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ENTREVISTA

David Cerdá: «Mucha gente cree que ser bueno y ser feliz son la misma cosa, pero no es así»

David Cerdá dice que escribe «para hablar con muchos». Eso será cuando su último libro, Ética para valientes (Rialp, 2022), nos permita cerrar la boca que había quedado abierta de asombro. La lectura de esta obra nos hace pequeñitos para engrandecernos. Según él, no descubre nada nuevo: tan sólo realiza un trabajo de poda —arrancando las malas hierbas que la posmodernidad ha fertilizado— para revelar ante nuestros ojos el monumento al bien que los siglos han construido. Resuelve dicha tarea, encomiable y trabajosa, con una prosa accesible, pero no por ello simple; amena y erudita; esperanzada y, sobre todo, verdadera.


El autor sevillano, nacido en 1972, es economista y doctor en filosofía. Publica artículos en La Gaceta de la Iberosfera, La Iberia y Disidentia y ha traducido obras de Shakespeare, Rilke, C.S.Lewis o MacIntyre.


Entre su bibliografía, que abarca siete libros hasta la fecha, destacamos, además del que nos ocupa en esta entrevista, El buen profesional, publicado también por Rialp en 2019.

Las historias, los clásicos y las reflexiones en Ética para valientes son un bálsamo para el alma y un aliento —como el bíblico— que, en estos tiempos de zozobra, insufla vida.

CULTURILLA GENERAL

Ensayo, novela y poesía. ¿Sí a todo? Recomiéndenos tres.

Sí a todo y, en mi caso, en ese orden, en cuanto a donde más incurro. Faltaría teatro, lo tercero que más leo, así es que mencionaré cuatro: Paideia de Warner Jäeger, Los miserables, de Victor Hugo, El Sunset Limited, de Cormac McCarthy, y lo que sea de Rilke.

¿Qué tipo de lector es? ¿De pijama y mesita de noche? ¿De biblioteca y chimenea? ¿De metro o parque público?

De todo eso. Se me puede olvidar echar una muda en la maleta en un viaje o la cartera si salgo a la calle; pero no llevar un libro.

¿Tiene «manías» a la hora de leer (ediciones, doblar páginas, subrayar o hacer anotaciones)?

Sí: no me gustan los libros mal editados, los libros feos. No tienen que ser especialmente bellos: pero si está mal editado (mal papel, letra fea, etc.), por mí como si es la Divina comedia: no voy a leerlo.

¿Cómo elige usted sus lecturas?

Entre lo que el tiempo o las personas en cuyo criterio confío determinan que es bueno. A veces también encuentro algo que me atrae instintivamente y me lanzo. Luego le doy treinta páginas, y si en ese tramo me convence, sigo.

Relato, artículo, entrada de blog… pieza no contenida en un libro que retenga en la memoria.

«Have Smartphones Destroyed a Generation?», un artículo de Jean Twenge (entre otros).

Pierre Bayard nos explicaba cómo hablar de los libros que no se han leído. ¿Con cuál lo ha hecho alguna vez?

Intento no hablar de lo que no conozco; y no me cuesta admitir que no he leído algo (¿por qué tendría que haberlo leído todo?).

¿Sigue alguna norma concreta a la hora de ordenar su biblioteca?

Por materias. Tengo informatizada mi biblioteca, que tampoco es muy grande, apenas seiscientos libros: la gran mayoría de lo que leo sale de bibliotecas públicas.

Maquiavelo se acercaba a los libros con ropas curiales, ¿Qué obra/autor le merece tal reverencia?

Shakespeare, Dante, Homero, tantos…

¿Cuál es la biblioteca más remarcable que ha visitado?

Para mí cualquier biblioteca pública, pequeña o grande, es un templo.

HE VENIDO A HABLAR DE MI LIBRO – Ética para valientes (Rialp, 2022)

«La verdad es vinculante». Es suyo. Se lo leí el otro día en La Gaceta y lo subrayé con ganas. ¿Cuánto de eso hay en el germen de Ética para Valientes?

Todo. Uno, el honor ético consiste en la asunción autónoma de un código de conducta universalmente bueno; pero esa «autonomía», ese darse una ley a uno mismo, no supone que uno se inventa su propio código, sino que por sí mismo y sin coacción lo descubre. Y dos: cuando decimos que la ética (la moral) es la respuesta a la pregunta «¿qué hace que una vida sea justa, digna, buena?», afirmamos que esa respuesta, al ser objetiva, me obliga, es decir, me vincula a los demás y a mí mismo por vía de la conciencia. Y eso es lo que me induce a escribir Ética para valientes: atarme a lo que es moralmente cierto, para no recular ni excusarme, y que se puedan juzgar mis actos en la medida en que sean coherentes con lo que he escrito.

Llama la atención la cantidad abrumadora de referencias que maneja, me interesa cómo es el proceso de creación de una obra de la envergadura de Ética para Valientes.

Es el mismo proceso en todos mis libros: converso con quienes más saben, estudio, leo, saco mis conclusiones, voy aprendiendo y haciendo conexiones nuevas. Todo eso va a parar a distintas cajas; cuando una de esas cajas se desborda (en este caso, la etiquetada «el honor, la valentía y lo justo»), te exige que la honres escribiendo un buen argumento. A partir de ahí se trata de buscar tu propia voz, crear belleza (nada importa más que la experiencia del lector; así entiendo la literatura), y, sobre todo, retirar tanto material como puedas, porque el ideal no es que en el libro esté todo, sino que no sobre nada. De hecho, al libro llegan como un 30% de las referencias que tiene el material de base, que es mucho más voluminoso.

La ética y la honorabilidad son tales si se corresponden con actos, no con ideas o valores. Usted explica  que la autoestima y el respeto a uno mismo son esenciales para ser capaces de llevar a cabo esta correspondencia. ¿Debemos entender entonces que el narcisismo —y por tanto la baja autoestima— como epidemia social es causa directa de la degradación moral?

Exacto. El narcisismo es una fábrica de cobardes, porque la valentía es fundamentalmente sociocéntrica. Hay valentía en la autosuperación, en superar los propios obstáculos, enfermedades, hándicaps, etcétera; mi dignidad no es menos que la de nadie. Pero el nivel superior de la valentía implica a mi prójimo: somos más valientes cuando hacemos cosas por los otros. Es por ello que el individualismo expresivo nos está triturando, porque pone el foco en los derechos en detrimento de los deberes, y reduce la libertad a que no me opriman, despreciando mis responsabilidades.

¿Qué tiene que ver la ética y la honorabilidad con la felicidad?

Poco. La felicidad y el bien son cosas distintas. Mucha gente cree que ser bueno y ser feliz son la misma cosa, pero no es así, porque hacer el bien, pensar en los demás y en qué acción hay que acometer no coincide con pensar en mí y en lo que me satisface o me conviene. El bien y la felicidad pueden coincidir, así ocurre muchas veces; pero la ética no tiene por fin hacerme feliz, sino hacer lo debido. Pensemos en un caso extremo, el de un héroe: Ignacio Echeverría. No fue feliz por hacer lo que hizo, porque murió; realizó su acto heroico porque no podría haberse mirado al espejo de no hacerlo, que es distinto a «ser feliz».

El artículo 13 de la Constitución de 1812 proclamaba que «el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación», lo cual suena inquietante cuanto menos. «No estamos en este mundo para ser felices, sino para merecer serlo». Así concluye usted Ética para valientes (y con el Quijote). Lo increíble es que vaya usted por la segunda edición con su mensaje contracultural.

Los mayores crímenes de la humanidad se han cometido en nombre de la felicidad de los pueblos. También Estados Unidos incluye una fórmula similar; y ese es un lugar donde ahora mueren casi cien mil personas al año de sobredosis. Llevamos hablando de la felicidad ad nauseam lo que va de siglo: libros, películas, artículos, de todo. Sin embargo, cada vez consumimos más drogas y ansiolíticos, y crecen los suicidios. Algo no cuadra. Una de las razones principales es que la felicidad es un proyecto solipsista («autorrealización»), algo que jamás va a hincharnos el pecho ni aportarnos sentido. En cuanto a lo cultural y lo contracultural, recordemos que su perspectiva es siempre la actualidad, la tendencia. Mi mensaje es contracultural respecto a la posmodernidad en la que estamos enfangados; pero es perfectamente cultural respecto a lo imperecedero, al proyecto común y universal de los seres humanos. Creo que es porque lo imperecedero tiene una fuerza descomunal (la verdad no caduca) que ha pasado lo que ha pasado con Ética para valientes.

C.S Lewis tiene un textito que me gusta mucho titulado «No tenemos derecho a la felicidad». En él explica por qué un hombre no debe divorciarse de su mujer por haberse enamorado de otra aludiendo a ese derecho a la felicidad. Últimamente usted ha escrito dando claves, que parecen olvidadas, en las relaciones. ¿Las relaciones afectivas son las grandes damnificadas cuando la ética y el honor están en desuso?

Una de las historias personales más repetidas e idiotas que existen comienza así: «He dejado a mi mujer. Por supuesto, la quiero mucho, pero es que me he enamorado». Es más habitual de hombre a mujer, pero empieza a ocurrir igual en sentido contrario. Para empezar, te la suelen contar como una especie de hallazgo, como si enamorarse tuviese algún mérito (cuando cualquier patán puede enamorarse lo menos tres veces por semana) y fuese revolucionario sucumbir a ese estado de imbecilidad transitoria, como lo llamaba Ortega, y destruir en el proceso un amor para toda la vida. Es el gesto más viejo del mundo: escoger lo fácil y lo que apetece. Si no hay un desencuentro previo, un amor que naufraga por otros motivos (y no hay naufragio cuando se afirma que se sigue queriendo), faltar a la palabra dada y entregarse a lo nuevo, al viento a favor de las hormonas y las feromonas, es un acto de cobardía. Querer es querer querer, un acto de voluntad soberano, un empeño valiente; por supuesto que el deshonor afecta a las relaciones afectivas. A fin de cuentas, una de las principales causas de que se rompa el amor, la infidelidad, es una inmoralidad de libro, aunque ahora se la llame «flexibilidad emocional», se diga que va «contra la biología» y otras sandeces.

En época de políticas identitarias, conceptos absolutos como el Bien y el Mal son revolucionarios y subversivos. ¿Cómo se reinstala el concepto de moral y del deber en una sociedad relativista?

Los prefiero en minúscula, para que nadie se asuste: el bien y el mal. El mal es una cosa muy simple: es egoísmo, igual que el bien es altruismo, en esencia. Ambas cosas existen de una manera tan obvia que produce sonrojo que haya gente que los niegue, pretendiendo afirmar que cuanto ocurre se reduce a «accidentes», «enfermedades» o «circunstancias». Para reinstalar el concepto de deber y moral basta con combatir la ideología que recubre y oculta la verdad como una costra de mugre: somos libres, esto es, responsables, y ese peso que hay que cargar no es un lastre, sino precisamente gravedad, lo que aporta peso, seriedad, sentido a mi vida. Para recuperar nuestra esencia ética solo tenemos que unir los puntos entre la falta generalizada de sentido, la explosión de la ansiedad y el auge del suicidio y el hecho de que hayamos olvidado para qué estamos aquí, que es para ser honorables.

«Oiga, Cerdá, su Ética para valientes coarta mi libertad de hacer lo que me da la gana. Y encima me dice que es soberano quien se obliga».

Unas cuantas veces lo he oído. El problema es que hay gente que quiere hacer lo que le apetezca y ser considerado moral, justo, bueno. Pues no, no se puede. Pero este es el mensaje positivo: incluso quien no cumple y reivindica su «derecho» a hacer de su capa un sayo (¿qué basura de derecho es ese?), desea se considerado bueno. Eso significa que el bien y la justicia no han perdido su prestigio. A los irresponsables no les gusta escuchar que son esclavos, porque la libertad completa conlleva deberes; pero es su problema, no el mío.

En mi época no había esa modernez de elegir entre clase de «Ética o Religión (católica)», pero, si lo pensamos bien ¿existe tal disyuntiva?

Imaginemos una clase de «Honor ético»: ¿dónde estaría la disyuntiva? Puesto que la base de este honor es la dignidad del ser humano, la defensa de la vida y la lucha contra el sufrimiento y en favor de la libertad y la igualdad de oportunidades, no hay otra conclusión que esta: esa propuesta sobre la vida justa y buena jamás hubiera existido sin Jesucristo. Como propuesta universal que es, tiene, por descontado, más aportes; pero no sabríamos siquiera que es eso del «prójimo» (DRAE: «Persona respecto de otra, consideradas bajo el concepto de la solidaridad humana») sin el Sermón de la Montaña. No hace falta ser católico para reconocer esto; basta con no ser un cateto en términos morales.

José María Torralba explica en «Una educación liberal» que la crisis política, económica y social se debe, precisamente, a una falta de formación integral. Podríamos decirlo  de otra manera: no se llegan a situaciones de burbujas económicas por una mala praxis financiera sino por una falta de ética. Usted, que es economista, ha escrito este gran libro sobre el honor. Parece que coincide en el análisis.

La economía es un subconjunto de la ética; la parte de esa respuesta a cómo es la vida justa y buena que atañe a los recursos materiales, la producción, distribución y consumo de bienes y servicios. El dinero es solo un instrumento para esto, una herramienta extraordinariamente útil (aunque imperfecta) para engrasar esta maquinaria, cuyo fin último no debe ser otro que el mejor marco para la vida individual y colectiva. Y, puesto que lo he vivido, puedo decir que los peores directivos y emprendedores y empleados lo son por ser malas personas, es decir, redomados egoístas (en su extremo, sociópatas). Se habla mucho del liderazgo, pero el liderazgo no es más que ética, honestidad e interés por el otro, y por supuesto habilidades, pero porque es un deber de cualquiera saber hacer bien su trabajo.

Paul Valéry escribía en 1919 aquello de «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales…» ¿No estaremos en uno de esos momentos?

Las civilizaciones vienen y van, pero la civilización como proyecto de la humanidad permanece. Las civilizaciones son los puntos altos y bajos; la civilización es la línea que marca la tendencia. Aquí lo que cuenta siempre es si mejoramos o empeoramos, y cuánta gente honorable y deshonorable haya, la proporción entre ambas. Yo creo que hay una proporción sana, una excelente y otra que por demasiado baja amenaza con que todo se derrumbe. Estamos en un momento complicado, de tendencia a la baja, pero conozco a tantas personas valientes y buenas que no puedo sucumbir al desaliento.

Usted cree que la pandemia en lugar de ser un golpe de gracia a una sociedad agonizante ha reavivado un humanismo que debemos aprovechar. ¿Qué necesitamos para que los propósitos de enmienda nos duren más de 5 minutos?

La pandemia ha sido un espectáculo de bondad y heroísmo. Cientos de miles de personas han muerto en todo el mundo por nosotros, cumpliendo con su oficio en un alarde de entrega y altruismo. Claro que también hemos visto la mezquindad, la estupidez, la cobardía; pero que nadie dude ni por un instante que si no hubiese abundado lo primero frente a lo segundo todo se habría venido abajo. Lo que necesitamos para no olvidar esto es apagar los telediarios y dejar de atender a la Carrera de san Jerónimo, otro espectáculo, por lo general humillante, que nos despista de lo esencial: hay mucho valor, muchas personas corrientes y extraordinarias, y la fama, la opulencia y el salseo no son más que una escombrera y un camelo.

Bernanos era un escritor desesperanzado, al igual que Bloy. Decían que la esperanza era como la Fe, una gracia de Dios. Usted prefiere eso tan bonito de Russell: «Una racional esperanza inconquistable».

Yo estoy con Ortega: la desmoralización y la inmoralización van de la mano. Existe un deber de esperanza; es una vergüenza bajar los brazos en un mundo lleno de causas nobles por las que luchar, un mundo lleno de seres humanos. Somos la gloria del universo: sí, hemos inventado las cámaras de gas y somos buenos creando vertederos, pero también hemos creado el amor, la moral y mucha belleza, y sin nosotros el universo sería un proyecto absurdo, sordo y ciego. El mundo es una mezcla de mierda y maravilla; creo que hay que amar esa mezcla y hacer la parte de uno de esta carrera de relevos de la humanidad con pundonor y alegría. Hacer menos que eso me parecería un desprecio a quienes sufrieron sin tener apenas oportunidades, a quienes murieron trágicamente y quienes con su sacrificio hicieron posible que yo disfrute de todo lo que disfruto.

Hablando de Russell, si «el individualismo defendido desde posturas liberales ya ha dado todo lo que podía dar en términos políticos y morales», ¿hacia dónde giramos el volante?

Hacia lo que somos. Basta con interesarse por el ser humano, lo que le hace sufrir y gozar, lo que necesita y anhela, para concluir que no hay mejor proyecto que honrarlo. Necesitamos recuperar la senda del individualismo allá donde se quebró, a la altura de los años sesenta: sí, somos dignidades que no han de sacrificarse a colectividad alguna, pero no, no podemos tener una vida plena sin entregarnos a algo más grande que nosotros mismos. Hay que levantar la vista del ombligo y mirar al prójimo; ese pequeño giro de unos pocos grados es el que lo cambia todo. Al hacerlo, disminuyen inmediatamente la mayoría de nuestras inseguridades y desvelos, porque el bien es ansiolítico. Tenemos que dejar de agobiar a los jóvenes con el apocalipsis y la felicidad, el talento y la empleabilidad, con que «construyan su identidad» y que «cumplan sus sueños» y el resto de señuelos, y encaminarlos a una vida grande, justa y buena. Solo así vencerán sus ansiedades y nosotros las nuestras, y podremos construir entre todos un mundo del que enorgullecernos.

Grabaríamos esta respuesta en mármol, pero creo que usted y yo nos damos por satisfechos con que algún joven –o no tanto- le pase un Stabilo por encima. ¿Nos puede avanzar el siguiente proyecto?

Seguiré haciendo lo que he hecho hasta ahora, lo que voy a hacer hasta que me muera: devolver la filosofía al lugar que se merece, el que nunca debió abandonar, que es el centro de las vidas de las personas corrientes. Me consta que hay muchísimas personas desorientadas y deseosas de reflexiones profundas y amenas, motivos para pensar y después hacer que tengan enjundia y tiren por elevación sin dejar de ser accesibles. Veo las listas de éxito del área de no ficción y veo mucha «Autoayuda», presentadores de televisión, supuestos gurús y otros desperdicios; pero también a los estoicos, y a Viktor Frankl, lo cual es motivo para la esperanza. Haymucho que hacer, mucho terreno que recuperar al vacío, y ahí va a estar servidor, con su adarga, su lanza y su espada. Haré cuanto pueda, para que el día que, como todos, me vaya, pueda tener la mejor sensación del mundo, esa sensación al lado de la cual la felicidad es trivial, kitsch incluso: la del deber cumplido.

QUIZ SHOW

Libro que más veces ha leído.

El Sunset Limited, de McCarthy (6 veces).

Primera lectura que recuerda en la infancia.

Agatha Christie y P. G. Wodehouse. Tendría unos 7 u 8 años y me chiflaban ambos.

Autor del que haya leído toda su obra.

Platón.

Recomendación que nunca falle.

Matar a un ruiseñor, de Harper Lee.

Libro/s que tiene ahora entre manos.

La filosofía japonesa en sus textos, de varios autores.

Libro que le hubiera gustado protagonizar.

La Odisea.

Película que haga justicia al libro en el que se basa.

Lo que queda del día.

Libro que supuso un antes y un después.

El hombre en busca de sentido, de Victor Frankl.

Libro que haya regalado para ligar.

El arte de amar, de Erich Fromm (el primero que regalé a mi Nuria, y se ve que funcionó, porque ya son treinta años juntos).

Necesita papel para hacer una barbacoa. Elija un libro de su biblioteca.

Cualquiera de «Autoayuda».

ADENDA

¿Qué libro le gustaría encontrar en la mesilla de noche de la persona amada?

Hamlet.

Si se cumpliera la pesadilla de Gógol de ser enterrado vivo, ¿Qué tres libros desearía que le introdujesen en el ataúd?

El Enchiridion de Epicteto, las Meditaciones de Marco Aurelio y los Ensayos de Montaigne. Me iban a hacer falta.

Primer libro que compró con su propio dinero.

Carrie, de Stephen King.

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