A Tintín hay que volver a menudo porque es divertido, sencillamente. Sin necesidad de excusas o, peor, de justificaciones pedantes. Pero, junto a ese placer principal, que reside en una narración de primera calidad, en unos dibujos bellísimos -línea clara, ¡clarísima!- y en unos personajes inmortales, hay placeres secundarios nada desdeñables. Uno de ellos es el de interpretar las tramas históricas que fluyen por debajo de cada historieta, a menudo disfrazadas, y aprender así mucho sobre su tiempo. (Varios autores sesudos se han dedicado a la tarea. Tintin-Hergé: una vida del siglo XX, de Fernando Castillo, por ejemplo, es una guía muy sólida y amena para enlazar historia y ficción).

 

 

Para Hergé, el escenario no es un mero fondo de las historias. Obseso de la documentación, cada detalle, desde los carteles publicitarios en la China de El loto azul hasta el cohete de Aterrizaje en la Luna, está medido y calculado. También, por supuesto, los acontecimientos históricos a los que alude, directa o indirectamente, más o menos disfrazados, en una suerte de episodios (inter)nacionales.

El reportero, que visitó los cinco continentes, prestó bastante interés a un área concreta del mundo: Hispanoamérica. En contraste con su relativo desinterés por España, que no llegó a pisar -solo contempla Tenerife desde un barco camino del Congo-, los países de América Central y del Sur están presentes, con bastantes referencias, en las historietas de la serie.

Tres de los veinticuatro álbumes transcurren en la zona. La arqueología prehispánica -ídolos, pirámides o ciudades perdidas-, la realidad social o los personajes estereotípicos enriquecen el mundo de Tintín. Por si fuera poco, incluso el capitán Haddock usa varios de sus topónimos para sus cataratas de insultos: azteca, zapoteca o patagón.

Un fetiche arumbaya

Infestado de mosquitos y de serpientes venenosas, mortalmente seco medio año e infierno verde la otra mitad, recorrido de aguas pestilentes que provocan la disentería al primer sorbo, pocos teatros de operaciones han sido más hostiles que el Chaco Boreal. Allí se desarrolló, entre 1932 y 1935, una guerra cruenta y absurda entre Bolivia y Paraguay, que provocó 60.000 y 30.000 bajas, respectivamente, en cada bando. 

En La oreja rota, álbum publicado en 1937, San Theodoros y Nuevo Rico son el trasunto de los dos países sudamericanos, que pelean por un territorio llamado “Gran Chapo”.  (Los tintinistas han debatido mucho sobre la ubicación exacta de ambas repúblicas. Parece que están en América del Sur, en algún punto al norte del Amazonas y al sur de las Guayanas, pero muchos de sus rasgos culturales y geográficos parecen proceder, más bien, de Centroamérica y de México). El general Alcázar, y su archienemigo el general Tapioca, caricaturizan de forma afilada a los espadones hispanoamericanos de su tiempo, -el general mexicano Plutarco Elías Calles, Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, el peruano Luis Sánchez Cerro, el venezolano Juan Vicente Gómez, etc-. 

También se lanzan dardos contra las empresas petroleras que apoyan a cada contendiente para obtener beneficios en los yacimientos del área en conflicto, así como los traficantes de armas, representados por el personaje de Basil Zaharoff. Podemos imaginar que el malvado comerciante haría después un suculento negocio con nuestro país: no en vano, buena parte del excedente de armas de la Guerra del Chaco acabaría, pocos años después, en el frente español.

Al margen de lo histórico, La oreja rota es un álbum de gran calidad. Su “macguffin” es la búsqueda de un fetiche arumbaya, inspirado en realidad en una talla chimú, procedente de la costa norte del Perú, que Hergé vio en el Museo del Cincuentenario de Bruselas. La trama está llena de giros, sobresaltos y humor ácido, con una pizca de dramatismo.

La ciudad secreta de los incas

El díptico formado por Las siete bolas de cristal y El templo del Sol es una de las cumbres de la serie. El primer cómic, bien cargado de misterio –a veces incluso de terror-, alude en varias ocasiones a la cultura andina, aunque es en el segundo cuando los protagonistas desembarcan en el puerto del Callao para rescatar al profesor Tornasol.

Una vez más, el autor belga abordó el asunto con minuciosidad de erudito: paisajes, ropas o arquitectura están basados de modelos reales. Parece que su principal fuente visual fue “Pérou et Bolivie”, un libro de grabados de Charles Wiener publicado en 1880. En cuanto a las imágenes del tren, se basó, dicen, en una enciclopedia de trenes de Hachette. En su primera publicación en la revista Tintín, cada episodio de El templo del Sol iba acompañado de un suplemento que aportaba al lector documentación histórica, de gran calidad, sobre la cultura incaica.

Si la historia de la maldición de la momia se basa claramente en las leyendas sobre el sarcófago de Tutankamón, la idea de la ciudad perdida en los Andes parece provenir del descubrimiento de Machu Picchu en 1911, en una expedición liderada por Hiram Binghan. La solución del eclipse -no haremos spoiler a quienes tengan la suerte de acercarse a la historia por primera vez-, años después, le pareció poco verosímil a Hergé, pero hay que admitir que encaja a la perfección en el esquema narrativo.

Aunque este álbum es menos político y más fantasioso que el anterior, Hergé encuentra espacio para la crítica social, especialmente a través de un personaje carismático: Zorrino. Así como Chang había introducido a Tintín en el mundo asiático, este joven peruano lo acompaña en su inmersión en la cultura andina. A través de sus ojos, el reportero descubre problemas enquistados en la sociedad criolla, como la discriminación racial, que aborda sin ánimo de sermonear. Que nadie espere encontrar en estas planchas una versión ilustrada del mito del buen salvaje: la visión es mucho más seria y matizada.

Pícaros y guerrilleros

Tintín tardó unas cuantas décadas en volver a pisar la Iberosfera. Editada en 1976, y ubicada de nuevo en San Theodoros, Tintín y los pícaros es una historieta más desengañada y escéptica que las dos anteriores. Transcurre en la agitada era de las revoluciones y guerrillas que agitaron la región, con muy pocas excepciones, en los sesenta y los sesenta. La revolución cubana, la expedición del Che Guevara en Bolivia, los montoneros en Argentina, la guerrilla sandinista en Nicaragua o los tupamaros uruguayos parecen ser algunas de las fuentes de esta historia.

A la llegada de Tintín, Los Dopicos, la capital de la república, ha sido rebautizada como  Tapiocápalis. Apoyado por Borduria, trasunto de las dictaduras militares comunistas, el general Tapioca se ha hecho con el poder absoluto. En la selva, la guerrilla nacionalista de Alcázar intenta ganar palmos de poder. Tintín acepta colaborar con sus planes, siempre con una condición: que la conjura se haga de forma incruenta. Las escenas del carnaval son especialmente ricas en colorido y, como anécdota, en una de las planchas se cuela Asterix, el gran rival del belga por el trono de gran estrella del cómic europeo.

La capacidad de análisis social de Hergé está más presente que nunca: son muy reveladoras las viñetas dedicadas a Tapiocápalis, que evidencian la desigualdad extrema entre zonas ricas y pobres. Aunque Tintín se adscribe al bando de Alcázar por razones de lealtad, no puede disimular su escepticismo: es dudoso que un simple cambio de caudillo vaya a transformar la realidad del país. Tampoco se libran de la crítica ácida los medios de comunicación, cuyo papel en San Theodoros es, como poco, ambivalente.

El final del episodio, relativamente abierto, deja un cierto sabor amargo: los problemas de San Theodoros en los 70 se parecen demasiado a los retratados medio siglo antes.

Aventura, peligro y camaradería

Las tres aventuras reseñadas son, sobre todo, un antídoto contra la cursilería, que tanto sobra en quienes se aproximan a la realidad hispanoamericana. Hay mucha más profundidad de análisis en las viñetas de Hergé que en Las venas abiertas de América Latina, de Galeano. Su visión realista de los problemas del subcontinente, filtrada siempre por una mirada ética, es ajena a las simplificaciones políticas. Más de Alcázar que de Tapioca, aunque más por amistad que por afinidad ideológica, Tintín es plenamente consciente de los problemas sociales endémicos, pero sabe que los revolucionarios barbudos no son la solución mágica.

Enemigo de los déspotas y de los corruptos, paladín de los débiles, respetuoso de las tradiciones, leal siempre a sus amigos, Tintín, en palabras de Fernando Castillo, recurre para fundamentar sus actitudes “a razones que están en el derecho natural, sin recurrir a posturas ni ideológicas ni religiosas, algo especialmente difícil en el siglo del compromiso”. Para aproximarse a una región, la hispanoamericana, tan lastrada por discursos simplificadores -sobre todo entre quienes la miran desde fuera, con actitud de entomólogos de la política-, esa visión, libre e insobornable, no puede ser más adecuada.

Hace poco, en esta misma página, Enrique García-Máiquez nos contaba que su hijo, tan sabio, asalta la estantería de Tintín cuando se le pone “el espíritu en modo aventura, peligro y camaradería”. Yo matizaría que cuando más falta abrir un álbum es, precisamente, cuando no tenemos el ánimo así, como reconstituyente. Por esa misma razón, el mundo hispánico necesita con urgencia una ración doble de épica tintinista.

 

Compra aquí todos los libros de Tintín.