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Kate Chopin: Mujeres que aprenden a nadar

Los relatos de Kate Chopin son como esos cuadros de la época, de mujeres vestidas de blanco en exteriores soleados, paseando por la playa, o a la sombra de una pérgola, o descansando por la tarde en una hamaca, en el frescor umbrío de una terraza; al fondo, figuras apenas adivinadas (unos enamorados adolescentes, un barquero que canta, una señora de negro que reza el rosario); en segundo plano, hombres que contemplan el panorama y participan en la escena. Las mujeres, siempre el centro de la historia. Unas saben ser felices y otras no. Las que saben ser felices lo son cada una a su manera; la que no sabe se parece bastante a Anna Karenina o a Emma Bovary.

Los relatos cubren toda la gama de lo trágico a lo agridulce; el punto de humor, ya sea en un momento inesperado de la narración o en el desenlace, es esencial a su excelencia. Dice la propia Chopin en un artículo publicado en 1899:

La narrativa, al menos en mi caso, es la expresión espontánea de impresiones recogidas sabe Dios dónde… Hay historias que parece que se escriben solas, y otras que se niegan en rotundo a ser escritas, que no cuajan por muchas vueltas que les dé. Estoy completamente a merced de la selección inconsciente. Hasta tal punto es esto verdad, que eso que llaman el proceso de pulido siempre ha resultado un desastre para mi trabajo, y lo evito, prefiriendo la integridad de las crudezas a los artificios.

Sus cuentos nos llevan a Luisiana, apenas dos o tres décadas después de abolida la esclavitud tras la Guerra de Secesión; el matrimonio en este estado de la Unión se rige aún por el código napoleónico: la esposa y todas sus pertenencias (incluso su ropa) son propiedad del marido, y el divorcio prácticamente no se da. Es una sociedad que conserva su sabor francés: por un lado, la clase aristocrática de Nueva Orleans, los criollos, descienden de inmigrantes que llegaron de Francia en tiempos coloniales, y cuidan su lengua y su cultura. Viven en el Vieux Carré, y veranean en la Grand Isle. Los acadianos o cajunes, que viven repartidos por distintas zonas de los estados del Golfo (sobre todo Luisiana, pero también Alabama y Texas) son descendientes de inmigrantes llegados del Canadá francófono, que prefirieron abandonar en 1755 antes que convertirse en ciudadanos británicos. Hablan, aún hoy, un francés arcaico, mezclado con anglicismos.

El caso es que Luisiana presenta una interesantísima diversidad en lo racial, en lo social y en lo geográfico, y los relatos de Kate Chopin la reflejan. Se nota en ella cierta fascinación por los mestizajes que se dan en aquella tierra: mulatos y cuarterones; rasgos, en personas blancas y rubias, que parecen señalar a algún antepasado negro; también hay gente de origen español, llegada del Caribe. Es un mundo de veranos sofocantes, tormentas devastadoras repentinas, personajes que se mueven despacio y pasiones hondas y tórridas.

El fino pie de Calixta jamás había pisado suelo cubano; pero el de su madre, sí, y lo español estaba igualmente presente en su sangre. Por eso la gente de la pradera le pasaba muchas cosas que no habrían perdonado a sus propias hijas o hermanas.

Kate Chopin, nacida en San Luis (estado de Misuri) en 1850, casada a los veinte años (cuando se va a vivir a Nueva Orleans), viuda y con seis hijos a los treinta y dos, publica su primer poema poco antes de cumplir los cuarenta y muere de repente a los cincuenta y cuatro. En catorce años concentra, entonces, su carrera literaria, que no pasa inadvertida en absoluto. Se considera escritora profesional, y gana dinero, aunque no lo suficiente como para mantener a su familia; para eso tiene que seguir con los negocios familiares. Sus colecciones de relatos, Gente del bayou y Una noche en Acadia, tuvieron ya en su día mucho eco, y la novela El despertar (título original: Un alma solitaria) causó mucho revuelo, escándalo incluso; a pesar de su éxito no volvió a publicarse hasta que, por fortuna, la redescubrió el feminismo de los años sesenta, que se lo apropió. Nosotros, en perspectiva, vemos que la autora no se pronuncia. No juzga a su protagonista: nos pinta de manera magistral un verano de su vida, y deja que el lector saque sus conclusiones. Una reseña de 1899 dice así: «Es la historia de la vida de una mujer, y si es una historia corriente en alguna de sus características esenciales, o no, que lo decida el público». Edna Pontellier es, en todo caso, magnífica:

No sabía por qué lloraba. Los episodios como el que acababa de ocurrir no eran infrecuentes en su vida matrimonial. Antes no pesaban mucho en comparación con la bondad abundante de su esposo y esa devoción uniforme que se había convertido en algo tácito y aceptado.
Una opresión indescriptible, que parecía generarse en una parte poco explorada de su conciencia, llenaba todo su ser de una vaga angustia. Era como una sombra, como una neblina que atravesara el día veraniego de su alma. Era algo extraño y poco conocido; era un humor. No se dedicaba, ahí sentada, a reprochar internamente a su marido, lamentando su destino, que había dirigido sus pasos al camino que tomaron. Simplemente se entregaba a una buena llantina. Los mosquitos estaban de fiesta a su alrededor, picando sus brazos firmes y torneados, sus empeines desnudos.

Como magnífica es Louise Mallard, protagonista de la brevísima y humorísticamente negra Historia de una hora:

Cuando se dejó llevar, una palabrita mínima, musitada, escapó de sus labios entreabiertos. La repitió una y otra vez, de manera apenas audible: «¡libre, libre, libre!» Ya no tenía la mirada perdida ni aterrada, sino despejada y brillante. El pulso se le aceleró, y el torrente de sangre caliente relajó cada centímetro de su cuerpo.
No se detuvo a preguntarse si era o no un gozo monstruoso el que se había apoderado de ella. Una percepción clara y exaltada le permitió desechar la idea como trivial.

La introspección, de las protagonistas y de quienes las acompañan, es el núcleo de los relatos, lo que les da verdadero interés. Kate Chopin sabe ver el alma, y sabe enseñárnosla. La poesía de los monólogos internos y la sensualidad del ambiente hacen de sus relatos algo inolvidable.

La voz del mar es seductora; incesante, susurrante, clamorosa, murmuradora; invita al alma a vagar un rato entre abismos de soledad, a perderse en laberintos de contemplación interior. La voz del mar le habla al alma. El tacto del mar es sensual, envolviendo el cuerpo en un abrazo suave, íntimo.

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