Si a Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan, le concedieron el Premio Nobel de Literatura «por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana», a Joaquín Sabina deberían darle el Premio Cervantes. “Por haber elevado la canción de autor a las más altas cumbres de la Poesía en español”, por ejemplo. Hace años, en la época álgida de los blogs literarios, antes de las redes sociales y su purpurina efímera, tuvimos una conversación muy interesante sobre Sabina. Muchos lo desdeñaban por hablar de juergas, putas, noches turbias y amores de estación (de tren). Por eso mismo habría que desechar la mayoría de la poesía moderna, y la narrativa. Y el cine. Los temas que se tratan en un texto no lo hacen mejor o peor per se. Otras objeciones se debían a la cuestión del género (literario). Sucedió igual con el Nobel de Dylan, que muchos decían que “eso no es Literatura”, que se lo tenían que dar a un novelista. Y yo preguntaba: ¿y a un poeta no, como a Gabriela Mistral, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Juan Ramón Jiménez o Wisława Szymborska, entre muchísimos otros? Sí, eso sí, claro. Entonces ¿la canción de autor no es poesía, un subgénero de la poesía? Sí, pero… Y ese era todo el recorrido de la objeción. Me di cuenta por tanto que operaba un prejuicio, el mismo que hemos combatido tantas veces en Uno de los nuestros: lo popular como cosa inferior o menor, lo pequeño como menos valioso que lo grande. Porque una canción de cuatro minutos no es el Ulises de Joyce, pero puede contener toda la alegría y la tristeza del mundo, y se puede cantar cientos y miles de veces con lágrimas en los ojos y luz en el corazón.

 

Mucha mucha Policía

Por simplificar mucho, hay tres maneras principales en la forma de escribir de Sabina. La primera de ellas es narrativa: en un breve espacio construye una historia, que siempre nos parece un hecho real y que le ha sucedido a él; los muy fans pueden rastrear las entrevistas para cotillear cuáles dice él que son reales, y cuáles fabuladas o hasta qué punto. Hay multitud de ejemplos, pero el más destacado sería “Pacto entre caballeros”.

 

Cuenta una noche de farra con unos muchachos que querían atracarle, pero que le reconocen y le invitan a todo. Casi no hay una imagen poética, una metáfora, si acaso algún pequeño detalle: “antes de que cante el gallo”, con la referencia evangélica a la negación de Pedro (en Sabina hay muchos detalles clericales o bíblicos), y “protegidos por la luna”, o “el Diablo va y se pone de tu parte”. Todo lo demás es pura narración, hace avanzar la acción y de hecho, sucede algo propio de algunas canciones de Sabina: el estribillo es tal sólo musicalmente (se repite la misma música) pero no en el texto, que varía, para aprovechar y seguir avanzando en la narración. Todo ello en medio de la estética del cine yonqui, sin que le falte un perejil: es el retrato de una época y un estrato social, en miniatura. Lo que Jane Austen en trescientas páginas, Sabina lo hace en seis estrofas. 

 

Años después –y esto es una variante de la primera clasificación– lo narrativo aparecería combinado con lo lírico de muchas maneras; quizá la más admirable sería Y nos dieron las diez.

 

 

Una historia de principio a fin, con presentación, nudo y desenlace (“Era un pueblo con mar, una noche después de un concierto”), pero pespunteada todo el tiempo por detalles encantadores: “que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata”, y culminada con un gesto de patetismo genial, de borrachera iluminada: “sé que no lo soñé, protestaba mientras me esposaban los municipales”. Durante algún tiempo, Sabina y su banda la han interpretado en directo a medias con “Noches de boda”, que tiene el mismo tempo, y que sin embargo procede en su composición de una manera muy distinta, como veremos después.

 

 

Esta mezcla de lo narrativo con imágenes poéticas muy poderosas se repetirá a lo largo de los años, muy a menudo en historias de amor efímero. En “Yo también sé jugarme la boca”, igual que en “Medias negras”, ese hilo del amor de una noche o unas vacaciones introduce alguna perla: “Pero un día retiraron las mesas. Y hasta otro verano”. El gesto de retirar las mesas, para dar un brusco giro y que se nos eche a los ojos septiembre, recuerda al Miguel d’Ors de “Era el verano”, cuando hacia el final de la encantadora evocación juvenil de vacaciones da una cambiada rápida: “y por la pista de tenis hojas grises”. Este don para condensar en una imagen toda una emoción compleja hace de Sabina uno de los grandes autores de nuestra lírica. Otro ejemplo, de “Donde habita el olvido” –título, por cierto, que abandona el subjuntivo de Cernuda y vuelve al indicativo de Bécquer–: “Y la besé otra vez. Pero ya no era ayer, sino mañana”. Imposible decir más con menos. También “Barbie Superstar” es narrativa, dibujando un personaje  típico, pero está moteada aquí y allá de perlas poéticas: “pezón de fresa, lengua de caramelo, corazón de bromuro”.

 

 

Allá donde se cruzan los caminos

Otra manera de escribir de Sabina es por acumulación de metáforas o imágenes. Como decíamos antes, “Noches de boda” es una sucesión de brindis, un catálogo de buenos deseos (“que el maquillaje no apague tu risa”, “que las persianas corrijan la aurora”), lleno de literatura y figuras retóricas, como siempre moderado por la presencia de elementos más pedestres, como un “bar de la esquina”. Un ejemplo aun más representativo, por lo temprano en su carrera, sería “Pongamos que hablo de Madrid”.

 

 

Se apoya también en la estructura anafórica o paralela, con una serie de versos de evidente intención poética, no realista ni descriptiva, pero que tratan de meternos en un ambiente y de que sintamos, más que veamos, lo que nos está contando por medio de una envolvente sucesión de figuras literarias. Todas las líneas van a dar a lo mismo: un retrato de Madrid. “Esta ciudad tan invivible como insustituible”, como decía al presentarla en La Mandrágora . “Donde el deseo viaja en ascensores”, “las niñas ya no quieren ser princesas”, “los pájaros visitan al psiquiatra”, son versos en que se nota el influjo del Neruda de Residencia en la Tierra, o del Vallejo más desolado y críptico de Trilce. Sin embargo hay una claridad de línea, una transparencia en lo metafórico, que la hace ingenua y tierna, candidez que intenta contrarrestar con elementos de realismo sucio (“hay una jeringuilla en el lavabo”) Sin embargo, estos potencian por contraste el lirismo del conjunto. Con esta estructura anafórica, saturada de metáforas, construiría muchos de sus grandes himnos: “Así estoy yo sin ti” o  “Cerrado por derribo / Nos sobran los motivos”.

 

El Dorado era un champú

La tercera vía compositiva es como una decantación extrema, una especie de licor denso y para los muy adictos. Son canciones en que no hay elemento narrativo alguno, y las imágenes tienden a la abstracción, unas veces, o al surrealismo en otras. Hay una joyita titulada “Arenas movedizas”, que Sabina afirma haber dado a conocer por insistencia de Christina Rosenvinge, que es como un paisaje de Turner: apenas se distingue lo figurativo y lo importante es lo ambiental, el paisaje se confunde con el alma, y parece que el lenguaje se deconstruyera para acabar en sonidos, luces, formas.

 

 

Ese verso de arranque, “Mañana cuando era tan pequeño” nos sitúa en ese volteo dimensional del saxofonista Johny Carter, trasunto de Charlie Parker, en El perseguidor de Cortázar, cuando decía: “esto ya lo he tocado mañana”. “Alfileres que agonizan / antes de nacer” es una línea que nos remite al Lorca neoyorquino: “debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato”. “Paquebotes que aterrizan / sin pedir perdón”, de nuevo nos lleva, de un modo misterioso, a Vallejo. Pero este ejemplo de “Arenas movedizas” es algo especial, o lateral, en la obra de Sabina. Siempre me ha asombrado el éxito de una canción tan poco concreta, tan surreal, como “Peces de ciudad”.

 

 

Yo sigo sin saber de qué trata, salvo de un modo muy general, y es de mis preferidas de Sabina. Aquí es donde la Literatura se funde con la música, cuando lo importante es la emoción, las resonancias de unos acentos y las connotaciones de un determinado léxico, y no necesariamente lo narrativo. Es una suerte de collage. Qué lejos queda el “mucha, mucha policía” ahora que escuchamos “Pero en Desolation Row / Las sirenas de los petroleros / No dejan reír ni volar”. 

 

Prueba de fuego

Y conforme se hace mayor, Sabina ha ido comprimiendo más y más sus maneras de escribir, hasta fundirlas en una sola. Eliminando banalidades, introduciendo juegos de palabras sólo si están al servicio de la expresión poética, jugando cada vez más a la imagen impresionista, al giro del lenguaje que se nos quede prendado en la memoria. Sabina es el más literario de nuestros músicos, el más cantante de nuestros poetas. Quien quiera adentrarse en su mecanismo compositivo actual puede consultar el libro Romper una canción, de Benjamín Prado, donde narra cómo escribieron juntos, en Praga, el disco Vinagre y rosas. Y, si usted quiere comprobar por qué es el mejor letrista en español, intente recitar en voz alta las letras de, por ejemplo, Silvio Rodríguez o cualquier canción popular de su elección; y luego una de Sabina. Verá que la de éste suena muy bien, y es que estará escrita en endecasílabo u otro verso de medida regular; es decir, se sostendrá por sí sola, tendrá música propia. Pocos cantautores –Serrat, Auserón– pasan esta prueba de fuego.

 

 

No hemos hablado aquí de su escritura al margen de las canciones, los sonetos, o sus coplas satíricas publicadas en prensa, porque su aportación a la tradición poética en español está en sus letras. Pero hay que reconocerle el mérito de haber llevado a las listas de los libros más vendidos un título de poesía, y encima de sonetos: Ciento volando de catorce. Ni hemos hablado de los músicos, que ponen armonía, melodía y ritmo a estas letras, los grandísimos Pancho Varona y Antonio García de Diego. Sin ellos, estos versos no formarían parte de nuestra íntima historia sentimental. La letra entra con música al corazón. Y allí se queda.