No puedo evitar ponerme en guardia cuando oigo lo de que leer nos hace mejores, y lo mismo me pasa con aquello de “Bueno, depende de lo que se lea”. No tengo ni idea de si leer nos hace mejores o no, y tampoco sé si realmente hay cosas que no deberíamos leer jamás porque te estropean el gusto, como decía mi abuela. Sospecho que puedo defender una cosa y la contraria, pero como hoy estoy alegre les diré que yo he sacado oro de los libros más inconfesables, y esto me lleva a pensar que hay una cosa para la que creo que leer novelas, concretamente, si nos puede ayudar, y es a ser más generosos con los demás. Tengo la intuición de que acostumbrarnos a meternos en la cabeza de otro nos vuelve más comprensivos, nos hace sorprendernos menos con la naturaleza humana y nos ayuda a ser menos rígidos con nuestras debilidades y las de los demás. No digo que de repente no distingamos el bien del mal, pero sí que podamos llegar a comprender mejor qué nos lleva a actuar de un modo u otro. Hay una escena en Captain Fantastic en la que una de las hijas le hace a su padre un resumen estupendo de la ambigüedad que siente al leer Lolita. Por un lado Nabokov está consiguiendo que entienda a su protagonista, pero por otro no puede obviar que lo que está haciendo es una monstruosidad. Las novelas –y no solamente las obras maestras, y esto lo tengo reclaro– te ayudan a entender mejor el comportamiento humano y te sacan de la comodidad de verlo todo en términos de blanco o negro.
Esto es todo pura elucubración, por supuesto, pero me gusta pensar que algo hay en esta teoría. Yo miro a mi madre y a mi tía Begoña, ambas desprejuiciadas devoradoras de novelas, y veo a unas señoras de sesentaytantos con una mente mucho más abierta que la de mucha gente no ya de mi generación, sino de cualquiera de las que vienen detrás. Y me da mucho gusto pensar que su afición a empaparse las vidas de los demás pueda tener que ver con su actitud ante la vida.
De las dos me acuerdo cuando pienso en Mujeres de ojos grandes (Seix Barral, 1991), de Ángeles Mastretta, por el que tengo especial debilidad. Me lo leí a los 17 años sin saber lo que iba a encontrarme y me quedé enganchada para siempre. Ahí encerradas estaban las historias de mujeres valientes o apocadas, entregadas, engañadas, independientes, responsables, guapas o no tanto, madres, hijas, abuelas. Educadas todas para el matrimonio y sus servidumbres tradicionales en un momento en el que era difícil plantearse cualquier otro tipo de vida. Nunca me paré a pensar en si las historias eran o no feministas –imagino que para la época lo eran, quién sabe si hoy pasarían el corte–, lo único que me importaba era que me fascinaban. No había leído nada igual hasta entonces, y me enamoré de la soltura y el sentido del humor, del lenguaje brillante, como con chispazos, de Ángeles Mastretta. Creo que es el libro que más he regalado en mi vida, y en él aprendí que el cariño no se gasta y que es agotador estar enamorada de uno, no digamos ya de dos. Volví a releerlo este año y, aunque alguna historia se ha quedado un poco antigua, la mayoría resiste bien.
Puede que una de las cosas que me hiciese tan cercanas las 37 historias de esas mujeres es la fórmula que usa Mastretta para hablarnos de sus protagonistas: la tía Chila, la tía Magdalena, la tía Charo, la tía Fernanda, la tía Carmen… Viniendo de Jerez, donde todo el mundo es tío de todo el mundo, lo encontré de lo más natural y en seguida las sentí a todas como parte de mi familia. Yo estoy rodeada de tías, de las de verdad y de las de mentira, que no son menos importantes. En Jerez –como en otros muchos sitios– usamos lo de tía Fulanita o tía Menganita como cortesía para no andar llamando por su nombre de pila a una persona mayor a la que se le debe un respeto, y a mí es algo que me gusta mucho porque te da una sensación de cercanía, de calidez, que no tienes cuando llamas a alguien señora tal o cual. Tengo amigos a los que esto le hace mucha gracia –“¿En Jerez es que sois todos primos o qué?” “¿Primos de verdad o primos de Jerez?”–, pero a mí cada año que pasa me gusta más.
De las portadas que ha tenido Mujeres de ojos grandes desde que se publicó en 1991, me quedo sin duda con la primera. No he sido capaz de cogerle cariño a ninguna otra, y me pasa con esa edición como a Mel Gibson en Conspiración, que cada vez que veía un ejemplar de El guardián entre en centeno lo tenía que comprar a toda costa. Le tengo tanto cariño, me gusta tanto que me tiro de cabeza cada vez, y ya he reunido unos cuantos. Es una lectura veraniega estupenda y que, visto el número de ediciones que lleva, resiste el paso del tiempo la mar de bien. Otro día les hablo de Mal de amores, de la misma autora, y de lo que pasó cuando mi madre se lo recomendó a mi abuela.