La grandeza de los grandes poetas (Garcilaso, Fray Luis, San Juan, Quevedo, Góngora, Lope) puede opacar a tantos poetas maravillosos como dio nuestro siglo de Oro. Entre mis favoritos, sin ponerlo por detrás de nadie, el capitán Francisco de Aldana, que dispone de un timbre inconfundible y una gran personalidad. Como también Andrés Fernández de Andrada y Juan de Arguijo.

Fue admirado por los mejores. De él dijo Cervantes: «¡Único, sabio y claro Aldana!»; y Quevedo: «Doctísimo español, elegantísimo soldado, valiente y famoso en muerte y en vida». Ignoro si hay alguna buena biografía suya, aunque sea novelada. Me encantaría leerla y, si no, escribirla. Su vida de militar y poeta, vocaciones vividas hasta el fondo ambas, y de amador apasionado, como se ven en sus magistrales sonetos sobre la cuestión, daría muchísimo juego. Españolísimo, nació en Nápoles. Enviado por Felipe II para acompañar al rey Sebastián en su utópica empresa africana, murió lealmente en la batalla de Alcazarquivir, que él mismo, después de haberse infiltrado en territorio enemigo, desaconsejó. Hablaba doce idiomas. El rey lo vio en el fragor último del encuentro descabalgado con la espada en la mano y quiso ofrecerle un caballo: «Capitán, ¿por qué no tomáis caballo?». Contestó: «Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie».

Cuando digo que ha sido muy amado de los mejores no me refiero sólo a los de su tiempo. Luis Cernuda lo admiraba vivamente. También lo ha loado Julio Martínez Mesanza. Enrique Baltanás lo escogió para hacerle una antología en la emblemática colección de rayas de Renacimiento. Es fácil extraerle algunas frases redondas porque de pocos como de Aldana se puede decir, en expresión de Ramón Gaya, que «tiene verso», esto es, que consigue una expresión personal, musical y profunda, inconfundible, en las distancias cortas. No le tiene miedo al neologismo ni al hipérbaton transparente, todo lo cual redunda en una extraña y fecunda tensión: tiene a la vez una rara modernidad (los neologismos y coloquialismos) y un sonoro empaque clásico (hipérbatos y metáforas). Otra tensión vivencial es la que se establece entre su vocación militar y su poesía y entre las dos y su condición de amador, sin olvidar su añoranza de una vida de estudios clásicos, y entre todas ellas y unas ansias de plenitud nunca satisfechas, que se vuelcan en una fe sincera y operante. De nuevo, por militar y sonetista, estamos ante un clásico, y por desasosegado y crítico, ante un moderno. Aldana murió a pie, pero es inmortal.  

Para quienes tanto recorte del barbero les parezca excesivo, estos «Pocos tercetos escritos a un amigo» son un compendio redondo de sus tensiones entre la vida militar y la cortesana, y de su temple moral. Y ahora, los recortes:

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Hace suplir con obras mi deseo.

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El ímpetu cruel de mi destino.

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Cerrando a mi quietud siempre el camino.

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¡Oh, qué montón de cosas le diría!

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Yo mismo de mi mal ministro siendo.

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Es premio el mismo Dios de lo servido.

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[Las nubes] y en forma de pacíficos amantes / se juntan, se penetran y rodean.

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Los blancos huesos corren a juntarse.  [qué grandes octavas sobre el Juicio Final]

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Yo soy un hombre desvalido y solo.

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Sin haber hecho más que andar haciendo/ yo mismo a mí, cruel, doblado tiro.

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Entrarme en el secreto de mi pecho/ y platicar en él mi interior hombre/ dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho.

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Su misma olvidará naturaleza.

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Ojos, oídos, pies, manos y boca/ hablando, obrando, andando, oyendo y viendo/ serán del mar de Dios cubierta roca.

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Desde Dios para Dios yendo y viniendo.

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De las Indias de Dios, de aquel gran mundo / tan escondido a las mundanas vistas!

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Dilatados de amor descubrimientos.

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Como si el mundo en sí no me incluyese.

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En recíproco amor juntos tratando.

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En la estrecha, de Dios, cierta carrera.

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Mas ¡ay, que mil y mil, mil y mil vueltas/ hice principio, y cuatro mil, tras ellas,/ borré el principio que sin gracia estaba!

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Pienso inmortalarme.

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No quiero entrar en este abismo y centro/ oscuro de mentira, en esta inmensa/ de torpe vanidad circunferencia,/ que nunca acabaría.

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[Su madre, pidiendo para él] el bien que yo por mí no he merecido.