Dicen que el nombre de Perry Mason, el abogado de ficción más famoso de todos los tiempos, aparece citado en más de 250 sentencias judiciales en Estados Unidos. En su sesión de confirmación ante el Congreso, la juez del Supremo Sonia Sotomayor afirmó que su vocación jurídica nació gracias al personaje. En España, Chiquito de la Calzada convirtió en muletilla la frase “esa multa no te la quita ni Perry Mason”, deformada después al incorporarse al lenguaje popular. Si bien estas referencias culturales se derivan principalmente de la serie de televisión que triunfó hace medio siglo, las novelas han envejecido incluso mejor y siguen divirtiendo a muchos lectores con una fórmula tan sencilla como eficaz.
Erle Stanley Gardner nunca terminó sus estudios de Derecho, pero se las arregló para aprobar el examen de habilitación y ejerció como abogado en California. Sin embargo, pronto se aburrió de la práctica forense y decidió dedicarse a escribir novelitas populares, principalmente novelas de detectives y del Oeste, con varios pseudónimos. Pronto logró dominar la técnica. A finales de los años 20, ya ganaba mucho más dinero que escritores consagrados, mientras estos miraban por encima del hombro su sencillo producto de artesanía literaria.
Su gran éxito llegaría después, en 1933, cuando concibió, quizás recuperando los recuerdos de su breve experiencia profesional, a un abogado penalista que conquistaría a millones de lectores en todo el mundo. La novela, la primera de 82, se titulaba El caso de las garras de terciopelo.

 

Picapleitos o rival temible

No sabemos muchas cosas de Perry Mason fuera de su trabajo. Es amante de los chistes malos, detesta los paraguas y fuma mucho. Le encanta la mantequilla, toma la carne poco hecha y mataría por unas patatas a la lionesa. Vive solo en un apartamento. Viste gabardina y se mueve por Los Ángeles en un coche vistoso.
En cuanto a su faceta profesional, Mason es concienzudo, maniático y comprometido con sus clientes. Nada pesetero, acepta casos interesantes y retadores aunque el riesgo de impago sea alto. Gana casi siempre -ojo, ¡no siempre!- gracias a su agilidad verbal, su dominio de la técnica de interrogatorio y su manejo de los testigos y las pruebas. En sus propias palabras, “soy especialista en sacar a la gente de los líos en los que están metidos. […] Si preguntáis por mí a algún abogado de familia o mercantil, probablemente os dirá que soy un simple picapleitos. Si preguntáis a algún funcionario de la oficina del fiscal del Distrito, os dirá que soy un rival peligroso, pero no sabe mucho sobre mí”.
En el terreno ético, ciertamente, el personaje tiene claroscuros: aunque casi siempre juega limpio, a veces parece creer que el fin justifica los medios, y en las primeras novelas no duda en alterar prueba o presionar a testigos. Esto lo diferencia claramente del Mason de la serie de televisión, de la que hablaremos luego: este último era un ejemplo de moralidad intachable, y ni siquiera se conformaba con ganar con argumentos técnicos: solo le valía probar que su cliente es incapaz de matar a una mosca, mientras daba, al tiempo, con el verdadero culpable.

¿El fiscal más inepto de la historia?

Mason mantiene una relación ambigua con su secretaria, Della Street: eficaz, divertida y atractiva; unos quince años menos que él. Procedente de una familia acomodada, Street se vio obligada aceptar el empleo después de que su padre se arruinase en el Crack del 29. Sale a comer y a cenar con su jefe, a quien trata con gran familiaridad. Entre los dos hay un innegable coqueteo, aunque en las novelas nunca se concreta en relación sexual ni romántica.
Otro gran personaje de la saga es Paul Drake, detective privado y socio habitual de Mason. Completa el elenco el fiscal Hamilton Burger, el principal antagonista del abogado. Se ha dicho, basándose en su porcentaje abrumador de derrotas, que Burger es el fiscal más inepto de la historia, pero no sabemos si tiene más suerte al enfrentarse a otros letrados. Lo cierto es que su repertorio de artimañas argumentales y juegos de interrogatorio parece muy pobre al lado del de Mason.
Estos personajes, y unos pocos otros habituales, se mueven en tramas que repiten siempre el mismo esquema, pero jugando con decenas de combinaciones y giros, hasta desembocar en un juicio espectacular en el que el culpable, casi siempre, acaba confesando. El caso del gatito imprudente, el primer libro de la saga que leí y uno de mis favoritos, empieza con el envenenamiento de un minino. En El caso del ojo de cristal, el autor se atreve con el manido esquema del falso suicidio, pero sabe darle una salida original. Un billete de diez mil dólares cortado en tres trozos recorre el argumento de El caso del anzuelo con cebo, asomándose de vez en cuando para tentar al protagonista.

Puede llamar a un abogado

Debido al empleo de una fórmula, todas las tramas son relativamente similares, pero ese parecido, lejos de aburrir o estorbar, da a las novelas una confortable atmósfera de familiaridad. Nos consuela saber que Mason seguirá siempre su método, en el estrado y en la vida, y no nos decepcionará con caprichos o invenciones extrañas.
Esa regularidad la mantuvo la serie histórica, protagonizada por Raymond Burr, que triunfó en los 50 y los 60 con nada menos que 271 capítulos. Estrenada en 2020, la nueva versión de HBO no es del todo mala, pero tiene poco, o nada, que ver con la saga literaria. El guion esboza a un Mason que todavía no es abogado, sino que ejerce como detective, un tipo mucho más torturado -alcohólico, veterano de guerra, en un tormentoso proceso de divorcio- que el concebido por Gardner. Por si fuera poco, el flirteo con Della desaparece, al convertir su personaje en una lesbiana que vive con su pareja. Resumiendo, el nombre de Perry Mason sirve apenas como gancho para crear un noir de estética atractiva, aunque algo embarullado narrativamente.
Pero, en fin, bienvenida sea la nueva serie, con sus defectos, si sirve como excusa para volver a las novelas, un producto de entretenimiento de gran calidad que está reeditando Espasa con unas portadas casi tan vistosas y coloridas como los títulos. Sin pretensiones, con ritmo de jazz y llenos de sol californiano, los libros de Gardner son la cura perfecta contra la melancolía otoñal. Y ya saben: si se meten en un lío, en un lío de verdad, tengan a mano en la agenda el teléfono de Perry Mason.