Como conozco a Carmen Aranguren, me puse a temblar. Su primer libro de poemas, Parques y jardines, me había gustado mucho. De éste, que acaba de salir en Renacimiento, me adelantó que era un libro más melancólico, donde el protagonismo se lo llevaba el paso del tiempo, la edad y la muerte. Uf. El título, Números rojos, pareciéndome redondo, acrecentó mi temblor instintivo, pues le tengo pavor a los descubiertos. Luego está el hecho de que Aranguren está casada con un querido amigo. Me daba lástima de que, si se ponía demasiado elegíaca, parecería que mi amigo no conseguía llenar de comedia sus días. Y mi último temblor: cuando alguien mucho más joven que yo, como es el caso, se pone a lamentar su edad, me siento indirecta y doblemente aludido.
El libro ha disipado todos mis temores de un plumazo. Va de la épica del tiempo. Del pasado y del futuro. Y del presente. Pide treinta años de vida más, ¡como yo!, y con qué emoción lo hace, explicando para qué los quiere. Con qué valor también dice: «Sólo la madurez tengo», que es un verso definitivo. Siente el pasmo de encontrarse aquí: «Cómo he podido desviarme tanto del camino,/ si estaba despejado,/ si sólo había que transitarlo», pero la melancolía es luminosa. El rojo de sus números es de sangre, de vida, de atrevimiento. Véase la alegre nostalgia concentrada en un verso: «Todo es cantar aquello».
La justificación de los números rojos es literal, más que metafórica. Le falta dinero, como a todos, qué alivio. Con esas circunstancias –muchos años, poco dinero, muchas obligaciones, poco tiempo…– escribe un puñado de poemas autobiográficos fresco, riquísimo de matices, ligero y perdurable. Tiene el don de la artista para la pincelada exacta. Un ejemplo: recordando su juventud de «encantos de vida burguesa», ecos de una abuela rica en la tranquilidad de provincias, dice: «con propaganda de Alianza Popular». Y clava un tiempo.
Por mi amigo me había preocupado también en falso. El poema «Divorcios», donde la poeta ve que todo el mundo se divorcia a su alrededor, pero ellos se quieren más y más, se lo mandé a mi mujer, porque es muy bonito; pero todavía es mejor «Nieve en París», con toda su nostalgia compartida, que no le mandé a Leonor, pero me guardo para mi antología del Vino bueno, sobre la poesía del amor matrimonial.
Más lector que crítico, me voy por lo personal, pero el libro está muy bien hecho. Los versos blancos son luminosos. La dispositio del poema «Enfado» es magistral, casi japonesa. El vaivén de melancolía y gozo está traído y llevado de la mano del ritmo versal. El poema más prodigioso es el último y más largo: «Un collar para Paloma», a la muerte de una amiga. La cita ya estremece: «Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura…». Luego logra que el prosaísmo y el ritmo más entrecortado transmitan con naturalidad el dolor y la incredulidad, también la falta de interés estético: «¿Cómo voy a hacer un poema con la muerte/ de mi mejor amiga?».
Esta vez el barbero ha metido poca navaja. Quizá para que la confesión de amistad no eche un velo de sospecha sobre sus elogios. También porque hay poemas breves que sería una pena cortar.
***
mis tías eran tan jóvenes… y yo no lo sabía.
*
A mí me gusta leer/ cuando todos estáis durmiendo./Amo el momento exacto/ de la luz apagada en vuestros cuartos,/ […]/ No me basta estar sola,/ tiene que ser de noche/ y tenéis que estar dormidos,/ […]/ mientras yo disfruto de la soledad del centinela.
*
[…] Al final de la tarde, el paseo,/ y una copa de vino/ y una sonrisa, amor, y hasta una carcajada,/ porque tú eres yo,/ yo soy tú […]
*
ENFADO
Las insólitas flores,
la inesperada belleza de los ciruelos de Pissard,
como un Penagos en medio del parque.
Los plátanos pelados, huesudos,
y la luna redonda y fluorescente
en la noche de marzo aventurada.
Un día triste hoy
si me enfado contigo.
*
NIEVE EN PARÍS
Me dices que estos versos
son más sombríos,
más tristes, más amargos.
Preguntas si es la edad,
«siempre es la edad», afirmas.
Yo te contesto: claro,
cómo no,
tengo diez años más
de manchas,
de canas,
de grasas,
diez años que le gané a la muerte,
diez que me eché a la espalda.
¿Qué quieres? ¿Que te escriba
como cuando volvía de
clase en la autoescuela?
Tampoco eres tú el joven
que vio en París nevar
por vez primera.
Si no te gusta, busca,
seguro que las musas
tienen guardadas otras
palabras luminosas, despiertas, juveniles.
Yo desde mi estrechez
solo tengo memoria
y algunos versos, ves,
sin certeza
ni gloria.
*
[…] Cómo no voy a añorarme/ una mañana de diciembre/ leyendo delante de la chimenea/ con toda la vida por delante. […]
*
Me acurrucaría en Dios.
*
Siento los años tras de mí:/ ya no tengo miedo por las noches / en incluso muchos días no temo/ ni a la muerte.
*
La promesa/ del cielo, qué lugar.
*
Ojalá pudiera llamarlos a todos para decirles que has resucitado.
*
Ojalá, Paloma, sea verdad/ que nos encontraremos en el cielo.