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Dos versos de amor de Juan Antonio González Iglesias me sirven de jaculatoria, en esa tradición vetusta de volver a lo divino los versos profanos. Son éstos y yo nada más que pongo en mayúscula la T:
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Porque sólo he querido ser bueno y verdadero
y Tú puedes hacerme, déjame que te abrace.
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O «déjame que comulgue» que también lo recito en la fila. Y luego hay un poema que no necesito volver a nada porque ya nació como oración, incluso con su T mayúscula:
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No los viajes. No el sexo.
No aventura ninguna. No el deporte.
No los libros. Ni el arte. Ni la música.
¿Quién nos redime
de la totalidad de la melancolía,
de la totalidad de la tristeza,
de la totalidad
del dolor en el alma, sino Tú,
tu delicada perpendicular
hecha sólo de amor?
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Esa perpendicular que atraviesa las totalidades es un acierto vertiginoso del poema, digo, de la oración. [Como es Semana Santa, pienso en esas figuras —véase la imagen— de la cruz alzándose o en la perpindicular del dibujo de san Juan de la Cruz.]
