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Lewis Carroll frente al espejo

¿Quién no ha hecho referencia en alguna conversación a Alicia en el País de las Maravillas? Ya sea porque llegamos tarde y nos acordamos del conejo y su enorme reloj de bolsillo; o bien porque felicitamos a alguien el día que no era, o hacemos un regalo espontáneo y decimos «¡Feliz No-Cumpleaños!». O cuando nuestro hijo ha pintado con rotulador el sofá nuevo y exclamamos, como la Reina de Corazones, «¡que le corten la cabeza!» (tal vez cubriendo con un velo de humor un deseo soterrado).

Para los que tenemos cuarentaytantos, este es uno más de los casos en que imaginamos personajes literarios con la apariencia que decidió el señor Disney. Sucede con Peter Pan y con Robin Hood, con El libro de la selva y con los cuentos de los hermanos Grimm. A despecho de Tim Burton y de las otras setenta versiones, la Alicia de nuestra mente ochentera –y eso que la peli es del cincuenta y uno–  es una niña rubia en la edad del pavo, con un vestido azul y delantal blanco, calcetines blancos y gesto despistado e inocente. El conejo tiene sonrisita de mala leche, el Sombrerero Loco nariz de berenjena y aspecto de tomar un sol y sombra con el desayuno y la Reina de Corazones es regordeta (perdón) y con mandíbula de Rottweiler.

Nos podrá gustar más o menos esta colección de personajes psicodélicos y su humor absurdo o disparatado (nonsense le dicen en inglés), pero no hay duda de que se ha convertido en lo que llamamos clásico, echando raíces en el imaginario popular, influyendo incluso en los que no querrían ser influidos. Toda Alicia del mundo ha tenido que escuchar muchas veces la coletilla «en el País de las Maravillas», igual que toda Macarena el «dale a tu cuerpo alegría». Ha llegado a la memoria anónima del pueblo, como anhelaba –y consiguió– Gustavo Adolfo Bécquer con su obra.

Un clérigo rarito que hace fotos

Se cumplen ciento veinticinco años de la muerte de Charles Lutwidge Dodgson, a.k.a. Lewis Carroll. Un tipo peculiar, cuando menos. Hijo de clérigo, diácono anglicano, durante muchos años su pasión fue la fotografía, llegando a alcanzar gran prestigio y actividad profesional, pese a lo cual Google le atribuye la profesión de «lógico» por sus libros de Matemáticas.

El asunto de la posible pedofilia de Carroll se vuelve con los años más y más interesante. En plena época de la cancelación muchos piden silenciar o boicotear, incluso prohibir, la obra artística de autores cuyo comportamiento en el pasado se considere moralmente reprobable según los estándares actuales, especialmente si este comportamiento es machista, racista, o implica abusos sexuales. A Woody Allen, sin ninguna acusación oficial ni, por tanto, condena, se le cancelaron contratos y se le quedaron películas por estrenar en su país. Michael Jackson murió siendo víctima para siempre de chistes sobre pedófilos, sin que hubiera ninguna confirmación de esto último.

Sucede que Carroll tenía especial interés en fotografíar a niñas, con permiso de sus padres. Pese a que el minucioso registro que llevaba de su obra fue destruido, se han conservado algunas pocas imágenes de desnudos de niñas y algunas cartas en que pide a los padres poder hacerles fotos sin ropa. En alguna imagen la niña pega su cara a la de él, sentada en su regazo. Una de estas niñas, hija de un preboste anglicano, se llamaba Alice Lidell y se dice –él lo negó– que es la inspiración de sus libros. Son desde luego detalles que dan grima –en Twitter diríamos creepy– , lo cual dice algo bueno de nuestra sensibilidad actual.

También es cierto que el desnudo de niñas significaba entonces inocencia, y era común verlo en estampas de lo más familiar. Los selfies de Carroll también son materia jugosa para los más avezados analistas de personalidad: una estudiada pose, una trabajada espontaneidad lánguida, un peinado coqueto con el rizo en su sitio. Todo ello un siglo antes de Instagram, la bocapato y los deditos en forma de uve frente al espejo que irrumpen cada mañana en nuestra rutina cuando revisamos el móvil. Si miramos esos autorretratos de Carroll sabiendo ya lo de las niñas, el personaje se nos hace, como mínimo, antipático. Y un servidor, que ha clamado por la separación entre obra y autor y defendido a Woody Allen, se siente incómodo sin poderlo evitar. Así que, igual que nunca quise mirar el interior de la cocina de mi restaurante chino favorito, procuro no ahondar en este aspecto biográfico de Caroll si quiero disfrutar de su obra. Una buena edición ilustrada de Alice’s Adventures in Wonderland es una delicia para cualquier bibliófilo, y amante de la Literatura, y lo será siempre.

Libros que no son infantiles

Chesterton dijo (debería hacerme una camiseta con esas dos palabras) que la Literatura del disparate de Lewis era muy diferente de la de, por ejemplo, Edward Lear. Las rimas juguetonas de este dibujante y escritor tenían como objeto la parodia del mundo y, por ello, se asentaban en un cierto sentido de verdad, de realidad compartida con el lector, (u oyente, puesto que también se cantaban sus limericks).

Mientras que el nonsense de Carroll, escribe Chesterton (en su típica comprensión vital de los tipos literarios), es propia de quien lleva una doble vida: sobria y aburrida, incluso «filistea», en lo cotidiano. Pero llena de locura y distorsión en su mundo imaginario. Atribuye esta dualidad extrema a su condición de matemático, que le haría dividir su vida según el eje cartesiano.

Insiste Chesterton en que los libros de disparates gustan a adultos porque detestan el aburrimiento de una vida gris y escapan al chisporroteo colorido del nonsense. Pero que los niños no lo necesitan. Para un niño de dos años no es más sorprendente que aparezca un marciano por la puerta que el hecho de que aparezca su tío Mariano. La nariz de su abuela es un asunto tan fascinante como lo sería un conejo gordo y hablador que lleva reloj de bolsillo. Para el bebé todo es nonsense, y este mundo es Wonderland. Solo los desterrados hijos de Eva –los humanos adultos– lo hemos olvidado.

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