret y el caso Simenon). A Muñoz Molina le debemos una explicación muy acertada para la fuerte atracción que provoca la serie de novelas: está hecha de “nicotina literaria”. Pese a estas sólidas credenciales, Simenon, cuya obra fue muy divulgada en ediciones baratas entre los cincuenta y los setenta, había caído en un cierto olvido hasta que hace pocos años empezó a rescatarlo la Editorial Acantilado.

A Maigret, entre muchos otros, lo han interpretado en el cine dos grandes, Jean Gabin y Charles Laughton. Hace muy poco Rowan Atkinson -sí, Mister Bean-, en un sorprendente cambio de registro, ha protagonizado cuatro episodios de factura exquisita que se pueden ver en Filmin. Hay también varias series francesas, italianas, británicas y americanas sobre el personaje.

Pese a esta popularidad, o quizás por ella, Simenon se empeñaba, siguiendo a Graham Greene, en distinguir sus novelas del comisario de otras, más literarias, a las que llamó “novelas duras”, no sujetas a las convenciones del género; más personales, más libres y, es de suponer, mejores. Pero, a riesgo de llevar la contraria al propio autor, esa división es injusta y muy dudosa: hay una coherencia en toda su obra, una línea de calidad que, en los episodios de Maigret, conjuga la diversión de las tramas con la profundidad en la mirada.

El método Maigret

Maigret basa sus deducciones en las raíces de la mente humana, en los deseos, las debilidades y los complejos. Interroga a los sospechosos con silencios más que con preguntas. Un sagaz tuitero, José Joaquín, dijo hace un tiempo que el método de Maigret es el método de examen del alma que recomendaba san Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales. Es un buen observador de los detalles y de los entornos, y no se fía de las primeras impresiones.

Su método, claro, está estrechamente relacionado con su vida. En El caso Sain-Fiacre, una de las novelas más intimistas, Maigret vuelve a los escenarios de su infancia, al pueblo en el que nació, cuando su padre trabajaba como administrador del conde. Allí revive  “las sensaciones de antaño: el frío, el escozor en los ojos, la punta de los dedos helada, el regusto del café. Y después, al entrar en la iglesia, una vaharada de calor, de luz tenue; el olor de los cirios, del incienso…” Es muy recomendable sumergirse en esta novela para comprender mejor la evolución del personaje, lleno de matices, aunque su biografía, a lo largo de tantas obras y tantos años, mostrara una cierta flexibilidad.

Maigret es feliz a ratos, creo, aunque la suya es una felicidad melancólica, con la nostalgia de una tarde de domingo. Cumple con su deber y a veces se divierte en el proceso. No es un adicto a su trabajo, pero le gusta realizarlo bien, sin dejar aristas. Su vida es muy diferente a la existencia excesiva de su autor -viajero, juerguista, mujeriego en extremo-, que a ratos llegó a odiarlo, aunque supusiera para él una suculenta fuente de ingresos.

Maigret, en suma, nos gusta tanto porque se parece bastante a nosotros, porque es un tipo humano y corriente, tridimensional, que no necesita superpoderes para resolver los casos. Por eso, y volviendo al comienzo, sus aventuras no podían empezar de otra forma. Ni con una explosiva escena de acción, ni con un muerto todavía caliente, ni con la descripción de una mansión lujosa y rodeada de jardines. Tenían que empezar justo así: con el zumbido sordo de una estufa de hierro en un insignificante despacho del Quai des Orfèvres.

 

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