–
Carmen se está leyendo sistemáticamente mi diario, aunque limitándose a las aventuras que protagoniza ella. Yo estoy contentísimo, como decíamos ayer. Hoy me ha recriminado que se me olvidó contar algo. ¿Qué? Lo del demonio. Me he asustado. Al contármelo, se ha hecho tímidamente la luz.
–
La historia fue que en clase, con cuatro o cinco años, preguntó por el demonio. La profesora no le contestó, claramente nerviosa. Eso excitó la curiosidad de los otros niños. Fueron después a preguntar a Carmen, que contó lo que yo le había explicado: «Era Lucifer el ángel más hermoso, pero se rebeló contra Dios. San Miguel, con sus milicias, y una espada de fuego, lo echó con sus secuaces del Cielo y ahora viven en el Infierno tratando de hacer todo el mal posible al hombre». «Ah, está en el infierno», suspiró aliviada una amiguita. «No, no —dijo Carmen—, ¡está en todas partes, rondado como un león hambriento que busca a quien devorar! Hay que usar agua bendita». Las amiguitas se fueron llorando a ver a la profesora.
–
Ésta habló con Carmen y luego nos llamó a casa para pedirnos que le dijésemos a la niña que no hablase del demonio en el colegio, que ella era muy intelectual [sic], pero que asustaba a las otras niñas.
–
Ahora me he acordado también de por qué no lo recogí en mi diario. Sólo pongo las cosas que me hacen gracia, y aquella censura a la mejor teología en un colegio católico no me la hizo. A Carmen, por lo visto, tampoco, porque no lo había olvidado. Pero, ea, ya está puesto.
