Desde hace un tiempo, como bálsamo frente a confinamientos, sobredosis de información tóxica y otros males de la época, leo más cómics que nunca. Al pasar sus páginas, parece que el mundo se mueve a un ritmo más sensato. Vuelvo de tarde en tarde a Tintín, claro, de quien ya he hablado en La posada del Almirante Benbow, pero no solo: disfruto de tebeos europeos y americanos, con especial dedicación hacia una escuela, la línea clara, que refleja bastante bien mi forma de ver la vida. De entre ellos, últimamente me lo he pasado especialmente bien con Blake y Mortimer, una serie clásica que sigue produciendo álbumes de calidad.
Nacido en Bruselas, Edgar Pierre Jacobs pudo haber cantado arias a dúo con la Castafiore –la ópera fue su primera vocación- , pero acabó siendo, según muchos, la inspiración del memorable capitán Haddock. Aunque son varias las fuentes que Hergé utilizó para trazar los rasgos del personaje, el propio autor apuntó la influencia de Jacobs –cascarrabias, bondadoso y bebedor-, quien le ayudaría a dibujar varios de los mejores tebeos de Tintín y a colorear y corregir los primeros de la saga. Antes, se había estrenado en el gremio dibujando viñetas de Flash Gordon cuando la ocupación nazi y el bloqueo comercial impidieron la entrada de tebeos estadounidenses.
Dicen que Hergé y Jacobs rompieron amarras en 1947, cuando el segundo pidió firmar los álbumes como coautor, algo a lo que el primero se negó. Dolido en su orgullo –aunque siempre mantuvieron la relación-, se centró en su propia serie de cómics, Blake y Mortimer, que había iniciado un año antes con El secreto del Espadón. La saga nació, claro, en Le Journal de Tintin.
Tardes en el Centaur Club
Creativamente, aunque la huella de Hergé está muy viva en sus álbumes, la nueva serie fue desarrollando un estilo propio, con bocadillos mucho más grandes y abundantes que en la serie del reportero (¡La Marca Amarilla tiene casi 1.000 palabras!). Las tramas son sensacionales –cataclismos, guerras mundiales, viajes en el tiempo-; hay numerosos guiños a la ciencia ficción; la historia antigua está muy presente, a menudo mezclada con lo legendario; y el universo en el que se mueven los personajes es más adulto que el de Tintín. El dibujo es de gran calidad, adscrito a la línea clara francobelga, con un gran nivel de detalle, un impecable juego de luces y sombras y, de vez en cuando, deliciosas viñetas con vistas panorámicas.
En cuanto a los protagonistas, Philip Angus Mortimer, que goza de un mayor protagonismo en las tramas, es un físico nuclear, brillante e impulsivo, de origen escocés y con pasado colonial en la India. Su amigo, el capitán galés Francis Percy Blake, flemático, estoico y resuelto, es oficial del servicio secreto, el MI5, tan fructífero para la literatura y el cine. Como Holmes y Watson, con quien tienen bastantes cosas en común, comparten piso de solteros en un Londres brumoso. Su cuartel general, sin embargo, es el elegante Centaur Club. El villano principal, a la altura de sus rivales, es el malvado coronel Olrik, que, curiosamente, comparte rasgos físicos con Jacobs.
El creador de la serie escribió y dibujó ocho aventuras, publicadas en un total de doce álbumes –algunos son dobles o triples-. Tras su muerte, Bob de Moor completó una aventura póstuma, Las 3 Fórmulas del Profesor Sato. Desde entonces y hasta hoy, los propietarios de los derechos han autorizado a varios dibujantes y guionistas a continuar la franquicia.
¿Qué diablos es un telecefaloscopio?
El cambio de autor, por suerte, no ha supuesto una merma de la calidad: algunos de los últimos álbumes están entre los mejores de la serie. Por ejemplo, El caso Francis Blake, inspirado en Los 39 escalones de John Buchan y en La isla negra de Hergé. O El testamento de William S., de reminiscencias shakesperianas. Ted Benoit (autor de la primera entrega post-Jacobs) y André Juillard han sobresalido como dibujantes, mientras que Yves Sente ha sido el guionista más constante.
En toda la colección, tanto en las historias como en el dibujo, se siente una enorme influencia del cine clásico, en especial del negro y de aventuras. (Puestos a jugar, yo le daría a Gregory Peck el papel de Mortimer y a Robert Donat el de Blake). Aunque han sido criticados por el exceso de texto explicativo, que parece inevitable leer con una voz impostada y profunda, tipo No-Do, los tebeos nunca dejan de ser muy visuales.
Si tengo que elegir una sola aventura, me quedo con La Marca Amarilla (1953). La historia presenta a un malvado gánster que siempre el caos en las calles de Londres y firma sus acciones con una gigantesca M en tiza amarilla. En la historia, muy negra y muy literaria, aparece un estrafalario invento que regresa en algunos álbumes posteriores: el telecefaloscopio, una máquina que permite controlar los impulsos cerebrales de otra persona.
Camaradería y lealtad
Menos conocida que otras grandes sagas del cómic, Blake y Mortimer cuenta con una legión de seguidores apasionados. Con toda justicia, la serie fue incluida en la lista Los 100 libros del siglo XX elaborada por el periódico Le Monde en 1999. En nuestro país, es una de las favoritas de Luis Alberto de Cuenca, que sabe bastante de tebeos, y de Álex de la Iglesia, que llegó a trabajar en su día en una adaptación al cine.
A mí me gusta Blake y Mortimer por su ambiente familiar, en el que uno podría quedarse a vivir, si no fuera por la notoria escasez de mujeres; por su sentido del humor, muy inglés y muy original, repleto de bromas privadas; o por su defensa de la camaradería y la lealtad, entre otras principios hermosos y verdaderos. Hay que saber, eso sí, que la serie plantea una alta exigencia que al lector: acercarse a sus historias con una mirada infantil y con capacidad de asombro. Ese es el único carnet necesario para entrar en el Centaur Club y encontrarse –o reencontrarse- con los dos viejos amigos británicos.
Por si fuera poco, la colección nos da la alegría de saber que, a diferencia de otros clásicos, sigue activa, produciendo cada cierto tiempo nuevos álbumes que no suelen defraudar. Y eso, en este mundo con tan pocas certezas, resulta gratamente tranquilizador. Pase lo que pase, y aunque ahí afuera se vivan tragedias reales que hacen palidecer a las tramas apocalípticas de Jacobs, la amistad perpetua entre el científico y el espía, y entre ambos y el lector, está fuera de toda duda.