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Me choca una barbaridad y nunca lo he escrito por pudor y porque tampoco pega en un artículo de opinión en la prensa. Sucede que hay algunas chicas que no son objetivamente guapas, que no entran del todo en el canon, y que a mí me parecen deliciosamente atractivas. Las hay de mis tiempos, aún en activo en su atractivo; y de ahora también. Tampoco hay nada morboso. Son chicas normales que no pasarían el examen de bellezas locales, digamos, pero que tienen un inmenso encanto para mí. Un inmenso encanto estético, quiero decir, que del personal, por supuesto, los márgenes son mucho más amplios y nada sorprendentes. También sería impensable que lo comentase con sus maridos, como diciéndoles: «También a mí me encanta, eh», ni tiene sentido que lo comente con Leonor, ni con mis amigos o ni con mi hijo, aunque sea para enseñarle. Son cosas tan secretas que hay que publicarlas en un diario, como quien no quiere la cosa. Incluso en un poema ya sería demasiado. Pero quizá haga algún bien contarlo, porque a veces es el canon de belleza lo que nos impide, cual lecho de Procusto al que nos queremos acomodar, disfrutar de la belleza que apreciamos, y que es verdadera y buena.
