Cuando éramos niños, nuestros abuelos y padres le hablaban a la tele. Era algo normal, salía Felipe González o Aznar (según la inclinación de cada casa) y el rostro de tu madre se endurecía y exclamaba «¡Sí, hombre! ¡Embustero, que eres un embustero!». Sabíamos entonces que era prudente callarse y no apostillar «mamá… ese señor no te puede escuchar». La reacción vociferante era, para nosotros, un indicativo de la edad adulta. Pensábamos «cuando sea mayor beberé cerveza, diré palabrotas sin que me riñan y le hablaré a la tele». Según este criterio, he de reconocer que me hice mayor demasiado pronto, por culpa de José Luis Garci. El legendario programa ¡Qué grande es el cine! nos congregaba frente a la pantalla, que aún no era plana, a los aspirantes a cinéfilos, más adelante llamados «gafapastas». Tras la emisión de la película yo asistía desde mi sofá, fascinado y a veces divertido, a las discusiones entre los tertulianos, unos señores eruditos con corbata, que fumaban, y que a veces se enfadaban por un quítame allá esos contraplanos. Creo que la primera vez que le hablé a la tele fue tras una peli de Frank Capra, cuando el crítico de cine Jerónimo José Martín empezó a hablar del «fenómeno Capra» en el Hollywood de la época. Sucede que había estado yo cenando con él, meses antes, en unas jornadas con estudiantes, y me habló de lo mismo. Me sentí tan importante (el tertuliano de Garci contándome algo a mí en privado, antes que en la tele) que me puse a gritar «¡Eso me lo ha dicho a mí, a mí!». No había nadie más en el salón. La segunda vez que le grité a la tele fue tras la peli El señor de la guerra (1965), de Franklin Schaffner

Es poder una torre sobre rocas

Esta vez tenía la palabra Luis Alberto de Cuenca, al que yo aún no conocía en persona, entonces Secretario de Estado de Cultura. Hablaba, con su tono sereno de diplomático dandy, acerca del encanto crepuscular y triste de la historia, en la que un señor medieval envía a un caballero (Charlton Heston) a defender una torre perdida, entre paganos con druidas, reacios a ser bautizados. Luis Alberto evocaba la imagen tan simbólica de esa torre, la soledad del caballero entre los celtas, y dijo que le recordaba a un poema de Julio Martínez Mesanza titulado «Es poder una torre sobre rocas», de su libro Europa. Ahí empecé a gritarle a la tele, no recuerdo qué –alguna palabrota, seguro–, como devoto mesanciano que yo era y soy, alucinando porque ese poema se estuviera citando en prime time en la tele pública. Para rizar el rizo, el poema está dedicado al propio Luis Alberto, dato que omitió, con elegancia. Lo transcribo aquí:

Es poder una torre sobre rocas

cuyo interior adornan ricas telas

e inscripciones de anales y de leyes.

Una torre que guarda los despojos

de solares y eternas dinastías.

Tiene el poder severos escenarios

e implacables sirvientes silenciosos.

Poder arroja infamia sobre el tibio

y no acepta en su guardia a los neutrales.

Tiene la torre normas que el profano

no comprende y desprecia torpemente.

Poder cierra la boca al arbitrista

y hace que el cuerdo abrevie su discurso.

Es poder una torre sobre un yermo

cuyo exterior el tiempo hizo terrible.

Julio Martínez Mesanza

No puedo evitar leerlo con la voz de Luis Alberto, despacio y ligeramente engolado. A partir de ahí, su intervención derivó hacia la obra de Juan Eduardo Cirlot, del que me habían hablado Martínez Mesanza y Antonio Rivero Taravillo. Este poeta, simbolista y surrealista, del grupo Dau al set, crítico de música en La Vanguardia, ha pasado desapercibido al gran público, y parece ser como un rasgo de gusto refinado, y algo extravagante, en algunos pocos paladares. Autor del fabuloso Diccionario de símbolos, lo que nos ocupa hoy es su deslumbramiento por nuestra figura femenina de ficción. En El señor de la guerra, el caballero vive un momento decisivo, cuando ve salir de un pantano a una rubia doncella pagana, Bronwyn (Rosemary Forsith), vestida de blanco y con una corona de flores, de la que se queda prendado. El poeta Cirlot experimentó a su vez una epifanía cuando vio la película, y comenzó a escribir lo que sería su «Ciclo Bronwyn», toda una serie de libros de poemas, muy distintos unos de otros, sobre la doncella, a la que identificaba con una deidad oriental, con la anti-Ofelia (renace de las aguas en vez de morir). Es una reelaboración del eterno femenino, una deificación que va más allá del amor provenzal, hasta límites místicos relacionados con el interés cirlotiano por lo esotérico. 

La que renace eternamente de las aguas

Todos estos libros están recopilados en un volumen titulado Bronwyn, publicado por Siruela, con el añadido de fotos, anotaciones, cartas, inéditos… Es un caramelito –gordo, eso sí– para los enganchados a la bronwynmanía.

Su alegre color naranja esplende en el corazón de mi biblioteca desde entonces. Tanto me zambullí en ese mundo de espadas, ruinas, runas, rosas, rumores, grises, blancos, negros, cruces, creces, trizas, rocas, rezos, en esa aliteración musical y envolvente, que llegué a hacer mi versión para uso doméstico del ciclo Bronwyn, y lo titulé «ciclo Iris». La imitación, al fin y al cabo, es el camino del principiante. Por alguna carpeta andarán esos versos que intentaban imitar el ronroneo cirlotiano: 

«El oro 

de la 

risa,

Iris, 

eras».

Jesús Beades

Cirlot, por mor de su surrealismo, pone el pie en avanzadilla en las regiones de lo puramente musical, de lo connotativo sin enunciado comprensible. Descompone el nombre de Bronwyn y crea un idioma con tan sólo siete letras, combinadas en permutaciones variopintas, que parecen el suave gruñido de animales mitológicos. ¡Pero qué idea más hermosa y simbólica la de hacer un idioma con las letras de su nombre! No obstante, estos experimentos constituyen la menor parte de todo el ciclo, pues sobre todo hay fragmentos formados por endecasílabos blancos, comprensibles en su literalidad, pero que sin embargo no proceden por un discurso lineal, sino por lo que llamaríamos una acumulación de sonidos e imágenes –la aliteración es su recurso más evidente y continuo– y por una recurrencia léxica que va metiendo al lector en un ambiente, en una atmósfera difusa y melancólica. Como en el pantano brumoso del que surge la doncella, y está surgiendo siempre desde entonces:

Las ruinas de las runas en la roca

hablan de que yo estuve en este mundo,

donde el mar y la tierra de las nieblas

se funden y confunden.

La vida era una ausencia inagotable,

un laberinto de serpientes grises,

un pantano de rosas tenebrosas.

* * *

La cruz de las hogueras se ha deshecho,

las ruinas de las joyas se estremecen.

Se acerca el cementerio con los ojos

inundados de lágrimas.

* * *

Muerdo los sentimientos en el muérdago.

Mi espíritu está solo entre las hierbas.

Los demonios me buscan por los campos,

se disputan mi espada, mi armadura,

mis manos, mi cabeza, mis entrañas.

Mis hogueras de hierro se amontonan

y mis restos oscuros aún humean.

Me acaban de matar,

miro hacia donde vi tu aparición

hace mil años ya; pero la sangre

aún sale de mi boca.

Juan Eduardo Cirlot