“No había duda de que allí ocurría algo raro, a pesar de que todo pareciera normal”, se dijo el oficial francés Henri de Beaujolais. Había llegado al fuerte Zinderneuf, en mitad del desierto del Sahara, y el destacamento estaba extrañamente silencioso. En cada tronera se vía a un legionario francés firme e inmóvil, con la vista aparentemente puesta en el horizonte de arena, armado con su fusil, aunque no había moros -perdón: tuaregs- en la costa.

Beaujolais se acercó y cambió de idea: aquellos soldados ya no podían poner la vista en ningún horizonte. Ninguno de ellos estaba vivo. ¿Qué había pasado? ¿Cómo habían muerto todos aquellos hombres, y qué hacían en posición de guardia, sosteniendo sus armas con rigor mortis?

Así arranca la historia de Beau Geste, con un nivel de intensidad y de suspense que pocas obras narrativas han igualado. Y el autor, el enigmático Percival Christopher Wren, se las apaña para no bajar el ritmo en todo el libro. Va desovillando con paciencia y con pulso la historia de los tres hermanos Geste, que se alistan en la Legión Extranjera francesa huyendo de otro misterio, el del robo de una legendaria joya en su Inglaterra natal, y no deja al lector ni un minuto de respiro.

En realidad, Beau Geste son dos novelas, y las dos buenísimas. La primera es la obvia: la historia de aventuras en el Norte de África. Pero la otra trama, la de la desaparición del enorme zafiro Agua Azul, “el tatarabuelo de todos los zafiros”, propiedad de la señora Patricia Brandon, es un relato de intriga con el sabor de los clásicos del género policíaco, de Conan Doyle, Dorothy L. Sayers o Agatha Christie, tanto que uno desearía que el autor hubiera explotado más esa veta.

Podríamos hablar mucho de las virtudes que empapan el libro, del honor, de la lealtad, de la camaradería y de muchas otras cosas nobles y hermosas, pero sigamos mejor el ejemplo de Wren: hay cosas que es mejor mostrar que enunciar. Esta es una novela de aventuras, y una de las buenas (¡de las mejores!), no un libro de autoayuda, y si esos principios brillan es precisamente porque no están explicitados en ningún discurso, sino que se van deslizando, página a página, con la historia. Otros han dicho que también se desliza una dosis generosa de apología del imperialismo, pero ese análisis de brocha gorda ignora muchas de las virtudes y de los matices de la obra.

Tan potente es la historia de los hermanos Geste que ha sido llevada tres veces al cine. La primera, una película muda, no la he visto. La segunda, de 1939, protagonizada por Gary Cooper, es una joya del tamaño del zafiro Agua Dulce. La tercera, en technicolor, de 1966, mucho menos fiel al original, es simplemente correcta.

Escrita por un inglés, Beau Geste tiene parte de culpa de la fascinación universal por la Legión Extranjera francesa, tan rodeada de leyendas, mitología y romanticismo. Pero también es, ante todo, y más universalmente, uno de esos libros que iluminan los días malos, de los que sacan una sonrisa a quien espera en la sala de espera del dentista o aligeran un largo viaje en avión. Una de esas novelas que es mejor encontrarse de adolescente, pero que también se disfrutan de adulto. De las que no se oxidan ni se empañan. De las que ensanchan horizontes y moldean vocaciones.

(Y si uno se la acaba rápido, tiene un consuelo doble: quedan por leer Beau Sabreur y Beau Ideal, las otras entregas de la trilogía. De esas hablaremos, quizás, en otro momento).